Los miserables

A la Plutarco no le cuesta nada dar con la explicación de un fenómeno

II

A la Plutarco no le cuesta nada dar con la explicación de un fenómeno

Un atardecer, Gavroche no había comido nada; se acordó de que tampoco había cenado la víspera; la cosa empezaba a resultar cansada. Se resolvió a intentar dar con algo de cena. Se fue a rondar más allá de La Salpêtrière, por lugares en que no pasaba nadie; ahí es donde encuentra uno las buenas oportunidades; donde no hay nadie, algo te encuentras. Llegó hasta una población que le pareció que era el pueblo de Austerlitz.

En un vagabundeo anterior, le había llamado la atención en ese lugar un jardín viejo donde había un viejo y una vieja y, en el jardín, un manzano aceptable. Junto al manzano, había algo así como un arcón para guardar fruta que cerraba mal y donde era posible conquistar alguna manzana que otra. Una manzana es una cena; una manzana es la vida. Lo que perdió a Adán podía salvar a Gavroche. El jardín corría a lo largo de una calleja solitaria, sin pavimentar, bordeada de matorrales hasta llegar a las casas; un seto lo separaba de esa calle.

Gavroche se encaminó hacia el jardín, encontró la calleja, reconoció el manzano, comprobó la existencia del arcón y examinó el seto; un seto se salva de una zancada. Caía la tarde; ni un alma en la calleja, la hora era propicia. Gavroche hizo ademán de emprender la escalada; luego se detuvo de pronto. Hablaban en el jardín. Gavroche miró por uno de los claros del seto.

A dos pasos de él, al pie del seto y del otro lado, precisamente en el lugar al que habría ido a dar el agujero que estaba planeando abrir, había una piedra tumbada que formaba una especie de banco, y en ese banco estaba sentado el viejo del jardín, que tenía delante a la vieja, de pie. La vieja refunfuñaba. Gavroche, que era muy poco discreto, escuchó.

—¡Señor Mabeuf! —decía la vieja.

«¡Mabeuf —pensó Gavroche—. ¡Vaya nombre chistoso!»

El anciano al que interpelaba no se movía. La vieja repitió:

—¡Señor Mabeuf!

El anciano, sin levantar la vista del suelo, se decidió a contestar:

—¿Qué hay, Plutarco?

«¡Plutarco! —pensó Gavroche—. ¡Otro nombre chistoso!»

La Plutarco añadió, y al anciano no le quedó más remedio que acceder a la conversación:

—El casero no está nada contento.

—¿Por qué?

—Le debemos tres recibos.

—Dentro de tres meses le deberemos cuatro.

—Dice que lo va a mandar a dormir a la calle.

—Iré.

—La frutera quiere que le paguemos. Ya no hay forma de que nos dé más gadejones. ¿Con qué se va usted a calentar este invierno? No tendremos leña.

—Está el sol.

—El carnicero no quiere fiarnos más ni darnos más carne.

—Muy oportuno. Me cuesta digerir la carne. Es muy pesada.

—¿Y qué cenaremos?

—Pan.

—El panadero quiere que le demos algo a cuenta y dice que, sin dinero, no hay pan.

—Muy bien.

—¿Y qué comerá usted?

—Tenemos las manzanas del manzano.

—Pero, señor, es que no se puede vivir así, sin dinero.

—No tengo dinero.

La vieja se fue y el anciano se quedó solo y pensativo. Gavroche, por su parte, también estaba pensativo. Era casi de noche.

El primer resultado de los pensamientos de Gavroche fue que, en vez de trepar por el seto, se acurrucó debajo. Las ramas estaban algo separadas en la parte de debajo de la maleza.

«¡Anda! —exclamó Gavroche para sus adentros—. ¡Una alcoba!» Y se ovilló en ella. Tenía la espalda casi pegada al banco de Mabeuf. Oía respirar al octogenario.

Entonces, para cenar, intentó dormir.

Sueño de gato, sueño con un solo ojo. Al tiempo que se quedaba amodorrado, Gavroche estaba al acecho.

El tono blanco del cielo crepuscular teñía también de blanco la tierra, y la calleja trazaba una línea lívida entre dos hileras de matorrales oscuros.

De repente, en aquella faja blancuzca aparecieron dos siluetas. Una iba delante; la otra detrás, a cierta distancia.

—Aquí vienen dos individuos —masculló Gavroche.

La primera silueta parecía la de un viejo de clase media, encorvado y pensativo, con ropa algo más que sencilla, que andaba despacio por la edad e iba dando un paseo al atardecer, bajo las estrellas.

