Los miserables

Lo que hace

XI

Lo que hace

Jean Valjean escuchó. Ningún ruido.

Empujó la puerta.

La empujó con la punta del dedo, levemente, con esa suavidad furtiva e inquieta de un gato que quiere entrar.

La puerta cedió a esa presión y se movió de una forma imperceptible y callada que agrandó un tanto la rendija.

Esperó un momento, luego empujó la puerta otra vez, con mayor atrevimiento.

Siguió cediendo en silencio. La abertura era ahora suficientemente grande para permitirle el paso. Pero había cerca de la puerta una mesita que formaba con ella un ángulo molesto y tapaba la entrada.

Jean Valjean se percató de esa dificultad. La abertura tenía que ser mayor, no quedaba más remedio.

Se decidió y empujó la puerta por tercera vez con más energía que las dos anteriores. En esta ocasión, una bisagra mal engrasada soltó de pronto en la oscuridad un grito ronco y prolongado.

Jean Valjean se sobresaltó. El ruido de aquella bisagra le sonó en los oídos como algo tan estridente y tremendo como la trompeta del juicio final.

En las exageraciones fantásticas del primer minuto, llegó casi a imaginarse que aquella bisagra acababa de cobrar vida, una vida terrible, y ladraba como un perro para avisar a todo el mundo y despertar a quienes estuvieran durmiendo.

Se detuvo, trémulo, espantado; iba de puntillas, bajó de golpe los pies y apoyó los talones. Oyó cómo le palpitaban las arterias en las sienes como dos martillos de herrero y le dio la impresión de que le salía el aliento del pecho con el ruido del viento que sale de una cueva. Le parecía imposible que el tremendo clamor de aquella bisagra airada no hubiera inmutado a todos los de la casa igual que la sacudida de un terremoto; había empujado la puerta y ésta se había alarmado y había llamado; el anciano iba a levantarse, las dos ancianas chillarían, acudiría gente a socorrerlas; antes de un cuarto de hora, la ciudad estaría sobre aviso, y los gendarmes, alertados. Por un momento se creyó perdido.

Se quedó en el sitio, petrificado como la estatua de sal, sin atreverse a hacer ni un movimiento.

Pasaron unos minutos. La puerta se había abierto de par en par. Se arriesgó a echarle una ojeada a la habitación. Nada se había movido. Prestó oído. Nada rebullía en la casa. El ruido de la bisagra no había despertado a nadie.

Había pasado el primer peligro, pero aún le quedaba por dentro un horrible tumulto. Sin embargo, no retrocedió. Ni siquiera al creerse perdido había retrocedido. No pensó ya más que en acabar cuanto antes. Dio un paso adelante y entró en la habitación.

La habitación estaba completamente tranquila. Se divisaban acá y allá formas confusas e inconcretas que, de día, eran papeles dispersos encima de una mesa, libros infolio abiertos, tomos apilados encima de un taburete, un sillón cargado de ropa, un reclinatorio, y que, a aquellas horas, no eran ya sino rincones tenebrosos y lugares blanquecinos. Jean Valjean anduvo sigilosamente, con cuidado de no tropezar en los muebles. Oía, al fondo de la habitación, la respiración regular y sosegada del obispo dormido.

Se detuvo de pronto. Estaba junto a la cama. Había llegado más deprisa de lo que se esperaba.

La naturaleza entremezcla a veces sus impresiones y sus espectáculos con nuestros actos en algo semejante a un sentido de la oportunidad brumoso e inteligente, como si quisiera hacernos reflexionar. Una nube grande llevaba casi media hora tapando el cielo. En el preciso instante en que Jean Valjean se paró junto a la cama, la nube se abrió, como si lo hubiera hecho aposta, y un rayo de luna, cruzando por la ventana alargada, le iluminó de pronto la cara pálida al obispo. Dormía tranquilamente. Se había acostado casi vestido porque en los Bajos Alpes las noches son frías y llevaba una prenda de lana parda que le cubría los brazos hasta las muñecas. Tenía la cabeza echada hacia atrás en la almohada en la postura confiada del descanso; le colgaba fuera de la cama la mano ornada con el anillo pastoral y de la que habían salido tantas buenas obras y tantas acciones santas. Le iluminaba la cara entera el esbozo de una expresión de contento, de esperanza y de beatitud. Era más que una sonrisa y casi un resplandor. Llevaba en la frente la indecible reverberación de una luz invisible. El alma de los justos contempla durante el sueño un cielo misterioso.

