Los miserables

Lo que pasa cuando se conoce al mayordomo de una iglesia

VI

Lo que pasa cuando se conoce al mayordomo de una iglesia

Adónde fue Marius lo veremos dentro de un rato.

Marius estuvo tres días fuera y, luego, regresó a París, se fue directamente a la biblioteca de la Facultad de Derecho y pidió la colección de .

Leyó , leyó todas las historias de la República y del Imperio, el todos los demás memoriales, los periódicos, los boletines, las proclamas; se lo leyó todo ansiosamente. La primera vez que se encontró con el nombre de su padre en los boletines del Gran Ejército estuvo con fiebre una semana entera. Fue a visitar a los generales a cuyas órdenes había servido Georges Pontmercy, entre otros el conde H. El mayordomo Mabeuf, a quien fue a ver, le contó la vida en Vernon, el retiro del coronel, sus flores, su soledad. Marius llegó a conocer a fondo a aquel hombre, que era de los que no hay muchos, aquel hombre sublime y dulce, aquella especie de león-cordero que había sido su padre.

No obstante, consagrado a ese estudio, que le ocupaba todos los instantes y todos los pensamientos, ya casi no veía a los Gillenormand. Aparecía a las horas de las comidas; luego, cuando lo buscaban, ya se había ido. La tía refunfuñaba. Gillenormand sonreía: «¡Bah! ¡Bah! ¡Está en la época de las chiquillas!». A veces, el anciano añadía: «¡Diablos! Yo creía que era una aventurilla; por lo visto, es una pasión».

Era una pasión, efectivamente. Marius estaba idolatrando a su padre.

Al tiempo, le cambiaban de forma extraordinaria las ideas. Las etapas de ese cambio fueron muchas y consecutivas. Como ésta es la historia de muchas mentes de nuestro tiempo, nos parece útil ir siguiendo esas etapas paso a paso y dejar constancia de todas.

La historia en la que acababa de poner la vista lo asombraba y lo desconcertaba.

El primer efecto fue el deslumbramiento.

La República y el Imperio no habían sido hasta entonces para él más que palabras monstruosas. La República, una guillotina en una luz crepuscular; el Imperio, un sable en la oscuridad de la noche. Acababa de mirarlos de cerca y donde esperaba no encontrar sino un caos de tinieblas, vio, con una especie de sorpresa inaudita entremezclada con temor y alegría, brillar unos astros, Mirabeau, Vergniaud, Saint-Just, Robespierre, Camille Desmoulins, Danton, y amanecer un sol: Napoleón. No sabía en qué punto estaba. Retrocedía, al cegarlo tantos resplandores. Poco a poco se le fue pasando el asombro y se acostumbró a esos rayos de luz, miró las acciones sin vértigo, examinó a los personajes sin temor; la Revolución y el Imperio se le aparecieron, con perspectiva luminosa, ante las pupilas visionarias; vio esos dos grupos de acontecimientos y de hombres resumirse en dos hechos gigantescos: la República, en la soberanía del derecho cívico devuelto a las masas; el Imperio, en la soberanía de la idea francesa impuesta a Europa; vio surgir de la Revolución la inmensa figura del pueblo; y del Imperio, la inmensa figura de Francia. Y se dijo en conciencia que todo aquello había sido bueno.

Lo que su deslumbramiento descuidaba en esa primera apreciación, excesivamente sintética, no nos parece necesario indicarlo aquí. Estamos dejando constancia del estado de una mente en marcha. Los progresos no se hacen de una vez ni en una única etapa. Dicho esto, de una vez por todas, en lo referido a lo anterior y lo que vendrá a continuación, seguimos adelante.

Marius cayó entonces en la cuenta de que, hasta entonces, no había comprendido a su país, de la misma forma que no había comprendido a su padre. No los había conocido a ninguno de los dos y había tenido, tapándole los ojos, algo así como una oscuridad voluntaria. Ahora veía; y, por un lado, admiraba y, por otro, adoraba.