La otra era erguida, recia y esbelta. Adaptaba el paso al paso de la primera silueta; pero en la morosidad voluntaria de ese paso se notaba flexibilidad y agilidad. La silueta aquella tenía, junto a un no sé qué fiero e intranquilizador, todo el porte de lo que por entonces llamaban un elegante; el sombrero era de forma bonita; el frac era negro, bien cortado y, seguramente, de buen paño; era un frac entallado. Alzaba la cabeza con algo así como un donaire robusto y, debajo del sombrero, podía intuirse en el crepúsculo un perfil pálido de adolescente. Aquel perfil llevaba una rosa en la boca. Gavroche conocía muy bien esa segunda silueta: era Montparnasse.

En cuanto a la otra, no habría podido decir nada sino que era un individuo anciano.

Gavroche se puso a observarlas en el acto.

Estaba claro que uno de los dos transeúntes tenía proyectos en lo tocante al otro. Gavroche estaba en buen sitio para ver lo que fuera a suceder. La alcoba se había convertido muy oportunamente en escondrijo.

Montparnasse de caza a semejante hora y en semejante lugar era algo amenazador. Gavroche notaba en sus entrañas de chiquillo una emoción compasiva por el viejo.

¿Qué hacer? ¿Intervenir? ¡Un débil socorriendo a otro! A Montparnasse le entraría la risa. A Gavroche no se le ocultaba que aquel temible bandido de dieciocho años se zamparía de dos bocados al anciano primero y al niño a continuación.

Mientras Gavroche le daba vueltas al asunto, ocurrió el ataque, repentino y repulsivo. Ataque de tigre a onagro, ataque de araña a mosca. De improviso, Montparnasse tiró la rosa, se abalanzó de un brinco sobre el anciano, lo asió del cuello, lo agarró y se aferró a él; y a Gavroche le costó contener un grito. Momentos después, uno de los hombres estaba debajo del otro, agobiado, lanzando estertores, revolviéndose y con una rodilla de mármol en el pecho. Pero no era exactamente lo que se había esperado Gavroche. El que estaba tirado en el suelo era Montparnasse; y el que estaba encima de él era el anciano.

Todo esto sucedía a pocos pasos de Gavroche.

El buen hombre había recibido el golpe y lo había devuelto, y de forma tan tremenda que en un abrir y cerrar de ojos el asaltante y el asaltado habían trocado los papeles.

«¡Menudo inválido recio!», pensó Gavroche.

Y no pudo por menos de aplaudir. Pero fue un aplauso perdido. No llegó a oídos de los dos combatientes, absortos y que se ensordecían mutuamente y mezclaban sus jadeos en la lucha.

Se hizo el silencio. Montparnasse dejó de revolverse. Gavroche pensó en un aparte: «¿Estará muerto?».

El buen hombre no había dicho una palabra ni soltado un grito. Se enderezó y Gavroche oyó que le decía a Montparnasse:

—Ponte de pie.

Montparnasse se incorporó, pero el hombre lo tenía sujeto. A Montparnasse se lo veía humillado y rabioso como un lobo a quien un cordero tuviera preso.

Gavroche miraba y escuchaba, esforzándose para que los oídos auxiliaran a los ojos. Se estaba divirtiendo muchísimo.

Su concienzuda ansiedad de espectador tuvo su recompensa. Pudo captar al vuelo este diálogo al que prestaba la oscuridad cierto acento trágico. El hombre hacía preguntas y Montparnasse respondía.

—¿Qué edad tienes?

—Diecinueve años.

—Eres fuerte y tienes salud. ¿Por qué no trabajas?

—Me aburre.

—¿Qué profesión tienes?

—Vago.

—Déjate de guasas. ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Qué quieres ser?

—Ladrón.

Hubo un silencio. El anciano parecía muy ensimismado. Estaba quieto y no soltaba a Montparnasse.

A ratos, el joven bandido, vigoroso y diestro, daba respingos de animal atrapado en una trampa. Daba una sacudida, intentaba poner una zancadilla, retorcía desesperadamente los miembros, intentaba zafarse. El anciano no parecía percatarse de ello y le tenía ambos brazos sujetos con una sola mano con la indiferencia soberana de una fuerza absoluta.

