Los miserables

Hechos de los que sale la historia y que la historia no conoce

V

Hechos de los que sale la historia y que la historia no conoce

A finales de abril, todo estaba aún peor. La fermentación se convertía en hervor. Desde 1830 se habían dado acá y allá algaradas de poca envergadura y parciales, que reprimían enseguida, pero que volvían a surgir, lo cual era síntoma de una gran conflagración subyacente. Se estaba incubando algo terrible. Se intuía el esbozo aún poco claro y mal iluminado de una revolución posible. Francia miraba a París; París miraba al barrio de Saint-Antoine.

En el barrio de Saint-Antoine, que se iba calentando en sordina, empezaba la ebullición.

Las tabernas de la calle de Charonne estaban, aunque la unión de esos dos epítetos parezca singular aplicada a unas tabernas, serias y tormentosas.

En ellas ponían, sin andarse con más rodeos, al gobierno en tela de juicio. Se discutía públicamente el asunto, para pelear o para no moverse. Había trastiendas donde les hacían jurar a los obreros que saldrían a la calle al primer grito de alarma y que «pelearían sin contar los enemigos». Una vez que se habían comprometido, un hombre sentado en un rincón de la taberna «ponía voz sonora» y decía: . A veces subían al primer piso, a un cuarto cerrado, donde transcurrían escenas casi masónicas. Obligaban al iniciado a juramentos . Ésa era la fórmula.

En la sala de abajo, leían folletos «subversivos». dice un informe secreto de la época.

Se oían frases como las siguientes: . Un obrero decía: . Otro decía: . Otro decía: . De vez en cuando, venían unos hombres «bien trajeados, como burgueses», «dándose importancia» y con pinta de «mandar»; les daban apretones de mano y se iban. Nunca se quedaban más de diez minutos. Corrían en voz baja frases significativas: «Lo decían por lo bajo para todos los que estaban allí», por citar las propias palabras de uno de los asistentes. Era tal la exaltación que un día, en medio de la taberna, un obrero exclamó: Uno de sus compañeros contestó: parodiando así, sin saberlo, la proclama de Bonaparte al ejército de Italia. «Cuando tenían algo más secreto que decirse —añade un informe—, no se lo contaban allí.» No se nos alcanza qué más podían ocultar después de haber dicho las cosas que decían.

A veces las reuniones eran periódicas. A algunas sólo asistían ocho o diez, y siempre los mismos. En otras entraba quien quisiera y la sala estaba tan llena que algunos tenían que quedarse de pie. Había quien estaba allí por entusiasmo y pasión; y quien entraba porque . Igual que durante la revolución, había en aquellas tabernas mujeres patriotas que besaban a los recién llegados.

Iban saliendo a flote otros hechos significativos.

Entra un hombre en una taberna, bebe y se marcha diciendo: .

En una taberna que estaba enfrente de la calle de Charonne elegían a los agentes revolucionarios. Hacían el escrutinio en unas gorras.

Había obreros que se reunían en el local de un maestro de esgrima que daba clases en la calle de Cotte. Había allí un trofeo de armas que se componía de espadones de madera, bastones, garrotes y floretes. Un día les quitan el botón a los floretes. Un obrero dice: . Esa máquina fue más adelante Quénisset.

Las cosas corrientes que se iban premeditando adquirían poco a poco una indefinida y extraña notoriedad. Una mujer le dice a otra mientras barre delante de su puerta: . Se leen en plena calle proclamas dirigidas a los guardias nacionales de los departamentos. Una de esas proclamas va firmada: .

Un día, a la puerta de un expendedor de licores del mercado Lenoir, un hombre, con sotabarba y acento italiano, subido en un mojón, lee en voz alta un escrito singular que parecía proceder de un poder oculto. La gente se aglomera en torno y aplaude. Hubo quien recogió las partes que más revuelo causaban en el gentío y las apuntó: «… Les ponen trabas a nuestras doctrinas, rompen nuestras proclamas, acechan a quienes pegan nuestros carteles y los meten en la cárcel…». «La desbandada que ha habido recientemente en el algodón les ha abierto los ojos a varios partidarios de esta monarquía.» «… El porvenir de los pueblos se elabora en nuestras filas oscuras.» «Éstas son las disyuntivas que se plantean: acción o reacción, revolución o contrarrevolución. Pues, en esta época nuestra, ya nadie cree ni en la inercia ni en la inmovilidad. Con el pueblo o contra el pueblo, ésa es la cuestión. Y no hay otra.» «… El día en que ya no os valgamos, echadnos, pero, hasta que llegue ese momento, ayudadnos a avanzar.» Y todo esto a plena luz del día.

