Inicio de sombra
III
Inicio de sombra
Por su parte, Jean Valjean no sospechaba nada.
Cosette, que era algo menos soñadora que Marius, estaba alegre, y con eso le bastaba a Jean Valjean para ser feliz. Los pensamientos de Cosette, sus tiernas preocupaciones, la imagen de Marius que le llenaba el alma no restaban nada a la pureza incomparable de aquel hermoso rostro casto y sonriente. Estaba en la edad en que la virgen lleva consigo el amor como el ángel lleva la azucena. Jean Valjean estaba, pues, tranquilo. Y además, cuando dos amantes se hallan en buena inteligencia, todo va siempre estupendamente; y a cualquier tercera persona que pudiera perturbar ese amor se la tiene siempre en una ceguera perfecta mediante un reducido número de precauciones, siempre las mismas en todos los enamorados. Por lo tanto, Cosette nunca le ponía ninguna pega a Jean Valjean. ¿Que quería ir de paseo? Sí, papaíto. ¿Que no quería salir? Pues muy bien. ¿Que quería pasar la velada con Cosette? Cosette estaba encantada. Como se retiraba siempre a las diez de la noche, en aquellas ocasiones Marius no llegaba al jardín hasta pasada esa hora, cuando oía desde la calle que Cosette abría la puerta acristalada que daba a la escalera de la fachada. Ni que decir tiene que de día nunca se veía por allí a Marius. Jean Valjean ni se acordaba ya de que Marius existía. Sólo en una ocasión, una mañana, le dijo a Cosette: «¡Vaya, tienes la espalda manchada de blanco!». La víspera por la noche, Marius, en un arrebato, había empujado a Cosette contra la pared.
Toussaint, la criada anciana, que se acostaba temprano, sólo pensaba en dormir en cuanto acababa la tarea, y no estaba enterada de nada, igual que Jean Valjean.
Marius nunca entraba en la casa. Cuando estaba con Cosette, se ocultaban en un entrante, cerca de la escalinata, para que no pudieran ni verlos ni oírlos desde la calle, y allí se sentaban, contentándose a veces, por toda conversación, con estrecharse las manos veinte veces por minuto mientras miraban las ramas de los árboles. En aquellos momentos podría haber caído un trueno a treinta pasos y ni lo habrían sospechado, de tan honda como era la ensoñación que los tenía absortos y los adentraba en la ensoñación del otro.
Purezas límpidas, horas blanquísimas; casi todas iguales. Los amores así son una colección de pétalos de lirio y de plumas de paloma.
Los separaba de la calle todo el jardín. Cada vez que Marius entraba y salía, volvía a colocar cuidadosamente el barrote de la verja, de forma tal que no se notase ningún desperfecto.
Solía irse a eso de las doce de la noche y se volvía a casa de Courfeyrac. Courfeyrac le decía a Bahorel:
—¿Querrás creer que Marius vuelve ahora a la una de la madrugada?
Bahorel contestaba:
—¿Qué quieres? Dentro de todo seminarista va siempre un explosivo.
Había veces en que Courfeyrac se cruzaba de brazos, se ponía muy serio y le decía a Marius:
—¡Joven, está usted hecho un perillán!
A Courfeyrac, hombre práctico, no le hacía ninguna gracia aquel reflejo de un paraíso invisible que veía en Marius; tenía poca costumbre de pasiones inéditas, lo impacientaban, y, a ratos, intimaba a Marius a que volviera a la realidad.
Una mañana le espetó esta admonición:
—Mi querido amigo, por el momento me da la impresión de que vives en la luna, reino del sueño, provincia de la ilusión, capital Pompa de Jabón. A ver, sé buen chico y dime cómo se llama.
Pero nada «haría hablar» a Marius. Antes le habrían arrancado las uñas que las tres sílabas sagradas que componían aquel nombre inefable: . El amor verdadero es luminoso como la aurora y callado como la tumba. El único cambio que le notaba Courfeyrac a Marius era que su taciturnidad era radiante.
En lo que duró aquel dulce mes de mayo, Marius y Cosette supieron de estas dichas inmensas:
Pelearse y llamarse de usted sólo para disfrutar más cuando volvían a llamarse de tú.
Hablar al otro mucho rato y con todo lujo de detalles de personas por las que no sentían el mínimo interés, una prueba más de que en esta deliciosa ópera que llamamos amor el libreto consiste en casi nada.
En el caso de Marius, oír a Cosette hablar de trapos.
En el caso de Cosette, oír a Marius hablar de política.
Oír, con las rodillas pegadas, cómo pasaban los coches por la calle de Babylone.
Mirar atentamente el mismo planeta en el espacio o la misma luciérnaga en la hierba.
Callar juntos, que resulta aún más dulce que charlar.
Etc.,
No obstante, iban acercándose varias complicaciones.
Una noche, Marius iba a su cita por el bulevar de Les Invalides; solía caminar con la cabeza gacha; cuando estaba a punto de doblar la esquina de la calle de Plumet, oyó que alguien le decía muy de cerca:
—Buenas noches, señor Marius.
Alzó la cabeza y reconoció a Éponine.
Le hizo una impresión muy rara. No se había vuelto a acordar ni una sola vez de aquella muchacha desde el día en que lo llevó a la calle de Plumet; no había vuelto a verla y se había olvidado de ella por completo. Sólo tenía para con ella motivos de agradecimiento, le debía la dicha presente; y, sin embargo, le resultaba violento encontrársela.
Es un error creer que la pasión, cuando es afortunada y pura, lleva al hombre a un estado de perfección; ya hemos comprobado que donde lo lleva sencillamente es a un estado de olvido. En esa situación, al hombre se le olvida ser malo, pero también se le olvida ser bueno. El agradecimiento, el deber, los recuerdos esenciales e inoportunos se desvanecen. En cualquier otra temporada, Marius se habría portado de forma muy diferente con Éponine. Pero Cosette lo tenía absorto y ni siquiera había caído en la cuenta con claridad de que esa Éponine se llamaba Éponine Thénardier y tenía un apellido que estaba escrito en el testamento de su padre, un apellido a cuyo servicio se habría puesto pocos meses antes con vehemencia. Mostramos a Marius tal y como era. Incluso su padre se le borraba un tanto del alma con los fulgores de su amor.
Le contestó con apuro:
—¡Ah, es usted, Éponine!
—¿Por qué me llama de usted? ¿Le he hecho algo?
—No —contestó Marius.
Era cierto que no tenía nada contra ella. Antes bien. Pero es que notaba que lo único que podía hacer, ahora que llamaba de tú a Cosette, era llamar de usted a Éponine.
Como no decía nada más, la joven exclamó:
—Pero oiga…
Luego se calló. Era como si a aquella muchacha, antes tan despreocupada y tan atrevida, le faltasen ahora las palabras. Hizo por sonreír y no pudo. Volvió a intentarlo:
—Pues…
Luego se volvió a quedar callada y con los ojos bajos.
—Buenas noches, señor Marius —dijo de pronto, con brusquedad; y se fue.