Los miserables

El jirón de frac

VIII

El jirón de frac

Mientras estaba sumido en ese anonadamiento, se le posó una mano en el hombro y una voz que hablaba bajo le dijo:

—¿Repartimos?

¿Había alguien entre aquellas sombras? No hay nada que se parezca tanto al sueño como la desesperación; Jean Valjean creyó que estaba soñando. No había oído pasos. ¿Era aquello posible? Alzó la vista.

Tenía a un hombre ante sí.

Aquel hombre vestía un blusón; iba descalzo; llevaba los zapatos en la mano izquierda; estaba claro que se los había quitado para poder acercarse a Jean Valjean sin que lo oyese andar.

Jean Valjean no titubeó ni por un segundo. Por muy imprevisto que fuera el encuentro, aquel hombre le resultaba conocido. Aquel hombre era Thénardier.

Aunque hubiese despertado, por decirlo de alguna manera, sobresaltado, Jean Valjean, acostumbrado a estar sobre aviso y curtido en golpes inesperados a los que hay salir al paso deprisa, recobró en el acto toda la presencia de ánimo. Además, la situación no podía ir a peor; existe determinado grado de desvalimiento que no puede ya ir en crescendo, y ni siquiera el mismísimo Thénardier podía volver más negra aquella oscuridad.

Hubo un intervalo de espera.

Thénardier hizo visera con la mano derecha, llevándosela a la frente; luego guiñó los ojos, frunciendo el entrecejo, lo que, junto con un leve fruncimiento de los labios, es característico de la atención sagaz de un hombre que quiere reconocer a otro. No lo consiguió. Jean Valjean, como acabamos de decir, estaba de espaldas a la luz y estaba, además, tan desfigurado y tan ensangrentado que no se lo habría podido reconocer a las doce del día. En cambio, con la luz de la verja dándole en la cara, una luz de sótano, bien es verdad, lívida, pero de una lividez nítida, Thénardier, como dice esa metáfora enérgica y vulgar, se le metió a Jean Valjean en el acto por los ojos. Aquellas condiciones desiguales bastaban para concederle cierta ventaja a Jean Valjean en aquel duelo misterioso que iba a entablarse entre las dos situaciones y los dos hombres. Era un encuentro entre Jean Valjean velado y Thénardier desenmascarado.

Jean Valjean se dio cuenta enseguida de que Thénardier no lo había reconocido.

Se quedaron un momento mirándose en aquella penumbra, como para medir cuántos puntos calzaban. Thénardier fue el primero en romper el silencio.

—¿Cómo te las vas a apañar para salir?

Jean Valjean no contestó.

Thénardier siguió diciendo:

—No valen las ganzúas. Pero tienes que irte de aquí.

—Es verdad —dijo Jean Valjean.

—Bueno, pues repartimos.

—¿Qué quieres decir?

—Tú has matado a ese hombre; bien está. Yo tengo la llave.

Thénardier señalaba con el dedo a Marius. Siguió diciendo:

—No te conozco, pero quiero ayudarte. Seguro que eres un amigo.

Jean Valjean estaba empezando a entender lo que pasaba. Thénardier lo tomaba por un asesino.

Thénardier siguió diciendo:

—Mira, compañero, tú no habrás matado a ese hombre sin mirar a ver qué lleva en los bolsillos. Dame la mitad y te abro la puerta.

Y, sacando a medias una llave grande de debajo del blusón lleno de agujeros, añadió:

—¿Quieres ver cómo es la llave de la libertad? Mira.

Jean Valjean se quedó «estupefacto», como le decía Cinna a Augusto en la obra del buen Corneille, hasta el punto de dudar de que lo que estaba viendo fuese real. Era la Providencia que se presentaba con un aspecto espantoso y el ángel bueno que brotaba del suelo con la forma de Thénardier.

Thénardier se metió el puño en un bolsillo grande que tenía debajo del blusón, sacó una cuerda y se la alargó a Jean Valjean.

—Toma —dijo—, de propina te doy la cuerda.

—¿Y para qué quiero una cuerda?

—También necesitas una piedra, pero de eso ya encontrarás fuera. Tienes ahí un montón de escombros.

—¿Y para qué quiero una piedra?

—Imbécil, ¿no vas a tirar al simple ese al río? Pues necesitas una piedra y una cuerda, porque si no flotará en el agua.

Jean Valjean cogió la cuerda. No hay nadie que no acepte así a veces las cosas, de forma automática.

Thénardier chasqueó los dedos como si se le acabase de ocurrir algo de repente.

—Por cierto, compañero, ¿cómo te las has apañado para salir de la zanja? Yo no me he atrevido con ella. ¡Puaj! No se puede decir que huelas a flores.

Tras una pausa, añadió:

—Te hago preguntas, pero haces bien en no contestarme. Es un aprendizaje para el maldito rato que se pasa con el juez de instrucción. Y además quien no habla nada no se arriesga a hablar demasiado alto. Da igual; porque no te veo la cara y porque no sé cómo te llamas no te vayas a creer que no sé quién eres y qué quieres. Está de lo más visto. Le has dado un tantarantán al señor y ahora quieres meterlo en algún sitio. Necesitas el río, el mejor remedio para las meteduras de pata. Ayudar a un buen chico en apuros me da por el gusto.

Mientras alababa a Jean Valjean por no decir nada, estaba claro que intentaba hacerlo hablar. Lo empujó por el hombro, para probar a verlo de perfil, y exclamó, aunque sin salirse de ese tono medio del que no aparentaba la voz:

—Hablando de la zanja, ¡menudo bestia estás hecho! ¿Por qué no tiraste ahí al hombre?