Otros acontecimientos, aún más audaces, le resultaban sospechosos al pueblo precisamente por aquella audacia. El 4 de abril de 1832, un transeúnte subido al mojón que está en la esquina de la calle de Sainte-Marguerite grita: Pero, tras Babeuf, la gente se olía a Gisquet.

Aquel transeúnte dice entre otras cosas:

—¡Abajo la propiedad! La oposición de izquierdas es cobarde y traidora. Cuando quiere tener razón, predica la revolución. Es demócrata para que no la derroten y monárquica para no luchar. Los republicanos son animales de pluma. No os fiéis de los republicanos, ciudadanos trabajadores.

—Silencio, ciudadano, que eres de la pasma —grita un obrero.

Ese grito pone punto final al discurso.

Ocurrían incidentes misteriosos.

A la caída de la tarde, un obrero se topa, cerca del canal, con «un hombre bien vestido» que le dice:

—¿Dónde vas, ciudadano?

—Caballero —contesta el trabajador—, no tengo el honor de conocerlo.

—Pues yo sí que te conozco.

Y el hombre añade:

—No temas. Soy agente del comité. Sospechan que no eres muy de fiar. Ya sabes, por si te vas de la lengua, que no te quitamos el ojo de encima.

Luego le da un apretón de manos al obrero y se va, tras decirle:

—Volveremos a vernos pronto.

La policía estaba a la escucha y recogía, no ya sólo en las tabernas, sino por la calle, diálogos peculiares.

—Haz por que te admitan pronto —le dice un tejedor a un ebanista.

—¿Y eso por qué?

—Es que vamos a tener que pegar tiros.

Transeúntes andrajosos cruzan estas frases notables, preñadas de aparente insurrección campesina, de

—¿Quién nos gobierna?

—El señor Felipe.

—No, es la burguesía.

Estaría confundido quien creyera que hacemos de menos a la . Los campesinos rebeldes, los eran los pobres.

En otra ocasión oyen al pasar a dos hombres y uno le va diciendo a otro: «Tenemos un buen plan de ataque».

De una charla íntima entre cuatro hombres acurrucados en una cuneta de la glorieta del portillo de Le Trône sólo se oye lo siguiente:

—Haremos cuanto podamos para que ése no pasee más por París.

¿Quién sería Ominosa oscuridad.

«Los jefes principales», como decían en el arrabal, se quedaban aparte. La creencia era que se reunían, para ponerse de acuerdo, en una taberna de La Pointe Saint-Eustache. De un tal Aug, jefe de la Sociedad de Solidaridad de los Sastres, de la calle de Mondétour, se decía que hacía las veces de intermediario principal entre los jefes y el barrio de Saint-Antoine. No obstante, esos jefes estuvieron siempre metidos en una densa sombra y no existe ningún hecho cierto que pueda invalidar la singular altanería de esta respuesta que dio más adelante un acusado ante el tribunal de los pares:

—¿Quién era su jefe?

—.

Todo aquello no pasaba aún de palabras, trasparentes, pero inconcretas; a veces cosas dichas por decir algo, rumores, hechos contados de oídas. Iban llegando otros indicios.

Un carpintero, que trabaja en la calle de Reuilly clavando tablones en una empalizada que rodea un solar donde están edificando una casa, se encuentra en ese solar un trozo roto de una carta donde todavía pueden leerse las siguientes líneas: «… El comité tiene que tomar medidas para impedir el reclutamiento en las secciones para las sociedades varias…».

Y una postdata: «Nos hemos enterado de que había fusiles en el número 5 (bis) de la calle de Le Faubourg-Poissonnière, unos cinco mil o seis mil, en el patio de una armería. La sección está sin armas».

El carpintero se emociona y se lo enseña todo a sus vecinos cuando, pocos pasos más allá, recoge otro papel, roto también y todavía más significativo, cuya distribución reproducimos por el interés histórico que tienen estos curiosos documentos:

Quienes recibieron a la sazón la confidencia de este hallazgo no supieron hasta más adelante que sobreentendían aquellas cuatro mayúsculas: y qué querían decir estas letras: 1 ; eran una fecha y significaban este 15 de abril de 1832. Debajo de cada una de las mayúsculas había nombres y, a continuación, indicaciones muy características. Por ejemplo: Q. 8 fusiles. 83 cartuchos. Hombre de fiar. — C. . 1 pistola. 40 cartuchos. — D. 1 florete. 1 pistola. 1 libra de pólvora. — E. . 1 sable. 1 canana. Puntual. — . 8 fusiles. Valiente,

Finalmente, ese carpintero encuentra en el mismo cercado un tercer papel en el que está escrita a lápiz, pero muy legible, esta especie de lista enigmática.

