Los miserables

La agonía de la muerte tras la agonía de la vida

VI

La agonía de la muerte tras la agonía de la vida

Una singularidad de este tipo de guerra es que las barricadas las atacan casi siempre de frente y que, por lo general, los asaltantes se abstienen de rodear las posiciones, bien porque tengan miedo a las emboscadas, bien porque no se atrevan a meterse en calles tortuosas. Por lo tanto, toda la atención de los insurrectos estaba puesta en la barricada grande, que era, por supuesto, el punto continuamente amenazado donde se reanudaría de forma infalible el combate. Marius, no obstante, se acordó de la barricada pequeña y fue hacia allá. Estaba desierta y sólo la custodiaba el farolillo, que temblaba entre los adoquines. Por lo demás, la callejuela de Mondétour y las bocacalles de La Petite-Truanderie y Le Cygne estaban muy tranquilas.

Cuando Marius se iba ya, tras esa inspección, oyó que alguien decía su nombre con voz débil en la oscuridad:

—¡Señor Marius!

Se sobresaltó al reconocer la voz que lo había llamado dos horas antes a través de la verja de la calle de Plumet.

Pero esa voz ahora no pasaba de ser un soplo.

Miró en torno y no vio a nadie.

Marius pensó que se había confundido y que era una ilusión que su mente sumaba a las realidades extraordinarias que colisionaban a su alrededor. Dio un paso para salir del recodo apartado donde estaba la barricada.

—¡Señor Marius! —repitió la voz.

Ya no podía caberle duda; lo había oído con toda claridad; miró y no vio nada.

—En el suelo, a sus pies —dijo la voz.

Se inclinó y vio la sombra de una forma que se arrastraba hacia él. Iba reptando por el empedrado. Y aquel ser era quien hablaba.

El farolillo permitía intuir un blusón, un pantalón de pana roto, unos pies descalzos y algo que parecía un charco de sangre. Marius vio a medias una cara pálida que se alzaba hacia él y le dijo:

—¿No me reconoce?

—No.

—Éponine.

Marius se agachó a toda prisa. Era, efectivamente, la pobre muchacha. Iba vestida de hombre.

—¿Cómo es que está aquí? ¿Qué hace aquí?

—Me estoy muriendo —dijo ella.

Hay palabras e incidentes que espabilan a las personas agobiadas. Marius exclamó, sobresaltado:

—¡Está herida! Espere, que voy a llevarla a la sala. Allí la curarán. ¿Es grave? ¿Cómo tengo que cogerla para no hacerle daño? ¿Qué le duele? ¡Socorro, Dios mío? Pero ¿qué vino a hacer aquí?

E intentó pasarle un brazo por la espalda para levantarla.

Al hacerlo, le rozó la mano.

Ella lanzó un grito débil.

—¿Le he hecho daño? —preguntó Marius.

—Un poco.

—Pero si sólo le he tocado la mano.

Ella levantó la mano para que la viera Marius; y Marius vio un agujero negro en el centro de esa mano.

—¿Qué le pasa en la mano? —preguntó.

—Tiene un agujero.

—¡Un agujero!

—Sí.

—¿De qué?

—De una bala.

—¿Cómo ha sido?

—¿No vio que lo estaba apuntando un fusil?

—Sí; y una mano lo tapó.

—Era la mía.

Marius se estremeció.

—¡Qué locura! ¡Pobre niña! Pero si sólo es eso, tanto mejor, no será nada. Déjeme que la lleve a una cama. Le harán una cura; nadie se muere por agujero en la mano.

Ella susurró:

—La bala me atravesó la mano, pero me salió por la espalda. Es inútil sacarme de aquí. Voy a decirle qué cura puede hacerme usted, mejor que la de un cirujano. Siéntese a mi lado en esa piedra.

Él obedeció; ella apoyó la cabeza en las rodillas de Marius y, sin mirarlo, dijo:

—¡Ay, qué cosa tan buena! ¡Qué bien se está! ¡Hala, ya no me duele nada!

Se quedó callada un momento; luego volvió la cara trabajosamente y miró a Marius.

—¿Sabe una cosa, señor Marius? Me daba rabia que entrase usted en ese jardín. Ya ve, qué bobada, si era yo quien le había dicho dónde estaba la casa, y, además, en fin, cómo no iba a decirme que un joven como usted…

Se interrumpió y, salvando las insondables transiciones que le andaban, seguramente, por el pensamiento, siguió diciendo con una sonrisa desgarradora:

—Yo le parecía fea, ¿verdad?

