Los miserables

Cantidades depositadas en la banca Laffitte

III

Cantidades depositadas en la banca Laffitte

Por lo demás, seguía tan sencillo como el primer día. Tenía el pelo gris, la mirada seria, la piel curtida del obrero, la cara pensativa de un filósofo. Solía llevar un sombrero de ala ancha y una levita larga de paño grueso, abotonada hasta la barbilla. Cumplía con su cometido de alcalde, pero, aparte de eso, vivía aislado. Hablaba con poca gente. Evitaba tener que andarse con cumplidos, saludaba de refilón, se escabullía enseguida, sonreía para no tener que charlar. Las mujeres decían de él: «Es un lobo solitario, pero un buenazo». Lo que más le gustaba era pasear por el campo.

Comía siempre solo, con un libro abierto ante sí y leyendo. Tenía una biblioteca pequeña y bien escogida. Le gustaban los libros; los libros son amigos seguros con la cabeza fría. A medida que iba teniendo más dinero y, por lo tanto, más ratos de ocio, daba la impresión de que aprovechaba para cultivar la inteligencia. Desde que vivía en Montreuil-sur-Mer, se iba notando que, de año en año, hablaba con mayor educación y con palabras más escogidas y más mansas.

Le agradaba llevarse una escopeta cuando salía a pasear, pero pocas veces la usaba. Cuando lo hacía, por casualidad, tenía una puntería infalible que daba miedo. Nunca mataba un animal inofensivo. Nunca le disparaba a un pajarillo.

Aunque ya no era joven, decían que tenía una fuerza prodigiosa. Le echaba una mano a quien lo necesitara, ponía en pie un caballo, empujaba una rueda atascada en el barro, paraba un toro escapado agarrándolo por los cuernos. Llevaba siempre los bolsillos llenos de calderilla cuando salía, y vacíos al regreso. Cuando pasaba por un pueblo, los arrapiezos harapientos corrían alegremente en pos de él y lo rodeaban como una nube de mosquitas.

Podía intuirse que había debido de vivir antes en el campo, porque tenía muchísimos secretos útiles que les contaba a los campesinos. Les enseñaba a acabar con la polilla del trigo rociando el granero e inundando las rendijas del suelo con una disolución de sal común; y a ahuyentar a los gorgojos colgando por todos lados, en las paredes y del tejado, en los pastos y en las casas, esclarea en flor. Sabía «recetas» para erradicar de un sembrado la vicia, el añublo, la ervilla, la rabaniza, la cola de zorra y todas esas plantas parásitas que se comen el trigo. Defendía una conejera contra las ratas sólo con el olor de un conejillo de Indias que metía dentro.

Un día, viendo a gente de por allí muy afanosa arrancando ortigas, miró el montón de plantas, arrancadas de raíz y ya secas, y dijo: «Están muertas. Y, sin embargo, serían algo bueno sabiéndolo aprovechar. Cuando la ortiga es joven, las hojas son una verdura excelente; cuando envejece, tiene filamentos y fibras, como el cáñamo y el lino. Los tejidos de ortiga no desmerecen de los de cáñamo. Picadas, las ortigas son buenas para las aves de corral; machacadas, para las reses. Las semillas de la ortiga, mezcladas con el forraje, le dan brillo al pelo de los animales; la raíz, mezclada con sal, proporciona un bonito color amarillo. Es, por lo demás, un heno excelente que se puede segar en dos veces. Y ¿qué necesita la ortiga? Poca tierra, ninguna atención y ningún cultivo. Sólo que la semilla va cayendo según madura y cuesta recogerla. Y eso es todo. Tomándose algún trabajo, la ortiga sería útil. No le hacemos caso, y se vuelve nociva. Y entonces la matamos. ¡Cuántos hombres se parecen a las ortigas!». Añadió, tras un silencio: «Amigos míos, que no se os olvide esto: no hay ni malas hierbas ni hombres malos. Sólo hay malos labriegos».

Los niños lo querían, además, porque sabía hacer objetos deliciosos con paja y cocos.

Cuando veía colgaduras negras en la puerta de una iglesia, entraba; buscaba los entierros igual que otros buscan los bautizos. Era de carácter tan dulce que sentía atracción por la viudedad y las penas de los demás; se unía a los amigos de luto, a las familias vestidas de negro, a los sacerdotes que gemían junto a un ataúd. Daba la impresión de que gustaba, para sus reflexiones, de esas salmodias fúnebres colmadas de la visión de otro mundo. Con la mirada vuelta al cielo, escuchaba, con algo parecido a una aspiración hacia todos los misterios del infinito, esas voces tristes que cantan al filo del abismo sombrío de la muerte.

Hacía a escondidas muchísimas buenas obras, igual que se hacen a escondidas las malas. Entraba a hurtadillas por la noche en las casas; subía furtivamente las escaleras. Algún pobre diablo, al volver a su sotabanco, se encontraba con que le habían abierto la puerta, e incluso la habían forzado, mientras no estaba en casa. El pobre hombre ponía el grito en el cielo: «¡Ha estado aquí un malhechor!». Entraba y lo primero que veía era una moneda de oro olvidada encima de un mueble. «El malhechor» que había estado allí era Madeleine.

Era persona afable y triste. La gente del pueblo decía: «Mira, un hombre rico que no se lo tiene creído. Mira, un hombre feliz que no parece contento».

Había quien aseguraba que era un personaje misterioso y afirmaba que nadie entraba nunca en su cuarto, que era una auténtica celda de anacoreta amueblada con relojes de arena con alas y decorada con tibias cruzadas y calaveras. Y se hablaba mucho del asunto, de forma tal que algunas mujeres jóvenes, elegantes y maliciosas de Montreuil-sur-Mer fueron un día a su casa y le pidieron: «Señor alcalde, enséñenos su cuarto. Dicen que es una cueva». Él sonrió y las llevó en el acto a la «cueva». Y ellas quedaron escarmentadas de su curiosidad. Era un dormitorio que tenía, sin más, unos muebles de caoba bastante feos, como todos los muebles de esa clase, y, en las paredes, un papel de sesenta céntimos. Nada les llamó la atención, a no ser dos candeleros de factura antigua que estaban encima de la chimenea y parecían de plata, porque «llevaban control», que es detalle en que se fijan las ciudades pequeñas.

No por ello dejaron de decir que nadie entraba nunca en aquella habitación y que era una cueva de ermitaño, un soñadero, un agujero, un sepulcro.

También cuchicheaban que tenía cantidades «inmensas» en la banca Laffitte, con la peculiaridad de que estaban siempre y en el acto a su disposición, de forma tal, añadían, que entraba dentro de lo posible que el señor Madeleine llegase un día a las oficinas de Laffitte, firmase un recibo y retirase sus dos o tres millones en diez minutos. De hecho, esos «dos o tres millones», como ya hemos dicho, se reducían a seiscientos treinta o seiscientos cuarenta mil francos.

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