Unidad. Blanchard. Arbre-sec. 6.

Barra. Soize. Salle-au-Comte.

Kosciusko. ¿Aubry el carnicero?

J. J. R.

Cayo Graco.

Derecho de revisión. Dufond. Four.

Caída de los girondinos. Derbac. Maubuée.

Washington. Pinson. 1 pist. 86 cart.

Marsellesa.

Sober. del pueblo. Michel. Quincampoix. Sable.

Hoche.

Marceau. Platon. Arbre-sec.

Varsovie. Tilly, vendedor callejero de .

El honrado burgués en cuyas manos quedó esta lista supo qué quería decir. Dicha lista, por lo visto, era la nomenclatura completa de las secciones del distrito cuarto de la Sociedad de los Derechos del Hombre, con los nombres y los domicilios de los jefes de sección. Hoy en día, todos estos hechos que quedaron en la sombra no son ya sino historia y se pueden publicar. Hay que añadir que la Sociedad de los Derechos del Hombre se fundó, al parecer, en una fecha posterior a aquella en que encontraron este papel. Quizá se trataba sólo de un esbozo.

No obstante, tras las frases y las palabras, tras los indicios escritos, empezaban a asomar hechos materiales.

En la calle de Popincourt, en el comercio de un chamarilero, aparecen en el cajón de una cómoda siete hojas de papel gris, dobladas todas igual, a lo largo y en cuatro: esas hojas tapan veintiséis cuadrados de ese mismo papel gris, con forma de cucurucho, y una tarjeta en que se lee lo siguiente:

El atestado de la incautación dejaba constancia de que del cajón salía un fuerte olor a pólvora.

Un albañil, tras acabar su jornada, olvida un paquetito en un banco, cerca del puente de Austerlitz. Llevan ese paquete al cuerpo de guardia. Lo abren y encuentran dos diálogos impresos que firma , una canción llamada: y una caja de hojalata llena de cartuchos.

Un obrero que está bebiendo con un compañero le pide que lo palpe para que vea lo acalorado que está; el compañero nota que lleva una pistola debajo de la chaqueta.

En una cuneta del bulevar, entre Le Père-Lachaise y el portillo de Le Trône, en el lugar más desierto, unos niños que están jugando se encuentran, debajo de un montón de virutas y de mondas, un saco donde hay un molde para hacer balas, un mandril de madera para hacer cartuchos, un platillo con unos pocos granos de pólvora de caza y una cazuela de hierro pequeña en la que quedan rastros evidentes de plomo fundido.

Unos agentes de policía que entran de improviso a las cinco de la mañana en casa de un tal Pardon, que más adelante estuvo en la sección Barricade-Merry y cayó en la insurrección de abril de 1834, se lo encuentran de pie junto a la cama y con unos cartuchos, que estaba haciendo, en la mano.

A la hora de descanso de los obreros, ven a dos hombres que se encuentran entre el portillo de Picpus y el portillo de Charenton, en un estrecho paseo de ronda entre dos tapias, cerca de una taberna que tiene delante de la puerta un tablero del juego de Siam. Uno saca de debajo del blusón una pistola y se la da al otro. Al dársela, cae en la cuenta de que el sudor del pecho ha humedecido un tanto la pólvora. Ceba la pistola y añade pólvora a la que había ya en la cazoleta. Luego los dos hombres se separan.

Un tal Gallais, a quien mataron más adelante en la calle de Beaubourg en los disturbios de abril, se jacta de que tiene en casa setecientos cartuchos y veinticuatro piedras de chispa.

El gobierno recibe un día el aviso de que ha habido en los arrabales un reparto de armas y de doscientos mil cartuchos. La semana siguiente se reparten treinta mil cartuchos. Cosa notable: la policía no pudo hacerse con ninguno. En una carta interceptada pone: «No queda mucho para el día en que, en cuatro horas de reloj, ochenta mil patriotas se alzarán en armas».

Toda esta fermentación era pública y puede decirse que casi sosegada. La inminente insurrección preparaba su tormenta tranquilamente y en la cara del gobierno. Esa crisis, subterránea aún, pero perceptible ya, no carecía de singularidad alguna. La clase media hablaba sin alterarse con los obreros de lo que se estaba preparando. La gente preguntaba: ¿Qué tal anda el levantamiento? como quien pregunta: ¿Qué tal anda su mujer?

El dueño de una tienda de muebles de la calle de Moreau preguntaba:

—¿Qué? ¿Cuándo es el ataque?