Un reflejo de ese cielo caía sobre el obispo.

Era, al tiempo, una transparencia luminosa, porque aquel cielo lo llevaba dentro. Aquel cielo era su conciencia.

Cuando el rayo de luna se superpuso, por así decirlo, a aquella claridad interior, el obispo dormido apareció como en un nimbo. Y, no obstante, todo siguió siendo dulce y velado con una media luz inefable. Aquella luna en el cielo, aquella naturaleza dormida, aquel jardín sin un temblor, aquella casa tan tranquila, la hora, el momento, el silencio añadían un no se sabe qué solemne e indecible al venerable reposo de aquel hombre y envolvían en una especie de aureola majestuosa y serena ese pelo blanco y esos ojos cerrados, ese rostro en que todo era confianza, esa cabeza de anciano y ese sueño de niño.

Había casi algo divino en aquel hombre, augusto sin saberlo.

Jean Valjean estaba en la sombra, con el pistolete de hierro en la mano, de pie, quieto, estupefacto ante aquel anciano luminoso. Nunca había visto nada igual. Aquella confianza lo espantaba. El mundo de lo moral no cuenta con espectáculo de mayor magnitud que éste: una conciencia alterada e intranquila, al filo de una mala acción, contemplando el sueño de un justo.

En ese sueño, en ese aislamiento que tenía por vecino a alguien como él, había algo sublime que Jean Valjean notaba de forma imprecisa, pero imperiosa.

Nadie habría podido decir qué estaba ocurriendo en su fuero interno, ni siquiera él. Para intentar darse cuenta, hay que imaginar lo más violento que existir pueda en presencia de lo más suave. Ni siquiera en la cara se le habría podido notar nada de forma cierta. Había en ella algo así como un pasmo despavorido. Jean Valjean miraba. Y nada más. Pero ¿qué pensaba? Habría sido imposible adivinarlo. Lo que resultaba evidente es que estaba emocionado y trastornado. Pero ¿de qué clase era la emoción aquella?

No apartaba la vista del anciano. Lo único que se le desprendía con claridad de la actitud y de la fisonomía era una indecisión extraña. Hubiérase dicho que titubeaba entre estos dos abismos: ese en que el hombre se pierde y ese otro en que se salva. Parecía a punto de romper aquella cabeza o de besar aquella mano.

Al cabo de unos instantes, alzó despacio hacia la frente el brazo izquierdo, se quitó la gorra y, luego, el brazo volvió a caer con igual lentitud; y Jean Valjean volvió a sumirse en aquella contemplación, con la gorra en la mano izquierda, la maza en la mano derecha y el pelo erizado en la hosca cabeza.

El obispo seguía durmiendo en una paz profunda bajo aquella mirada aterradora.

Un reflejo de luna permitía ver confusamente encima de la chimenea el crucifijo, que parecía abrirles los brazos a ambos con una bendición para uno y un perdón para otro.

De pronto, Jean Valjean se volvió a poner la gorra, echada hacia la frente, y fue rápidamente y en derechura, bordeando la cama y sin mirar al obispo, hasta la alacena que veía a medias junto a la cabecera; alzó el pistolete de hierro, como para forzar la cerradura; estaba la llave puesta; abrió la alacena; lo primero que vio fue la cesta con la cubertería de plata; la cogió, cruzó la habitación a zancadas sin tomar precauciones y sin cuidarse del ruido, llegó a la puerta, entró en el oratorio, abrió la ventana, cogió el bastón, pasó por encima del alféizar de la planta baja, metió los cubiertos de plata en el macuto, tiró la cesta, cruzó el jardín, saltó la tapia como un tigre y salió huyendo.

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