El ensimismamiento del anciano duró un buen rato; luego, mirando fijamente a Montparnasse, alzó la voz, de tono dulce, y pronunció, entre las sombras en que se hallaban, esta especie de alocución solemne de la que Gavroche no se perdió una sílaba:

—Hijo mío, vas a entrar, por pereza, en la más laboriosa de las existencias. ¡Ah, dices que eres vago! Pues prepárate a trabajar. ¿Has visto una máquina que es tremenda? Se llama laminadora. Hay que tener cuidado, porque es astuta y feroz; si le pilla a uno el faldón del frac, se lo traga entero. Esa máquina es la ociosidad. ¡Detente ahora que aún estás a tiempo y sálvate! Si no, todo habrá acabado. Dentro de nada te habrá atrapado el engranaje. Y, en cuanto te atrape, puedes perder toda esperanza. ¡A pasar cansancio, perezoso! No volverás a descansar. Te tendrá cogida la implacable mano del trabajo. Ganarte la vida, tener una labor, cumplir con una obligación, ¡eso no lo quieres! ¡Ser como los demás te aburre! Pues bien, serás de otra forma. El trabajo es ley, quien lo rechaza porque lo aburre lo hará como castigo. No quieres ser obrero; serás esclavo. El trabajo sólo suelta por un lado para agarrar por el otro; si no quieres ser amigo suyo, serás su negro. ¡Ah, no has querido el cansancio honrado de los hombres! Pues tendrás el sudor de los condenados. Donde otros canten, tú soltarás estertores. Verás de lejos y desde abajo cómo trabajan los demás hombres; y te parecerá que están descansando. Verás al labrador, al segador, al marinero, al herrero dentro de un nimbo de luz, como a los bienaventurados de un paraíso. ¡Qué fulgor en el yunque! ¡Qué alegría da guiar el arado y atar la gavilla! ¡Qué fiesta la barca en libertad entregada al viento! ¡Y tú, perezoso, a picar, a llevar a rastras, a llevar rondando! ¡Camina! ¡Tira del ronzal, ahora eres una bestia de carga en el atelaje del infierno! ¡Así que a lo que aspiras es a no hacer nada! Pues no pasarás ni una semana, ni un día ni una hora sin agobios. No podrás levantar nada si no es con angustia. Cada minuto que pase te crujirán los músculos. Lo que para los demás sea pluma para ti será roca. Las cosas más sencillas irán cuesta arriba. La vida a tu alrededor se volverá un monstruo. Ir, venir, respirar: otros tantos trabajos espantosos. Te parecerá que los pulmones te pesan cien libras. Caminar por aquí en vez de por allá será un problema que tendrás que resolver. A cualquiera que quiera salir le basta con empujar la puerta, y ya está fuera. Tú, si quieres salir, tendrás que horadar un muro. Para salir a la calle, ¿qué hace todo el mundo? Todo el mundo baja las escaleras; tú rasgarás las sábanas de la cama, harás una cuerda hebra a hebra, luego te colarás por la ventana y te colgarás de esos hilos sobre un abismo, y lo harás de noche, en la tormenta, entre la lluvia, en el huracán; y, si la cuerda es demasiado corta, ya no te quedará sino una forma de bajar: caer. Caer al azar, en la sima, desde la altura que sea, ¿encima de qué? Encima de lo que haya debajo, de lo desconocido. O, si no, treparás por el cañón de una chimenea, corriendo el peligro de quemarte; o reptarás por el conducto de unas letrinas, con riesgo de ahogarte. Y no te menciono los agujeros que hay que disimular, las piedras que hay que quitar y volver a colocar veinte veces al día, los cascotes que hay que ocultar en el jergón. Te ves ante una cerradura; el ciudadano lleva en el bolsillo su llave, que le ha fabricado un cerrajero. Tú, si quieres ir más allá, estás condenado a fabricar una obra maestra tremenda; cogerás una moneda de cinco céntimos y la dividirás en dos láminas. ¿Con qué herramientas? Te las inventarás. Eso es cosa tuya. Luego ahuecarás la parte de dentro de esas dos láminas, teniendo cuidado de no estropear la parte de fuera, y harás en todo el borde una rosca, para que encajen perfectamente, igual que un fondo y una tapa. Cuando la parte de abajo y la de arriba estén enroscadas, no se notará nada. Para los vigilantes, porque te vigilarán, será una moneda de cinco céntimos; para ti será una caja. ¿Qué meterás en esa caja? Un trocito de acero. Un muelle de reloj al que le habrás hecho dientes y que será una sierra. Con esa sierra, del tamaño de un alfiler y escondida en una moneda, tendrás que cortar el pasador de la cerradura, la barra del cerrojo, el asa del candado, el barrote que tengas en la ventana y la manija que lleves en la pierna. Cuando concluyas esa obra maestra, cuando lleves a cabo ese prodigio, cuando estén a punto todos esos milagros de arte, de maña, de habilidad, de paciencia, si llega a saberse que son obra tuya, ¿cuál será la recompensa? El calabozo. Ése es el porvenir. ¡La pereza, el placer, qué precipicios! No hacer nada es una determinación tristísima, ¿sabes? ¡Vivir, ocioso, de la sustancia social! ¡Ser inútil! ¡Es decir, nocivo! Por ahí se va a lo más hondo de la miseria. ¡Desventurado el que quiera ser un parásito! Será como los piojos. ¿Ah, no te gusta trabajar? ¡Ah, sólo piensas en beber bien, en comer bien, en dormir bien! ¡Beberás agua, comerás pan negro, dormirás en una tabla con los miembros sujetos con hierros cuyo frío notarás de noche en la carne! Romperás esos hierros y te evadirás. Bien está. Te arrastrarás bocabajo por la maleza y comerás hierba como los animales del bosque. Y te volverán a coger. Y entonces te pasarás años en una mazmorra, sujeto a una pared, buscando a tientas el jarro para beber, mordiendo un espantoso pan de tinieblas que no querría un perro, comiendo unas habas que los gusanos se habrán comido antes que tú. Serás cochinilla en un sótano. ¡Ay, compadécete de ti, pobre niño, tan joven! ¡Aún no hace veinte años estabas mamando y es muy probable que todavía tengas madre! ¡Hazme caso, te lo suplico! Quieres lucir paño negro fino y zapatos de charol, rizarte el pelo, ponerte en las ondas aceite perfumado, gustar a las mujerzuelas, ser guapo. Te cortarán el pelo al rape y llevarás una casaca roja y unos zuecos. Quieres una sortija en el dedo y llevarás una argolla al cuello. Y, si miras a una mujer, te darán un bastonazo. ¡Y entrarás a los veinte años y saldrás a los cincuenta! ¡Entrarás joven, sonrosado, lozano, con los ojos brillantes y la dentadura blanca y completa y esa hermosa melena de adolescente y saldrás doblado, encorvado, arrugado, desdentado, horroroso, con el pelo blanco! ¡Ay, mi pobre niño, vas por el camino equivocado, la holgazanería es mala consejera! Robar es el trabajo más duro. Hazme caso, no te impongas la penosa tarea de ser perezoso. No es fácil convertirse en un granuja. Es más fácil ser un hombre honrado. Ahora vete y piensa en lo que te he dicho. Por cierto, ¿qué querías de mí? ¿Mi bolsa? Aquí la tienes.