Y añadió:

—¿Sabe? ¡Está perdido! Ya no saldrá nadie de la barricada. ¡Y soy yo quien lo ha traído aquí, ya ve! Va a morir, y cuento con ello. Aunque, pese a todo, cuando vi que lo estaban apuntando, puse la mano en el cañón del fusil. ¡Qué gracia tiene! Pero es que quería morir antes que usted. Cuando me dio esa bala, me arrastré hasta aquí; no me vieron y no me recogieron. Lo estaba esperando; decía: ¿Será posible que no venga? Ay, si supiera, me mordía el blusón, ¡me dolía tanto! Pero ahora estoy bien. ¿Se acuerda del día en que entré en su cuarto y me miré en su espejo? ¿Y del día en que me lo encontré en el bulevar, donde estaban las lavanderas? ¡Cómo cantaban los pájaros! Total, hace nada de eso. Me dio cinco francos y le dije: No quiero dinero suyo. Recogería usted la moneda, ¿no? Que a usted no le sobra el dinero. No se me ocurrió decirle que la recogiera. Había un sol muy hermoso, no hacía frío. ¿Se acuerda, señor Marius? ¡Ay, qué contenta estoy! Todo el mundo se va a morir.

Tenía una expresión trastornada, seria y desconsoladora. Por el blusón rasgado se le veían los pechos. Mientras hablaba, se apoyaba la mano en el pecho, donde había otro agujero por el que salía de vez en cuando un chorro de sangre, como un chorro de vino de una botella abierta.

Marius miraba a aquella criatura desventurada con compasión infinita.

—¡Ay —dijo ella de repente—, ya me vuelve! ¡Me ahogo!

Agarró el blusón y lo mordió; estiraba en el empedrado las piernas, rígidas.

En ese momento, la voz de gallo joven de Gavroche sonó en la barricada. El niño se había subido a una mesa para cargar el fusil y cantaba alegremente una canción muy popular por entonces:

Lafayette está al quite

y el gendarme repite:

¡vámonos, vámonos, vámonos!

Éponine se incorporó y atendió; luego dijo en un susurro:

—Es él.

Y, dirigiéndose a Marius:

—Ahí está mi hermano. Que no me vea. Me reñiría.

—¿Su hermano? —preguntó Marius, que pensaba con el corazón amargado y dolorido en las obligaciones para con los Thénardier que le había dejado su padre en herencia—. ¿Quién es su hermano?

—Ese niño.

—¿El que está cantando?

—Sí.

Marius hizo un ademán.

—¡Ay, no se vaya! —dijo Éponine—. Ya no falta mucho.

Estaba casi sentada, pero hablaba muy bajo y unos hipidos le cortaban la voz. A ratos se interrumpía el estertor. Acercaba la cara cuanto podía a la cara de Marius. Añadió, con una expresión singular:

—Mire, no quiero jugarle una mala pasada. Tengo en el bolsillo una carta para usted. Desde ayer. Me dijeron que la echara al correo. Me quedé con ella. No quería que le llegase. Pero a lo mejor me guarda rencor cuando volvamos a vernos dentro de un rato. Porque volveremos a vernos, ¿verdad? Coja la carta.

Le agarró convulsivamente la mano a Marius con la suya, perforada, pero parecía no notar ya el sufrimiento. Se metió la mano de Marius en el bolsillo del blusón. Marius tocó, efectivamente, un papel.

—Cójala —dijo ella.

Marius cogió la carta.

Éponine hizo un ademán de satisfacción y asentimiento.

—Ahora, para pagarme el recado, prométame…

Y se detuvo.

—¿Qué? —preguntó Marius.

—¡Prométamelo!

—Se lo prometo.

—Prométame que me dará un beso en la frente cuando me muera. Lo notaré.

Dejó caer otra vez la cabeza en las rodillas de Marius y se le cerraron los párpados. Él creyó que aquella pobre alma ya se había ido. Éponine no se movía; de pronto, cuando Marius la creía dormida para siempre, abrió despacio los ojos, donde se veía la sombría hondura de la muerte, y le dijo con un tono cuya dulzura parecía venir ya de otro mundo: —Mire, señor Marius, creo que he estado un poco enamorada de usted.

Volvió a intentar sonreír y expiró.

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