Otro comerciante decía:

—Ya sé que atacarán pronto. Hace un mes eran ustedes quince mil, ahora son veinticinco mil.

Y ofrecía su fusil; y un vecino ofrecía una pistolita que quería vender por siete francos.

Por lo demás, la fiebre revolucionaria se iba propagando. No quedaba libre de ella ningún punto de París ni de Francia. Aquella arteria latía por doquier. Igual que esas membranas que nacen de determinadas inflamaciones y se forman en el cuerpo humano, la red de las sociedades secretas empezaba a extenderse por el país. De la Sociedad de los Amigos del Pueblo, pública y secreta al tiempo, nació la Sociedad de los Derechos del Hombre, que fechó así uno de sus órdenes del día: y sobrevivió incluso a sentencias del tribunal de lo criminal, que la disolvían, y no se andaba con chiquitas a la hora de bautizar a sus secciones con nombres tan significativos como los siguientes:

Picas

Toque de alarma

Cañón de alarma

Gorro frigio

21 de enero

Pordioseros

Truhanes

Adelante

Robespierre

Nivel

«Ça ira»

De la Sociedad de los Derechos del Hombre nació la sociedad Acción. En ella estaban los impacientes, que tomaban la delantera y corrían en vanguardia. Otras asociaciones intentaban hacerse con miembros de las sociedades grandes y primitivas. Quienes formaban las secciones se quejaban de que tiraban de ellos para todos lados. Tal sucedía con la y el . Y también con las sociedades en pro de , en pro de , en pro de y Existía además la Sociedad de los Obreros Igualitarios, que se dividía en tres fracciones: los igualitarios, los comunistas y los reformistas. Y el Ejército de las Bastillas, algo así como una cohorte con organización militar: un cabo mandaba a cuatro hombres, un sargento, a diez; un subteniente, a veinte; un teniente, a cuarenta; nunca había más de cinco hombres que se conocieran entre sí; una creación en que combinaban la precaución y la audacia y parecía imbuida del genio de Venecia. El comité central que la dirigía tenía dos brazos: la Sociedad de Acción y el Ejército de las Bastillas. Una asociación legitimista, los Caballeros de la Fidelidad, andaba por entre aquellas afiliaciones republicanas, que la acusaban y la repudiaban.

Las sociedades parisinas se ramificaban en las principales ciudades. Lyon, Nantes, Lila y Marsella tenían su propia Sociedad de los Derechos del Hombre, y la Carbonaria y los Hombres Libres. En Aix había una sociedad revolucionaria que se llamaba ; ya hemos aludido a ella.

En París no era menor el zumbido del arrabal de Saint-Marceau que el del barrio de Saint-Antoine ni estaba menos alterada la universidad que los arrabales. Los estudiantes se reunían en un café de la calle de Saint-Hyacinthe y en el bodegón de Les Sept-Billards, en la calle de Les Mathurins-Saint-Jacques. La Sociedad de los Amigos del A B C, afiliada a las mutuas de Angers y a de Aix, se reunía, como hemos visto ya, en el café de Musain. Esos mismos jóvenes coincidían también, ya lo hemos dicho, en un restaurante y taberna que estaba cerca de la calle de Mondétour y se llamaba Corinthe. Eran reuniones secretas. Había otras públicas a más no poder, y puede darnos una idea de esos atrevimientos este fragmento de un interrogatorio perteneciente a uno de los procesos que vinieron después: «¿Dónde se celebró esa reunión? —En la calle de La Paix. —¿En casa de quién? —En la calle. —¿Qué secciones asistieron? —Sólo una. —¿Cuál? —La sección Manuel. —¿Quién era el jefe? —Yo. —Es usted demasiado joven para haber tomado solo una decisión tan grave como la de atacar al gobierno. ¿Quién le había dado instrucciones? —El comité central».

El ejército estaba no menos minado que la población civil, como demostraron más adelante los movimientos de Belfort, de Lunéville y de Épinal. Podía contarse con el 52.º regimiento, con el 5.º, con el 8.º, con el 37.º y con el 20.º ligero. En Borgoña y en las ciudades del sur clavaban en el suelo es decir, un mástil que remataba un gorro rojo.

Así estaba la situación.

Dicha situación, como ya dijimos al principio, se notaba y estaba más acentuada en el barrio de Saint-Antoine en mayor grado que en cualquier otro grupo de la población. Ahí estaba el punto crítico.