Y el anciano, soltando a Montparnasse, le puso la bolsa en la mano, y Montparnasse estuvo un momento sopesándola; luego, con las mismas precauciones que si la hubiera robado, Montparnasse la dejó caer despacio en el bolsillo trasero de la levita.

Tras decir y hacer lo ya referido, el hombre le dio la espalda a Montparnasse y reanudó el paseo tranquilamente.

—¡Imbécil! —masculló Montparnasse.

¿Quién era el hombre aquel? El lector ya lo habrá adivinado seguramente.

Montparnasse, estupefacto, miró cómo se esfumaba entre el crepúsculo. Aquella contemplación le resultó fatídica.

Mientras el anciano se alejaba, Gavroche se le iba acercando.

Gavroche, de una ojeada, se había asegurado de que Mabeuf, dormido quizá, seguía en el banco. El golfillo salió luego de entre la maleza y fue arrastrándose, en la oscuridad, por detrás de Montparnasse, que estaba quieto. Llegó así hasta donde estaba éste sin que lo viera ni lo oyera, le introdujo despacio la mano en el bolsillo de detrás de la levita de paño negro fino, cogió la bolsa, sacó la mano y, arrastrándose otra vez, huyó entre las tinieblas como una culebra. Montparnasse, que no tenía motivo alguno para andar con la guardia alta y estaba pensativo por primera vez en la vida, no se dio cuenta de nada. Cuando Gavroche llegó de nuevo al sitio en que estaba Mabeuf, tiró la bolsa por encima del seto y se fue a todo correr.

La bolsa le cayó en un pie a Mabeuf. El golpe lo despertó. Se agachó y recogió la bolsa. No entendió nada y la abrió. Era una bolsa dividida en dos. En una de las divisiones había calderilla; en la otra, había seis napoleones.

El señor Mabeuf, espantado, le llevó aquello a su ama de llaves.

—Nos viene como caído del cielo —dijo la Plutarco.

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