Los miserables

Algo que quizá demuestre la inteligencia de Boulatruelle

VI

Algo que quizá demuestre la inteligencia de Boulatruelle

En la tarde de aquel mismo día de Nochebuena, un hombre anduvo paseando bastante rato por la parte menos concurrida del bulevar de L’Hôpital de París. Aquel hombre tenía aspecto de andar buscando alojamiento y parecía fijarse de preferencia en las casas más modestas de esas lindes destartaladas del arrabal de Saint-Marceau.

Veremos más adelante que, efectivamente, aquel hombre había alquilado una habitación en ese barrio aislado.

El hombre, tanto en la indumentaria cuanto en el aspecto personal, se ajustaba al tipo de eso que podría llamarse el mendigo de confianza: la miseria extremada unida a la más escrupulosa pulcritud. Se trata de una mezcla bastante infrecuente que inspira a las personas inteligentes ese doble respeto que sentimos por quien es muy pobre y por quien es muy digno. Llevaba un sombrero de media copa, viejísimo y cepilladísimo; una levita tazada de grueso paño de tono ocre, color que no resultaba raro por entonces; un chaleco holgado y con bolsillos de corte anticuado; un calzón negro que se había vuelto gris en las rodillas; medias de lana negra y zapatones con hebillas de cobre. Hubiérase dicho un antiguo preceptor de buena familia regresado de la emigración. Por el pelo, blanco del todo, por la frente arrugada, por los labios lívidos, por el rostro del que no trascendía sino agobio y cansancio de la vida, se le habrían podido echar mucho más de sesenta años. Por el paso firme, aunque despacioso, por el vigor singular que impregnaba todos sus movimientos apenas se le habrían echado cincuenta. Las arrugas de la frente eran armoniosas, y a cualquiera que lo mirase atentamente le hablarían a su favor. Le contraía los labios una mueca curiosa, que parecía severa y era humilde. Tenía en lo hondo de los ojos a saber qué serenidad adusta. Llevaba en la mano izquierda un paquetito dentro de un pañuelo anudado; con la mano derecha se apoyaba en una especie de palo cortado de un seto. Estaba tallado aquel palo con cierto esmero y tenía bastante buen aspecto; se les había sacado partido a los nudos y con cera roja se había simulado una empuñadura de coral; era un garrote y parecía un bastón.

Pasa poca gente por ese bulevar, sobre todo en invierno. Aquel hombre parecía, aunque sin aspavientos, más bien evitarla que encontrarse con ella.

Por aquella época, el rey Luis XVIII iba casi a diario a Choisy-le-Roi. Era uno de sus paseos favoritos. A eso de las dos, de forma casi invariable, se veían pasar a galope tendido el coche y el real séquito por el bulevar de L’Hôpital.

A las mujeres pobres del barrio les hacía las veces de saboneta y de reloj de pared; decían: «Son las dos; ya se vuelve a Les Tuileries».

Y había quienes acudían y había quienes se apartaban; porque un rey que pasa es siempre un barullo. Por lo demás, la aparición y la desaparición de Luis XVIII siempre causaban cierta impresión en las calles de París. Eran veloces, pero majestuosas. A aquel rey tullido le gustaban los caballos al galope; como no podía andar, quería correr; a aquel baldado sin piernas le habría gustado que tirase de él el relámpago. Pasaba, pacífico y serio, entre sables desenvainados. La mole de su berlina, dorada de arriba abajo, con ramas de lirio muy grandes pintadas en los entrepaños, rodaba ruidosamente. Apenas si daba tiempo a echarle una ojeada. Se veía en la esquina de la derecha, al fondo, sobre unos almohadones acolchados de raso blanco, una cara ancha, recia y encarnada; una peluca «a lo pájaro real» recién empolvada; una mirada altanera, dura y aguda; una sonrisa de letrado; dos charreteras abultadas y con flecos en un frac burgués; el toisón de oro; la cruz de san Luis; la cruz de la Legión de Honor; la placa de plata del Espíritu Santo; una tripa grande y un cordón azul ancho: era el rey. Fuera de París, llevaba el sombrero de plumas blancas en las rodillas, metidas en altas polainas inglesas; cuando entraba en la ciudad, se ponía el sombrero y saludaba poco. Miraba al pueblo con frialdad y el pueblo se comportaba a la recíproca. Cuando apareció por primera vez en el barrio de Saint-Marceau, no tuvo más reconocimiento que esta frase que le dijo un vecino del barrio a otro vecino: «Ese gordo es el gobierno».

Aquel paso infalible del rey a la misma hora era, pues, el acontecimiento cotidiano del bulevar de L’Hôpital.

Estaba claro que el paseante de la levita amarilla no era del barrio y, seguramente, tampoco era de París, porque no estaba al tanto de ese detalle. Cuando, a las dos, el coche regio, rodeado de un escuadrón de guardias de corps con galones de plata, irrumpió en el bulevar tras haber girado en La Salpêtrière, pareció sorprendido y casi asustado. Sólo estaba él en el paseo lateral; se amparó deprisa tras una esquina de la muralla, lo que no impidió que el duque de Havré lo divisara. El duque de Havré, que estaba ese día de servicio como capitán de la guardia, iba sentado en el coche enfrente del rey. Le dijo a Su Majestad: «Qué mala pinta tiene ese hombre». Unos policías que despejaban el camino por el que pasaba el rey se fijaron en él también y le dieron la orden a uno de ellos de que lo siguiera. Pero el hombre se internó en las callejuelas solitarias del arrabal y, como empezaba a bajar la luz, el agente le perdió el rastro, de lo que queda constancia en un informe que esa misma noche recibió el conde Anglès, ministro de Estado y prefecto de policía.