A este arrabal antiguo, un auténtico hormiguero, laborioso, valiente y colérico como una colmena, lo tenían vibrante la espera y el deseo de una conmoción. Todo era agitación, aunque sin que se interrumpiera el trabajo. No hay nada que pueda dar una idea de aquella fisonomía vivaz y adusta. Hay en ese arrabal desgracias dolorosísimas ocultas bajo el tejado de los sotabancos; hay también inteligencias ardorosas e infrecuentes. Es sobremanera peligroso que los extremos se toquen cuando se trata de desdichas y de inteligencia.

Había, además, otras causas para el sobresalto en el barrio de Saint-Antoine, porque a él van a dar, de rechazo, los golpes de las crisis comerciales, de las quiebras, de las huelgas y de las personas sin trabajo, inherentes a las grandes conmociones políticas. En tiempos de revolución, la miseria es a un tiempo causa y efecto. Si da un golpe, le vuelve, rebotado. Ese vecindario, rebosante de orgullosa virtud, capaz al máximo de fluido calórico latente, siempre dispuesto a tomar las armas, propicio a los estallidos, irritado, hondo, minado, parecía no estar sino a la espera de que cayese una pavesa. Siempre que ciertas chispas flotan por el horizonte a impulsos del viento de los acontecimientos es imposible no acordarse del barrio de Saint-Antoine y del temible azar que colocó a las puertas de París ese polvorín de padecimientos y de ideas.

Las tabernas del que hemos retratado en más de una ocasión en este esbozo que acabamos de realizar cuentan con una notoriedad histórica. En tiempos de alteraciones quienes las frecuentan se emborrachan más en ellas de palabras que de vino. Las recorre algo así como un espíritu profético y un efluvio de porvenir, inflamando los corazones y engrandeciendo las almas. Las tabernas del arrabal Antoine se parecen a aquellas del monte Aventino edificadas sobre el antro de la sibila y que estaban en comunicación con los hondos alientos sagrados; tabernas cuyas mesas eran casi trípodes y donde se bebía eso que Ennio llamaba .

El barrio de Saint-Antoine es un depósito donde está metido el pueblo. Las conmociones revolucionarias abren en él grietas por donde fluye la soberanía popular. Esta soberanía puede obrar mal; se equivoca como puede equivocarse cualquiera; pero sigue siendo grande hasta cuando se descarría. Y entonces es posible decir de ella igual que del cíclope ciego, .

En 1793, según que la idea que anduviera suelta fuera buena o mala, según que fuese día de fanatismo o día de entusiasmo, brotaban del barrio de Saint-Antoine ora legiones de salvajes, ora bandadas de héroes.

Salvajes. Aclaremos esta palabra. Cuando esos hombres iracundos que, en los días cosmogónicos del caos revolucionario, desharrapados, vociferantes, hoscos, blandiendo porras y enarbolando picas, se abalanzaban sobre el antiguo París conmocionado, ¿qué querían? Querían que acabasen las opresiones, que acabasen las tiranías, que acabase la hoja de la espada; trabajo para el hombre, instrucción para el niño, tolerancia social para la mujer; libertad, igualdad, fraternidad, pan para todos, inteligencia para todos, que la tierra fuera un paraíso: el Progreso; y esa cosa santa, buena y suave, el progreso, acorralados, fuera de sus casillas, la reclamaban, tremendos, semidesnudos, con el garrote en el puño y el rugido en los labios. Eran los salvajes, sí, pero los salvajes de la civilización.

Proclamaban el derecho con furia; querían, aunque fuese recurriendo al temblor y el espanto, forzar al género humano a vivir en el Edén. Parecían bárbaros y eran salvadores. Reclamaban la luz llevando las máscaras de la noche.

Frente a esos hombres, feroces, lo reconocemos, sí, y amedrentadores, pero feroces y amedrentadores en pro del bien, hay otros hombres sonrientes, recamados, dorados, llenos de lazos y de condecoraciones, con medias de seda, plumas blancas, guantes amarillos y zapatos de charol, que, acodados en una mesa de terciopelo al amor del fuego de una chimenea de mármol, insisten, con suavidad, para que perduren y se conserven el pasado, la Edad Media, el derecho divino, el fanatismo, la ignorancia, la esclavitud, la pena de muerte, la guerra; y glorifican a media voz y cortésmente el sable, la hoguera y el patíbulo. En lo que a nosotros se refiere, si nos viéramos en la obligación de optar entre los bárbaros de la civilización y los civilizados de la barbarie, nos quedaríamos con los bárbaros.

Pero, gracias sean dadas al cielo, hay otra elección posible. No es necesario desplome a pico alguno, ni hacia adelante ni hacia atrás. Ni despotismo ni terrorismo. Queremos llegar al progreso subiendo una cuesta poco empinada.

Dios proveerá. Que las cuestas sean poco empinadas, en eso consiste toda la política de Dios.

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