Jean Valjean siguió callado.

Thénardier continuó diciendo, subiéndose hasta la nuez el pingajo que le hacía las veces de corbata, ademán que es el complemento del aspecto de eficiencia de un hombre serio:

—Y eso que es posible que hayas obrado con prudencia. Mañana, los obreros, cuando vengan a tapar el agujero, seguro que habrían encontrado al muñeco este ahí olvidado, y se habría podido, hilo a hilo y brizna a brizna, pillar el rastro y llegar hasta ti. Alguien ha pasado por las alcantarillas, ¿Quién? ¿Por dónde salió? ¿Alguien lo vio salir? La policía es de lo más ingeniosa. Las alcantarillas son traidoras y denuncian. Un hallazgo así es una rareza, llama la atención; no hay muchas personas que usen las alcantarillas para sus asuntos, mientras que el río es de todos. El río es la fosa de verdad. Al cabo de un mes, van y pescan al hombre en las redes de Saint-Cloud. ¿Y qué más da? ¡Si es una carroña! ¿Quién ha matado a este hombre? París. Y la justicia ni siquiera da parte. Has hecho bien.

Cuanto más locuaz era Thénardier, más muerto estaba Jean Valjean. Thénardier volvió a zarandearlo por el hombro.

—Y ahora vamos a cerrar el negocio. Repartamos. Has visto la llave que tengo, enséñame el dinero que llevas.

Se notaba a Thénardier desencajado, fiero, turbio, algo amenazador, pero amistoso pese a todo.

Había algo raro; Thénardier no se comportaba con sencillez, no parecía del todo a gusto; aunque no ponía expresión misteriosa, hablaba bajo; de vez en cuando se llevaba un dedo a los labios y susurraba: ¡chitón! Era difícil adivinar por qué. Allí nada más estaban ellos dos. Jean Valjean pensó que a lo mejor había otros bandidos ocultos en algún recodo, no muy lejos, y que Thénardier no tenía intención de repartir con ellos.

Thénardier añadió:

—Acabemos. ¿Cuánto llevaba el simple ese en los sonajeros?

Jean Valjean se registró los bolsillos.

Como recordaremos, tenía la costumbre de llevar siempre dinero encima. La oscura vida de apuros y expedientes a la que estaba abocado lo convertía en una necesidad. Pero en esta ocasión lo habían pillado de improviso. Al ponerse la víspera por la noche el uniforme de guardia nacional, se le había olvidado, por estar ensimismado en pensamientos tan sombríos, coger la cartera. Sólo llevaba dinero suelto en el bolsillo del chaleco. Le dio la vuelta al bolsillo, empapado de fango, y colocó en el poyo del piso un luis de oro, dos monedas de cinco francos y cinco o seis de diez céntimos.

Thénardier sacó el labio de abajo, con una torsión significativa del cuello.

—Por bien poco lo has matado —dijo.

Empezó a palparles confianzudamente los bolsillos a Jean Valjean y a Marius. Jean Valjean, cuya mayor preocupación era seguir de espaldas a la luz, se lo consintió. Al tiempo que hurgaba en el frac de Marius, Thénardier se las ingenió, con maña de prestidigitador, para arrancarle un jirón, sin que Jean Valjean se diera cuenta, y se lo metió debajo del blusón, pensando probablemente que aquel trozo de tela podría servirle más adelante para saber quiénes eran el hombre asesinado y el asesino. Por lo demás, no encontró nada que no fueran los treinta francos.

—Pues es verdad —dijo—. En resumidas cuentas, sólo lleváis eso.

Y, olvidándose del de antes, se quedó con todo.

Se lo pensó un poco en lo tocante a las monedas de diez céntimos. Pero, bien pensado, las cogió también, refunfuñando:

—La verdad es que no se puede apiolar a la gente tan barato.

Dicho esto, volvió a sacar la llave de debajo del blusón.

—Y ahora, amigo, tienes que salir. Aquí pasa como en la feria, se paga a la salida. Has pagado, sal.

Y se echó a reír.

¿Albergaba, al proporcionarle a un desconocido aquella llave y dejar que saliera por aquella puerta otro que no fuera él, la intención pura y desinteresada de salvar a un asesino? Permítasenos dudarlo.

Thénardier ayudó a Jean Valjean a volver a echarse a Marius a la espalda y luego se acercó a la verja descalzo y de puntillas, haciéndole señas a Jean Valjean para que lo siguiera; miró hacia fuera; se llevó el dedo a los labios y se quedó unos pocos segundos como en suspenso; tras aquella inspección, metió la llave en la cerradura. Se abrió el pestillo y la puerta giró sobre los goznes. No hubo ni crujidos ni chirridos. Todo fue muy quedo. Estaba claro que esa puerta y esos goznes, cuidadosamente aceitados, se abrían con más frecuencia de lo que se habría podido suponer. Tanta suavidad resultaba siniestra; se intuían idas y venidas furtivas, entradas y salidas silenciosas de los hombres nocturnos, y los pasos de lobo del crimen. No cabía duda de que las alcantarillas eran cómplices de alguna banda misteriosa. Aquella verja taciturna era una encubridora.

Thénardier entreabrió la puerta, sólo lo imprescindible para que pudiera pasar Jean Valjean, volvió a cerrar la verja, dio dos vueltas de llave en la cerradura y se hundió de nuevo en la oscuridad sin hacer más ruido que un soplo. Parecía que pisaba con las patas de terciopelo del tigre. Momentos después, aquella repulsiva providencia ya había vuelto a internarse en lo invisible.

Jean Valjean se vio fuera.

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