Los miserables

Formación embrionaria de los crímenes en la incubación de las cárceles

II

Formación embrionaria de los crímenes en la incubación de las cárceles

El éxito de Javert en el caserón Gorbeau había parecido completo, pero no lo había sido.

Lo primero, y ésa era su principal preocupación, Javert no había apresado al prisionero. El asesinado que se evade es más sospechoso que el asesino; y es probable que aquel personaje, captura tan preciada para los bandidos, no fuera una presa menos apetecible para la autoridad.

Además, a Javert se le había escapado Montparnasse.

Había que esperar otra ocasión para echarle el guante a aquel «petimetre del demonio». Efectivamente, Montparnasse se encontró con Éponine, que estaba montando guardia bajo los árboles del bulevar, y se la llevó, pues prefería ser Némorin con la hija que Schinderhannes con el padre. En buena hora se le ocurrió. Estaba en libertad. En cuanto a Éponine, Javert la «volvió a pescar». Flaco consuelo. Éponine fue a reunirse con Azelma a Les Madelonnettes.

Y por último, en el trayecto desde el caserón Gorbeau a La Force perdieron a uno de los principales detenidos, Claquesous. No sabían cómo había ocurrido; los agentes y los guardias «no entendían nada»; se había convertido en vapor, se había escurrido de las esposas de los pulgares, se había colado entre las grietas del carruaje, el coche de punto estaba rajado y él se había escapado; nadie sabía qué decir, salvo que, al llegar a la cárcel, Claquesous ya no estaba. Aquello era cosa de magia o de la policía. ¿Claquesous se había derretido en las tinieblas como un copo de nieve en el agua? ¿Se había dado una connivencia oculta de los agentes? ¿Pertenecía aquel hombre al doble enigma del desorden y del orden? ¿Era acaso concéntrico a la infracción y a la represión? ¿Tenía aquella esfinge las patas delanteras en el crimen y las patas traseras en la autoridad? Javert no admitía tales combinaciones y se habría encrespado ante concesiones de esa laya; pero en su grupo había otros inspectores, más puestos que él quizá, por muy subordinados suyos que fueran, en los secretos de la prefectura; y Claquesous era un bandido de tal calibre que podía ser un agente estupendo. Tener tan íntimas relaciones de escamoteo con la oscuridad es algo excelente para el bandidaje y admirable para la policía. Existen pillos así, de dos filos. Fuere como fuere, no volvieron a dar con el extraviado Claquesous. Javert mostró más irritación que extrañeza.

En cuanto a Marius, «ese pánfilo de abogado que seguramente había tenido miedo» y cuyo nombre se le había olvidado a Javert, éste no tenía gran empeño puesto en él. Por lo demás, a un abogado siempre se lo puede encontrar. Aunque ¿era siquiera abogado?

Habían empezado a instruir el proceso.

Al juez de instrucción le pareció oportuno no incomunicar a uno de los hombres de la banda de El culo del gato con la esperanza de que se fuera de la lengua. Ese hombre era Brujon, el melenudo de la calle de Le Petit-Banquier. Lo dejaron salir al patio Charlemagne y los vigilantes no le quitaron ojo.

Ese nombre, Brujon, es uno de los recuerdos de La Force. En el repulsivo patio que lleva el nombre de Edificio Nuevo, al que la administración llamaba patio Saint-Bernard y los ladrones llamaban el foso de los leones, en esa pared leprosa y cubierta de escamas que se alzaba a la izquierda hasta llegar a la altura de los tejados, cerca de una puerta vieja de hierro oxidado que llevaba a la antigua capilla del palacete ducal de La Force, que luego se convirtió en dormitorio de bandidos, podía verse hace aún doce años algo así como una prisión y fortaleza, groseramente tallada con un clavo en la piedra, y, debajo, esta firma:

BRUJON, 1811

El Brujon de 1811 era el padre del Brujon de 1832.

Este último, al que sólo pudimos ver de pasada en la emboscada del caserón Gorbeau, era un mocetón, muy astuto y mañoso, con pinta alelada y quejica. Por esa pinta lo había dejado suelto el juez de instrucción, pensando que le sería de más utilidad en el patio Charlemagne que incomunicado en una celda.

Los ladrones no interrumpen sus actividades por haber caído en manos de la justicia. No los afecta tan poca cosa. Estar en la cárcel por un delito no es óbice para iniciar otro delito. Son artistas que tienen un cuadro en el Salón anual de Pintura y Escultura, lo cual no les impide estar trabajando en una nueva obra en su estudio.

A Brujon parecía tenerlo atontado la cárcel. Lo veían a veces horas enteras en el patio Charlemagne, a pie firme junto al tragaluz del cantinero y mirando como un idiota ese cartel sórdido con los precios de la cantina que empezaba por: , y acababa con . O se pasaba el rato tiritando, dando diente con diente, diciendo que tenía fiebre y preguntando si alguna de las veintiocho camas de la sala de los enfermos de fiebre estaba libre.

De repente, allá por la segunda quincena de febrero de 1832, se supo que Brujon, aquel soñoliento, había hecho, recurriendo a tres comisionados de la casa, no a su nombre, sino al de tres de sus compañeros, tres recados diferentes que le habían costado en total dos francos con cincuenta céntimos, cantidad exorbitante que le llamó la atención al brigadier de la cárcel.

