Los miserables

En que oímos una canción con melodía inglesa que estaba de moda en 1832

XVI

En que oímos una canción con melodía inglesa que estaba de moda en 1832

Marius se sentó en la cama. Podían ser las cinco y media. Sólo lo separaba media hora de lo que fuera a suceder. Oía cómo le latían las arterias de la misma forma que oímos el latido de un reloj en la oscuridad. Pensaba en esa doble caminata que transcurría en esos momentos por entre las tinieblas: el crimen se acercaba por un lado, y la justicia estaba llegando por otro. No tenía miedo, pero no podía pensar sin sobresaltarse un tanto en las cosas que iban a suceder. Como les sucede a todos aquellos a quienes los acomete de pronto una aventura sorprendente, todo aquel día le parecía un sueño, y, para no creer que era presa de una pesadilla, necesitaba notar en los bolsillos del chaleco el frío de las dos pistolas de acero.

Había dejado de nevar; la luna, cada vez más clara, iba saliendo de la bruma y su resplandor, junto con la blancura de la nevada, daba a la habitación un aspecto crepuscular.

Había luz en el cuchitril de los Jondrette. Marius veía brillar el agujero del tabique con un fulgor rojo que le parecía sangriento.

Era evidente que esa claridad no podía venir de una vela. Por lo demás, no había movimiento alguno en casa de los Jondrette; nadie rebullía; nadie hablaba; ni un soplo; reinaba un silencio gélido y hondo, y, de no ser por aquella luz, hubiera uno podido creerse junto a un sepulcro.

Marius se quitó despacio las botas y las metió debajo de la cama.

Pasaron unos pocos minutos. Marius oyó cómo la puerta de abajo giraba sobre sus goznes; un paso pesado y veloz subió las escaleras y recorrió el pasillo; se alzó ruidosamente el pestillo de la puerta del tugurio; era Jondrette que volvía a casa.

Se alzaron enseguida unas cuantas voces. En la buhardilla estaba toda la familia. Pero callaba, en ausencia del amo y señor, igual que los lobeznos cuando no está el lobo.

—Soy yo —dijo.

—Buenas noches, padrucho —chillaron las muchachas.

—¿Todo bien? —dijo la madre.

—Todo de primera —contestó Jondrette—, pero traigo los pies más fríos que un muerto. Bueno, muy bien, ya veo que te has vestido. Tienes que inspirar confianza.

—Estoy arreglada para salir.

—¿No se te olvidará nada de lo que te he dicho? ¿Lo harás todo bien?

—Quédate tranquilo…

—Es que… —dijo Jondrette. Y no acabó la frase.

Marius oyó que dejaba algo pesado encima de la mesa, seguramente el cortafríos que había comprado.

—¡Caramba! —dijo Jondrette—. Alguien ha estado comiendo aquí.

—Sí —dijo la madre—, me llegó para tres patatas grandes y sal. Aproveché que había lumbre para cocerlas.

—Bueno —dijo Jondrette—. Mañana os llevo a cenar conmigo. Habrá pato y más cosas. Cenaréis como si fuerais Carlos X. ¡Todo va bien!

Luego añadió en voz baja:

—La ratonera está abierta. Y ya han llegado los gatos.

Bajó la voz más aún para decir:

—Mete esto en la lumbre.

Marius oyó el entrechocar de los carbones que alguien removía con unas pinzas o una herramienta de hierro. Y Jondrette siguió diciendo:

—¿Has untado de sebo los goznes de la puerta para que no hagan ruido?

—Sí —contestó la madre.

—¿Qué hora es?

—No falta mucho para las seis. Acaba de dar la media en Saint-Médard.

—¡Demonios! —dijo Jondrette—. Las niñas tienen que irse a vigilar. A ver, vosotras, venid y atendedme bien.

Hubo un cuchicheo.

Volvió a alzarse la voz de Jondrette:

—¿Se ha ido la Burgon?

—Sí —dijo la madre.

—¿Estás segura de que no hay nadie en el cuarto del vecino?

—No ha vuelto en todo el día y ya sabes que cena a esta hora.

—¿Estás segura?

—Segura.

—De todas formas, no pasa nada por ir a ver si está —dijo Jondrette—. Hija, coge la vela y vete a ver.

Marius se puso a cuatro patas y se metió debajo de la cama arrastrándose sin hacer ruido.

Acababa de acurrucarse allí debajo cuando vio una luz a través de las rendijas de la puerta.

—¡Papá —gritó una voz—, ha salido!

Marius reconoció la voz de la hija mayor.

—¿Has entrado? —preguntó el padre.

—No —contestó la hija—, pero si está la llave puesta es que ha salido.

El padre gritó:

—Entra de todas formas.

Se abrió la puerta y Marius vio entrar a la mayor de las Jondrette con una vela en la mano. Era igual que por la mañana, sólo que con aquella luz asustaba más.

Se fue derecha hacia la cama. Marius pasó por un momento de ansiedad indecible, pero, cerca de la cama, había un espejo clavado en la pared, y allí era donde iba. Se puso de puntillas y se miró. Se oía que en la habitación de al lado andaban moviendo chatarra.

Se atusó el pelo con la palma de la mano y se sonrió a sí misma repetidas veces en el espejo al tiempo que canturreaba con voz ronca y sepulcral:

Nos hemos querido toda la semana.

¡Los ratos de amor, ay, qué cortos son!

¿Valía la pena quererse ocho días?

¡Eterno tendría que ser el amor!

¡Eterno tendría que ser el amor!

Marius, entretanto, temblaba. Le parecía imposible que la muchacha no lo oyese respirar.

Ella fue hacia la ventana y miró a la calle hablando en voz alta con aquella expresión de loca que tenía.

—¡Qué feo está París cuando se pone una camisa blanca! —dijo.

Volvió al espejo y siguió poniendo caras, mirándose sucesivamente de frente y de tres cuartos.

—Pero ¿qué estás haciendo? —voceó el padre.

—Mirando debajo de la cama y de los muebles —contestó ella mientras seguía retocándose el pelo—. No hay nadie.

—¡Ven aquí ahora mismo, alma de cántaro! —vociferó el padre—. Y no andemos perdiendo el tiempo.

—¡Ya voy! ¡Ya voy! —dijo ella—. ¡Con qué prisas se andan siempre en esa casa!

Tarareó:

Me abandonáis para buscar la gloria.

Mi corazón en pos vuestro irá siempre.

Le echó una última ojeada al espejo y se fue, cerrando la puerta al salir.

Momentos después, Marius oyó el ruido de los pies descalzos de las dos muchachas por el pasillo y la voz de Jondrette que les gritaba:

—¡Fijaos bien! Una por el lado del portillo, la otra en la esquina de la calle de Le Petit-Banquier. ¡No perdáis de vista ni un minuto la puerta de la casa y en cuanto veáis algo, aunque sea poco, os quiero aquí enseguida! ¡Subiendo los escalones de cuatro en cuatro! Tenéis una llave para entrar.

La hija mayor refunfuñó:

—¡Montar guardia descalzas en la nieve!

—¡Mañana tendréis botinas de seda tornasol! —dijo el padre.

Bajaron por las escaleras y, pocos segundos después, el golpe de la puerta de abajo al cerrarse anunció que ya estaban en la calle.

Sólo quedaban en la casa Marius y los Jondrette y también, seguramente, los seres misteriosos que había visto a medias Marius en la luz crepuscular detrás de la puerta de la buhardilla desocupada.

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