Algunas de sus señas particulares
II
Algunas de sus señas particulares
El golfillo de París es el enano de la giganta.
No exageremos: ese querubín del arroyo a veces tiene camisa, pero, en tal caso, no tiene más que una; a veces tiene zapatos, pero entonces están sin suelas; a veces tiene casa y siente apego por ella y tiene allí a una madre, pero prefiere la calle, porque es donde encuentra libertad. Tiene sus propios juegos, su picardía propia que se fundamenta en el odio por los burgueses; y sus metáforas personales: morirse se dice sus oficios son: llamar a los coches de punto; bajar los estribos de los carruajes; crear zonas de tránsito entre las dos aceras de una calle en días de mucha lluvia, a lo que llama ; vocear los discursos que pronuncian las autoridades para provecho del pueblo francés; rascar las separaciones de los adoquines; tiene su propia moneda, que consiste en todos los pedacitos de cobre labrado que puedan hallarse en la vía pública. Esa curiosa moneda, que recibe el nombre de «andrajo», tiene un curso fijo y muy bien regulado entre los chiquillos de esa vida bohemia menuda.
Tiene, finalmente, su propia fauna, que observa con afán estudioso por los rincones: la mariquita; el pulgón de la calavera; el segador, «el diablo», un insecto negro que amenaza retorciendo la cola armada con dos cuernos. Tiene su monstruo fabuloso, con escamas en la tripa y no es un lagarto, con pústulas en el lomo y no es un sapo, que vive en los agujeros de los hornos de cal viejos y en los pozos negros secos: es negro, peludo, viscoso, reptante, a veces lento y a veces veloz; no chilla, pero mira, y es tan terrible que nadie lo ha visto nunca; a ese monstruo lo llama «el sordo». Buscar sordos entre las piedras es un placer que entra en la categoría de lo temible. Otro placer: levantar repentinamente un adoquín y ver cochinillas. Conoce cada zona de París por los hallazgos interesantes que pueden hacerse en ella. En los tajos del convento de las Ursulinas hay tijeretas; en el Panthéon, hay escolopendras; hay renacuajos en las cunetas de Le Champ de Mars.
En lo tocante a los dichos, este niño se parece a Talleyrand. No es menos cínico, pero es más honrado. Posee algo así como una jovialidad inesperada. Se ríe de forma irreprimible y desconcierta a los comerciantes. Tiene un repertorio que abarca con desenfado desde la comedia de caracteres a la farsa.
Pasa un entierro. Entre las personas del acompañamiento va un médico.
—¡Anda! —exclama un golfillo—. ¿Desde cuándo los médicos se hacen cargo de entregar personalmente el trabajo?
Otro golfillo está metido en una aglomeración. Un hombre muy serio, con gafas y dijes, se vuelve, indignado:
—¡Fresco! Le acabas de coger «el talle» a mi mujer.
—¿Yo, caballero? Que me registren.