Los miserables

El desorden partidario del orden

XII

El desorden partidario del orden

Bossuet le susurró al oído a Combeferre:

—No me ha contestado a la pregunta.

—Es un hombre que hace el bien a tiros —dijo Combeferre.

Quienes conservan aún algún recuerdo de aquella época ya lejana saben que la Guardia Nacional de los arrabales luchaba con valentía contra las insurrecciones. Fue especialmente encarnizada e intrépida en esas jornadas de junio de 1832. Taberneros de Pantin hubo, de Les Vertus o de La Cunette, cuyo «establecimiento» holgaba por culpa de los disturbios, que se convertían en leones al ver vacía la sala de baile y morían por salvar ese orden encarnado en el merendero. En aquel tiempo burgués y heroico a la vez, frente a ideas que tenían sus propios caballeros, había intereses que tenían sus propios paladines. El prosaísmo del móvil no mermaba en nada la valentía del movimiento. Si el montón de escudos bajaba, había banqueros que cantaban Había quien derramaba heroicamente la sangre en pro del mostrador y defendía con entusiasmo lacedemonio la tienda, ese diminutivo inmenso de la patria.

Hemos de decir que, en el fondo, todo aquello era muy serio. Eran los elementos sociales que entraban en liza a la espera del día en que encuentren un equilibrio.

Otra característica de la época era la anarquía mezclada con el gubernamentalismo (nombre bárbaro del partido formal). Se era partidario del orden con indisciplina. De repente redoblaba el tambor, a las órdenes de este o aquel comandante de la Guardia Nacional, para llamamientos caprichosos: había capitanes que iban al combate por inspiración; y guardias nacionales que luchaban cuando se les ocurría y por su cuenta. En los momentos de crisis, en las «jornadas», no se pedía tanto una opinión a los jefes cuanto a los propios instintos. Había en el ejército del orden guerrilleros auténticos; algunos blandían la espada, como Fannicot; y otros, la pluma, como Henri Fonfrède.

La civilización, cuya representante era por desdicha, en aquella época, más una suma de intereses que un grupo de principios, estaba en peligro o creía estarlo; soltaba el grito de alarma; todos se volvían hombres del centro para defenderla, socorrerla y protegerla, según les pareciera; y el primero que pasaba se arrogaba la tarea de salvar a la sociedad.

Ese celo llegaba a veces al exterminio. Este o aquel pelotón de guardias nacionales se convertía, por su propia autoridad, en consejo de guerra y juzgaba y ejecutaba en cinco minutos a un prisionero insurrecto. Una improvisación así fue la que mató a Jean Prouvaire. Ley de Lynch feroz que ningún partido puede reprochar a los otros pues la aplica tanto la república en América cuanto la monarquía en Europa. A esa ley de Lynch se sumaban equivocaciones. Un día de sublevación, a un poeta joven, llamado Paul-Aimé Garnier, lo persiguieron por la Place-Royale, poniéndole la bayoneta en la espalda, y sólo consiguió salvarse al hallar refugio en la puerta cochera del número 6. Gritaban: y lo querían matar. El caso era que llevaba debajo del brazo un tomo de las memorias del duque de Saint-Simon. Un guardia nacional leyó en el libro la palabra y grito: ¡Muera!

El 6 de junio de 1832, una compañía de guardias nacionales de los arrabales, al mando del capitán Fannicot, antes citado, cayó diezmada porque así lo quiso él y le entró esa fantasía, en la calle de la Chanvrerie. Del hecho, por muy singular que sea, queda constancia en la instrucción judicial que se abrió tras la insurrección de 1832. El capitán Fannicot, burgués impaciente y atrevido, algo así como un condotiero de esa categoría cuyas características acabamos de explicar, gubernamentalista fanático y díscolo, no pudo resistirse al atractivo de abrir fuego antes de tiempo ni a la ambición de tomar la barricada él solo, es decir, con su compañía. Lo exasperaron las sucesivas apariciones de la bandera roja y del frac viejo, que tomó por la bandera negra; criticaba en voz alta a todos los generales y los jefes de los diversos cuerpos, que deliberaban, opinaban que no había llegado el momento del asalto decisivo y dejaban, según la expresión célebre de uno de ellos, que «la insurrección se cociera en su propio jugo». Pero a él le parecía que la barricada ya estaba madura; y como lo que está maduro tiene que caer, hizo la prueba.

Estaba al mando de hombres tan resueltos como él, «unos empecinados», como dijo un testigo. Su compañía, esa misma que había fusilado a Jean Prouvaire, era la primera del batallón que estaba apostado en la esquina de la calle. Cuando menos se lo esperaba nadie, el capitán lanzó a sus hombres contra la barricada. Ese movimiento, llevado a cabo con mejor voluntad que estrategia, le salió muy caro a la compañía Fannicot. Antes de que hubiera recorrido las dos terceras partes de la calle, la recibió desde la barricada una descarga cerrada. Cuatro guardias, los más audaces, que corrían en cabeza, cayeron fulminados a quemarropa al pie mismo del reducto; y aquel valeroso tropel de guardias nacionales, hombres muy valientes pero que no poseían la tenacidad militar, tuvo que replegarse, tras unos cuantos titubeos, dejando en el empedrado quince cadáveres. Con ese titubeo les dio tiempo a los insurrectos a volver a cargar las armas y otra descarga, muy mortífera, alcanzó a la compañía antes de que pudiera volver a la esquina de la calle, que le servía de refugio. Hubo un momento en que estuvo entre dos fuegos de metralla y la alcanzaron los disparos de la pieza en batería que, al no haber recibido órdenes, seguía disparando. El intrépido e imprudente Fannicot fue uno de los muertos por esa metralla. Lo mató el cañón, es decir, el orden.

Ese ataque, más rabioso que serio, irritó a Enjolras:

—Esos imbéciles —dijo— mandan a la muerte a sus hombres y a nosotros nos hacen gastar municiones para nada.

Enjolras hablaba como el auténtico general de un levantamiento, es decir, lo que era. La insurrección y la represión no luchan con armas iguales. La insurrección, que se agota pronto, sólo puede disparar determinado número de veces y sólo puede gastar determinado número de combatientes. Una cartuchera vacía y un hombre muerto no pueden sustituirse. La represión, que cuenta con el ejército, no tiene que contar a los hombres; y, como cuenta con Vincennes, no tiene que contar los disparos. La represión tiene tantos regimientos cuantos hombres tiene la barricada y tantos arsenales cuantas cartucheras tiene la barricada. Son, pues, combates de uno contra ciento, y siempre concluyen con el aniquilamiento de las barricadas, a menos que la revolución aparezca de repente y arroje en la balanza su espada flamígera de arcángel. Son cosas que suceden. Y entonces todo se alza, los adoquines entran en efervescencia, los reductos populares pululan, París tiene un sobresalto soberano, se alza el flota en el ambiente un 10 de agosto, flota en el ambiente un 29 de julio, aparece una luz prodigiosa, las fauces abiertas de la fuerza retroceden y el ejército, ese león, ve ante sí, de pie y sosegado, a este profeta: Francia.

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