Cuando el hombre de la levita amarilla hubo despistado al agente, apretó el paso, no sin volverse en muchas ocasiones para asegurarse de que no lo seguían. A las cuatro y cuarto, es decir, ya de noche cerrada, pasó delante del teatro de la Porte de Saint-Martin, donde ponían ese día . El cartel, que iluminaban los faroles del teatro, le llamó la atención porque, aunque caminaba deprisa, se detuvo para leerlo. Poco después estaba en el callejón sin salida de La Planchette y entraba en , donde estaban a la sazón las oficinas del coche de Lagny. El coche salía a las cuatro y media. Los caballos ya estaban enganchados y los viajeros, a quienes había llamado el cochero, subían presurosos por la escalerilla de hierro del carruaje.

El hombre preguntó:

—¿Le queda un asiento?

—Uno solo, a mi lado, en el pescante —dijo el cochero.

—Lo cojo.

—Suba.

No obstante, antes de salir, el cochero le echó una ojeada al atuendo no muy lucido del viajero y al tamaño tan pequeño del paquete que llevaba y le pidió que le pagara el viaje.

—¿Va hasta Lagny? —preguntó el cochero.

—Sí —dijo el hombre.

El viajero pagó hasta Lagny.

Arrancaron. Tras cruzar el portillo, el cochero intentó pegar la hebra, pero el viajero sólo contestaba con monosílabos. El cochero resolvió silbar e insultar a los caballos.

El cochero se arrebujó en el gabán. Hacía frío. El hombre no parecía darse cuenta de ello. Cruzaron así Gournay y Neuilly-sur-Marne.

A eso de las seis estaban en Chelles. El cochero se detuvo, para que descansaran los caballos, ante la posada de carreteros que hay en los edificios viejos de la abadía real.

—Me quedo aquí —dijo el hombre.

Cogió el paquete y el palo y se bajó de un salto del coche.

Un segundo después ya había desaparecido.

No había entrado en la posada.

Cuando, al cabo de unos minutos, el coche volvió a arrancar camino de Lagny, no se lo encontraron por la calle mayor de Chelles.

El cochero se volvió hacia los viajeros que iban en el coche.

—Ese hombre no es de por aquí —dijo—, porque no lo conozco. Da la impresión de no tener ni cinco, aunque no escatima el dinero; paga la plaza hasta Lagny y se queda en Chelles. Es de noche, todas las casas están cerradas, no entra en la posada y no nos lo volvemos a encontrar. Así que se lo ha tragado la tierra.

Al hombre no se lo había tragado la tierra, sino que había recorrido a toda prisa, en la oscuridad, la calle mayor de Chelles; luego, había tirado a la izquierda, antes de llegar a la iglesia, por el camino vecinal que va a Montfermeil, como persona que conoce la zona y ha estado ya otras veces en ella.

Iba deprisa por aquel camino. En el punto en que lo cruza la antigua carretera flanqueada de árboles que va de Gagny a Lagny, oyó acercarse a unos transeúntes. Se escondió a toda prisa en la cuneta y esperó a que aquellas personas pasaran y se alejasen. En cualquier caso, la precaución casi estaba de más porque, como ya hemos dicho, era una noche de diciembre muy oscura. Apenas si se veían una o dos estrellas en el cielo.

En ese punto es donde empieza la cuesta que sube a la colina. El hombre no se metió por el camino de Montfermeil; tiró a la derecha, a campo traviesa, y llegó a zancadas al bosque.

Cuando estuvo en el bosque, aminoró el paso y empezó a mirar cuidadosamente todos los árboles, avanzando paso a paso, como si buscase y siguiera un camino misterioso que sólo conociese él. Hubo un momento en que pareció que estaba perdido y se detuvo, indeciso. Por fin llegó, titubeando una y otra vez, a un claro donde había un montón de voluminosas piedras blancas. Se acercó deprisa a esas piedras y las examinó atentamente por entre la bruma de la noche, como si les pasara revista. Había a pocos pasos del montón de piedras un árbol grande, cubierto de esos bultos que son las verrugas de la vegetación. Se dirigió hacia ese árbol y paseó la mano por la corteza del tronco, como si intentase encontrar y contar todas las verrugas.

Enfrente de aquel árbol, que era un fresno, había un castaño, enfermo tras perder la corteza, al que habían vendado con una tira de cinc clavada. Se puso de puntillas y tocó la tira de cinc.

Estuvo un rato pisoteando el suelo en el espacio entre el árbol y las piedras, como si quisiera comprobar que no habían removido la tierra hacía poco.

Hecho esto, se orientó y siguió andando por el bosque.

Era con ese hombre con quien acababa de encontrarse Cosette.

Mientras iba, entre los árboles, hacia Montfermeil, divisó aquella sombra menuda que se movía con un gemido, que dejaba un bulto en el suelo y, luego, volvía a cogerlo y echaba a andar otra vez. Se acercó y cayó en la cuenta de que era una niña muy pequeña cargada con un cubo de agua enorme. Entonces se acercó a la niña y cogió, sin decir nada, el asa del cubo.

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