Los miserables

Pormenores de las queserías de Pontarlier

IV

Pormenores de las queserías de Pontarlier

Ahora, para dar una idea de qué ocurrió en esa mesa, no podríamos hacer nada mejor que transcribir aquí parte de una carta de la señorita Baptistine a la señora de Boischevron, que refiere con candorosa minuciosidad la conversación del presidiario y del obispo.

«… Aquel hombre no se fijaba en mí en absoluto. Comía con voracidad de hambriento. El caso es que, después de cenar, dijo:

»—Señor cura, bendito de Dios, todo esto no deja de ser demasiado para mí, pero debo decir que los carreteros que no quisieron dejarme cenar con ellos comen mejor que usted.

»Dicho sea entre nosotras, el comentario me escandalizó un poco.

»Mi hermano contestó:

»—Se cansan más que yo.

»—No —contestó el hombre—, tienen más dinero que usted. Usted es pobre, bien lo veo. A lo mejor ni siquiera es cura. ¿Es usted cura? Ah, desde luego, si Dios fuera justo, sí que debería ser cura.

»—Dios es más que justo —dijo mi hermano.

»Añadió, inmediatamente después:

»—Señor Jean Valjean, ¿a Pontarlier es adonde va?

»—Con itinerario forzoso.

»Creo que eso fue lo que dijo el hombre. Luego, siguió diciendo:

»—Tengo que estar ya de camino mañana al amanecer. Es duro el viaje. Las noches son frías, pero de día hace calor.

»—Va usted —añadió mi hermano— a una comarca buena. Mi familia se arruinó con la Revolución y me refugié, al principio, en Franche-Comté, donde viví cierto tiempo de la fuerza de mis brazos. Tenía buena voluntad. Encontré quehacer. Se puede elegir. Hay fábricas de papel, tenerías, destilerías, almazaras, fábricas de acero, fábricas de cobre, veinte fábricas de hierro por lo menos, cuatro de las cuales están en Lods, Châtillon, Audincourt y Beure y son muy importantes…

»Creo que no me confundo y que ésos fueron los nombres que citó mi hermano; luego se interrumpió y se dirigió a mí:

»—Mi querida hermana, ¿no tenemos parientes en esa zona?

»Contesté:

»—Teníamos, entre otros, al señor de Lucenet, que era capitán de las puertas de Pontarlier en el antiguo régimen.

»—Sí —dijo mi hermano—, pero en 1793 nadie tenía ya parientes, teníamos sólo brazos para trabajar. Trabajé. Tienen, en la zona de Pontarlier, ahí donde va usted, señor Valjean, una industria completamente patriarcal; y deliciosa, querida hermana. Son las queserías de la región, a las que llaman por allí .

»Entones, mi hermano, al tiempo que animaba a comer a ese hombre, le explicó con mucho detalle qué eran las de Pontarlier y que había que diferenciar dos clases: las que son de los ricos y donde hay cuarenta o cincuenta vacas y que producen entre siete y ocho mil quesos todos los veranos, y las que son de los pobres; los campesinos de la zona mediana de la montaña juntan las vacas y comparten los productos. Toman a sueldo a un quesero, al que llaman los socios le entregan la leche tres veces al día y él marca la cantidad en una talla doble; las queserías empiezan a trabajar a finales de abril y los queseros llevan a las vacas a la montaña a mediados de junio.

»El hombre se reanimaba a medida que comía. Mi hermano le ponía en el vaso ese vino tan bueno de Mauves que él no bebe porque dice que es un vino caro. Mi hermano le contaba todos esos detalles con esa jovialidad llana que ya le conoce usted, intercalando en sus palabras detalles amables destinados a mí. Insistió mucho en esa profesión tan provechosa del como si desease que aquel hombre entendiera, sin aconsejárselo él directa y bruscamente, que sería un asilo que podría convenirle. Me llamó la atención una cosa. Aquel hombre era quien ya le he dicho. Pues bien, ni en toda la cena ni en toda la velada, salvo las pocas palabras cuando entró, mi hermano nada dijo que pudiera recordarle a ese hombre quién era ni informar al hombre de quién era mi hermano. Aparentemente era una buena ocasión para echar un breve sermón y para que el obispo presionara algo al presidiario para dejarle la marca de haber pasado por aquí. A lo mejor a otro le habría parecido que venía a cuento, al tener a mano a aquel desventurado, alimentarle el alma al mismo tiempo que el cuerpo y hacerle algún reproche aderezado con consideraciones morales y consejos, o compadecerlo un poco y exhortarlo a que se portase mejor en el futuro. Mi hermano ni siquiera le preguntó de dónde era, ni por su historia. Porque en su historia estaba su culpa, y mi hermano, al parecer, estaba evitando todo cuanto pudiera recordársela. Hasta tal punto que hubo un momento en que, al hablar mi hermano de los montañeses de Pontarlier, añadió, se detuvo en seco temeroso de que en aquella palabra que se le había escapado hubiera algo que pudiera herir al hombre. A fuerza de darle vueltas, creo haber entendido lo que sucedía en el corazón de mi hermano. Pensaba seguramente que aquel hombre llamado Jean Valjean ya tenía presente de sobra su desgracia y que lo mejor era distraerlo y hacerle creer, aunque no fuera más que por unos momentos, que era una persona como las demás comportándose con él de forma completamente normal. ¿No es acaso una caridad bien entendida? ¿No hay, mi buena amiga, algo realmente evangélico en esa delicadeza que se abstiene de echar sermones, de consideraciones morales y de alusiones, y la compasión mejor no es acaso, cuando a un hombre le duele algo, no tocar donde le duele? Me pareció que eso era lo que podía estar pensando mi hermano en su fuero interno. En cualquier caso, lo que sí puedo decir es que, si se le ocurrieron todas esas cosas, no lo hizo notar, ni siquiera me lo hizo notar a mí; fue de principio a fin el mismo hombre de todas las noches y cenó con Jean Valjean con la misma cara y de la misma forma que habría cenado con el señor Gédéon, el magistrado, o con el señor cura párroco.

»Ya al final de la cena, cuando estábamos tomando los higos, llamaron a la puerta. Era la pobre Gerbaud, con su niño en brazos. Mi hermano le dio al niño un beso en la frente y me pidió prestados setenta y cinco céntimos que llevaba yo encima para dárselos. El hombre, mientras tanto, no hacía mucho caso. Ya no hablaba y parecía muy cansado. Cuando se fue la pobre Gerbaud mi hermano dio las gracias por los alimentos recibidos y luego se volvió hacia el hombre y le dijo: “Debe de estar muy necesitado de meterse en la cama”. La señora Magloire recogió enseguida la mesa. Me di cuenta de que debíamos retirarnos para dejar dormir al viajero y subimos las dos. Pero mandé poco después a la señora Magloire que llevase a la cama de aquel hombre una piel de corzo de la Selva Negra que está en mi cuarto. Las noches son gélidas, y es una piel muy abrigada. Es una pena que esté tan vieja; se le está cayendo todo el pelo. Mi hermano la compró cuando estaba en Alemania, en Tottlingen, junto a las fuentes del Danubio, y también el cuchillito con mango de marfil que uso en la mesa.

»La señora Magloire volvió a subir casi enseguida, estuvimos rezando en el salón donde tendemos la ropa y luego nos fuimos cada una a nuestro cuarto sin decirnos nada.»

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