Herida por fuera, curación por dentro
I
Herida por fuera, curación por dentro
Y así la vida se les iba ensombreciendo gradualmente.
No les quedaba ya sino una distracción, que tiempo atrás había sido una dicha; y era ir a llevar pan a quienes pasaban hambre y ropa a quienes pasaban frío. Con esas visitas a los pobres, a las que Cosette acompañaba con frecuencia a Jean Valjean, ambos volvían, en parte, a explayarse como antes; y había veces en que, cuando habían tenido un día bueno, cuando habían socorrido muchas pobrezas y dado nueva fuerza y calor a muchos niños pequeños, Cosette estaba algo animada por la noche. Fue por entonces cuando fueron al tugurio de los Jondrette.
A la mañana siguiente de esa visita, Jean Valjean se presentó en el pabellón, sereno como de costumbre, pero con una herida grande en el brazo izquierdo, muy inflamada, muy envenenada, que parecía una quemadura y de la que proporcionó una explicación cualquiera. Durante más de un mes la herida le dio fiebre y lo tuvo metido en casa. No quiso ver a ningún médico. Cuando Cosette le insistía, decía: «Llama al médico de los perros».
Cosette le hacía curas por la mañana y por la noche con un aspecto tan divino y una dicha tan angelical por poder serle útil que Jean Valjean notaba que le volvía por completo la alegría pasada y que se disipaban sus temores y ansiedades; y contemplaba a Cosette diciéndose: «¡Ay, qué buena herida! ¡Ay, qué buen dolor!».
Cosette, al ver a su padre enfermo, ya no se quedaba en el pabellón, y le había vuelto a tomar el gusto al chiscón del patio trasero. Se pasaba casi todo el día con Jean Valjean y le leía los libros que él quisiera. Solían ser libros de viajes. Jean Valjean se sentía renacer; se reanimaba su felicidad con rayos inefables; se le iban borrando Le Luxembourg, el joven merodeador desconocido, la frialdad de Cosette, todas esas nubes del alma. Llegaba incluso a decirse: «Todo eran imaginaciones. Soy un viejo loco».
Era tan feliz que el espantoso encuentro con los Thénardier en el tugurio Jondrette, tan inesperado, no le había hecho mella, por decirlo así. ¡Había conseguido escapar, habían perdido su pista, qué le importaba lo demás! Sólo se acordaba para compadecerse de esos miserables. Ahora estaban en la cárcel y, en adelante, no podrían hacer daño, pensaba; aunque ¡qué lástima el naufragio de aquella familia!
En cuando a la repulsiva visión del portillo de Le Maine, Cosette no había vuelto a mencionarla.
En el convento, la hermana Sainte-Mechtilde le había enseñado música a Cosette. Cosette tenía la voz de una curruca que tuviera alma y a veces, por las noches, en la humilde morada del herido, cantaba canciones tristes que alegraban a Jean Valjean.
Llegaba la primavera; el jardín estaba tan admirable en aquella época del año que Jean Valjean le dijo a Cosette:
—No vas nunca al jardín; quiero que des paseos por allí.
—Como usted quiera, padre —dijo Cosette.
Y, para obedecer a su padre, volvió a pasear por el jardín, casi siempre sola, pues, como ya hemos dicho, Jean Valjean, que probablemente temía que lo vieran por la verja, no iba por allí casi nunca.
La herida de Jean Valjean había supuesto una diversión.
Cuando Cosette vio que su padre padecía menos y se iba curando y parecía feliz, notó un contento en que ni siquiera se fijó de tan suave y naturalmente como le fue llegando. Y, además, estaban en el mes de marzo, los días iban creciendo, el invierno se marchaba, el invierno se lleva siempre consigo algo de nuestras tristezas; llegó luego abril, esas claras del alba del verano, frescas como todos los amaneceres, alegres como todas las infancias, algo lloronas a veces porque son como un recién nacido. Tiene la naturaleza en ese mes resplandores que cruzan por el cielo, nubes, árboles, praderas y flores que les resultan deliciosos al corazón del hombre.
Cosette era demasiado joven aún como para que no la embargase aquella alegría de abril, que se le parecía. Insensiblemente, y sin que lo sospechase, se le fue la negrura del ánimo. En primavera hay luz en las almas de la misma forma que a mediodía hay luz en los sótanos. Cosette ni siquiera estaba ya muy triste que digamos. Así era, aunque ella no se diera cuenta. Por la mañana, a eso de las diez, después del almuerzo, cuando había conseguido llevarse a su padre un cuarto de hora al jardín y lo paseaba al sol delante de la escalera de la fachada, sujetándole el brazo enfermo, no era consciente de que reía continuamente y era feliz.
Jean Valjean, embelesado, la veía de nuevo sonrosada y lozana.
—¡Ay, qué buena herida! —repetía para sus adentros.
Y se sentía agradecido a los Thénardier.
Cuando ya tuvo la herida curada, reanudó los paseos solitarios y crepusculares.
Sería un error creer que puede alguien pasear así, solo, por las zonas no habitadas de París sin toparse con alguna aventura.