Tras informarse y consultar la tarifa de los encargos, que estaba expuesta en el locutorio de presos, llegó a saberse que los dos francos con cincuenta céntimos se dividían de la siguiente forma: tres recados, uno al Panthéon: cincuenta céntimos; otro al Val-de-Grâce: setenta y cinco céntimos, y otro al portillo de Grenelle: un franco con veinticinco céntimos, la tarifa más cara. Ahora bien, en el Panthéon, en el Val-de-Grâce y en el portillo de Grenelle vivían precisamente tres maleantes de portillos muy temidos, Kruideniers, conocido por Bizarro, Glorieux, ex presidiario, y Barre-Carrosse, hacia quienes este incidente atrajo una vez más la mirada de la policía. Parecía probable que esos hombres pertenecieran a El culo del gato, dos de cuyos jefes, Babet y Gueulemer, estaban presos. Se supuso que los recados de Brujon, remitidos no a domicilios, sino a personas que esperaban en la calle, debían de ser avisos para alguna fechoría que estuvieran tramando. Existían más indicios; les echaron el guante a los tres maleantes y la policía pensó que ya había destapado lo que Brujon estuviera maquinando.

Más o menos una semana después de haberse tomado tales medidas, un vigilante de ronda, que estaba pasando revista al dormitorio de abajo del Edificio Nuevo, cuando estaba a punto de meter la ficha en la caja —era el sistema utilizado para tener la seguridad de que los vigilantes cumplían puntualmente: cada hora tenía que caer una ficha con el número de identificación del vigilante en todas las cajas clavadas en las puertas de los dormitorios—, un vigilante, decíamos, pues, vio por el ventano del dormitorio a Brujon sentado en la cama y escribiendo algo a la luz del aplique. El guardián entró, metieron un mes a Brujon en el calabozo, pero no pudieron incautarse de lo que había escrito. La policía no pudo enterarse de nada más.

De lo que no cabe duda es de que, al día siguiente, arrojaron un «postillón» desde el patio Charlemagne al foso de los leones por encima del edificio de cinco pisos que separaba ambos patios.

Los presos llaman «postillón» a una pelotilla de pan artísticamente amasada que se envía es decir, de un patio a otro por encima de los tejados de una cárcel. Etimología: pasando por encima de Inglaterra, de una tierra a otra: . Esta bolita cae en el patio. Quien la encuentra la recoge, la abre y halla dentro una nota dirigida a alguno de los presos del patio. Si es un preso quien se la encuentra, entrega la nota al destinatario; si es un guardián o uno de esos presos, vendidos en secreto, a quienes llaman chivas en las cárceles y chotas en los presidios, la nota va a dar a las oficinas y se le entrega a la policía.

En esta ocasión el postillón llegó a su destino aunque la persona a quien iba dirigida estuviera en ese momento . El destinatario era ni más ni menos que Babet, uno de los cuatro cabecillas de El culo del gato.

Dentro del postillón iba un papel enrollado en que sólo había estas dos líneas:

«Babet. Hay un asunto en la calle de Plumet. Una verja que da a un jardín».

Eso era lo que Brujon había escrito por la noche.

Pese a los funcionarios que registraban a los hombres y las funcionarias que registraban a las mujeres, Babet se las apañó para que la nota llegase de La Force a La Salpêtrière, a manos de una «amiguita» que tenía allí, presa. Esa mujer lo hizo llegar a su vez a una conocida, una tal Magnon, que tenía muy vigilada la policía pero a la que no habían detenido aún. Dicha Magnon, con cuyo apellido ya se ha topado el lector, tenía con los Thénardier tratos que especificaremos más adelante y podía, yendo a ver a Éponine, hacer de enlace entre La Salpêtrière y Les Madelonnettes.

Precisamente por entonces, como no había pruebas en la instrucción del proceso a Thénardier que implicasen a sus hijas, soltaron a Éponine y a Azelma.

Cuando salió Éponine, Magnon, que la estaba esperando a la puerta de Les Madelonnettes, le dio la nota que le había enviado Brujon a Babet y le encargó que el asunto.

Éponine fue a la calle de Plumet, examinó la verja y el jardín, observó la casa, espió, acechó y, pocos días después, le llevó a la Magnon, que vivía en la calle de Clocheperce, una galleta que Magnon hizo llegar a la amante de Babet en La Salpêtrière. Una galleta, en el tenebroso simbolismo de las cárceles, quiere decir: .

Así que, cuando apenas había transcurrido una semana, Babet y Brujon se cruzaron por el camino de ronda de La Force según iba uno «a la instrucción» y el otro volvía.

—¿Y qué? —preguntó Brujon—. ¿Qué pasa con la calle P?

—Galleta —contestó Babet.

Y así abortó el feto del delito que había engendrado Brujon en La Force.

Este aborto tuvo, no obstante, consecuencias totalmente ajenas al programa de Brujon. Ya las iremos viendo.

Muchas veces creemos estar anudando un hilo y, en realidad, anudamos otro.

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