Rebosaba añoranza y remordimiento, y pensaba con desesperación que todo cuanto tenía en el alma ya sólo se lo podía decir a una tumba. ¡Ay!, si su padre hubiera existido, si aún lo hubiera tenido, si Dios en su compasión y su bondad hubiera permitido que ese padre viviera aún, cómo habría corrido, cómo se habría abalanzado, como le habría gritado a su padre: «¡Padre! ¡Aquí estoy! ¡Soy yo! ¡Tengo tu mismo corazón! ¡Soy tu hijo!». ¡Cómo le habría besado la cabeza cana, cómo le habría inundado el pelo de lágrimas, cómo habría contemplado la cicatriz y le habría estrechado las manos y habría adorado la ropa que vestía y le habría besado los pies! ¡Ah! ¿Por qué se había muerto ese padre tan pronto, antes de tener edad para ello, antes de que le llegasen la justicia y el amor de su hijo? Marius llevaba en el corazón un sollozo continuo que decía en todo momento: ¡ay! Simultáneamente, se iba volviendo más serio y más sentado, en el auténtico sentido de esas palabras; más seguro de su fe y de su pensamiento. Continuamente acudían resplandores de la verdad a completarle la razón. Iba ocurriendo en él algo semejante a un crecimiento interior. Notaba una especie de engrandecimiento espontáneo que le venía de esas dos cosas nuevas: su padre y su patria.

Como cuando tenemos una llave, todo se abría; Marius se explicaba lo que había odiado; entendía lo que había aborrecido; veía ahora con claridad el sentido providencial, divino y humano de las cosas grandes que le habían enseñado a odiar y de los grandes hombres a quienes le habían enseñado a maldecir. Cuando se acordaba de sus opiniones anteriores, que eran sólo de ayer y que, no obstante, le parecían ya tan antiguas, se indignaba y sonreía.

De la rehabilitación de su padre pasó, con toda naturalidad, a la rehabilitación de Napoleón.

Debemos decir, no obstante, que ésta fue no poco laboriosa.

Desde la infancia, le habían inculcado, acerca de Bonaparte, las opiniones del partido de 1814. Ahora bien, a lo que tendían todos los prejuicios de la Restauración y todos sus intereses era a desfigurar a Napoleón. La Restauración lo aborrecía aún más que a Robespierre. Les sacó partido con bastante habilidad al cansancio de la nación y al odio de las madres. Bonaparte se convirtió en una especie de monstruo casi fabuloso y, para pintárselo a la imaginación del pueblo, que, como ya dijimos antes, se parece a la imaginación de los niños, el partido de 1814 mostró sucesivamente todas las máscaras que podían infundir temor, desde lo terrible que sigue siendo grandioso hasta lo terrible que se vuelve grotesco, desde Tiberio hasta el hombre del saco. De este modo, al nombrar a Bonaparte, había libertad para que todo el mundo o sollozase o soltara el trapo con tal de que el odio fuera la nota básica del acorde. Marius nunca tuvo en la mente —en lo tocante a ese hombre, como lo llamaban— más ideas que ésas. Se habían combinado con la tenacidad propia de su forma de ser. Llevaba en su fuero interno un muchachito tozudo que odiaba a Napoleón.

Al leer la historia, al estudiarla sobre todo en los documentos y los materiales, el velo que cubría a Napoleón ante los ojos de Marius se fue desgarrando poco a poco. Divisó algo inmenso y sospechó que hasta aquel momento había estado equivocado sobre Bonaparte igual que sobre todo lo demás; cada día veía con mayor claridad; y empezó a subir despacio, paso a paso, al principio casi de mala gana, luego embriagado y algo así como atraído por una fascinación irresistible, primero los peldaños oscuros, luego los peldaños iluminados vagamente y, por fin, los peldaños luminosos y espléndidos del entusiasmo.

Una noche, estaba solo en su cuartito, en los altos de la casa. Tenía la vela encendida; leía, acodado en la mesa, junto a la ventana abierta. Desde el espacio le llegaban todo tipo de ensoñaciones y se le entremezclaban con los pensamientos. ¡Qué espectáculo el que brinda la noche! Oímos ruidos sordos sin saber de dónde vienen; vemos cómo Júpiter, que es mil doscientas veces mayor que la Tierra, rutila igual que un ascua; el cielo azul es negro; las estrellas brillan; es algo soberbio.

Leía los boletines del Gran Ejército, esas estrofas heroicas escritas en el campo de batalla; veía en ellos, a intervalos, el nombre de su padre y, continuamente, el nombre del emperador; abarcaba todo el Imperio, inmenso; notaba algo así como una marea que le crecía por dentro e iba subiendo; le parecía a ratos que su padre pasaba junto a él como una ráfaga y le hablaba al oído; poco a poco se notaba fuera de sí; le daba la impresión de que estaba oyendo los tambores, el cañón, las trompetas, el paso cadencioso de los batallones, el galope sordo y lejano de la caballería; a ratos alzaba los ojos al cielo y miraba brillar, en las profundidades sin fondo, las constelaciones colosales; luego volvía a bajarlos al libro y allí veía otras cosas colosales que bullían confusamente. Tenía el corazón oprimido. Estaba exaltado, trémulo, jadeante; de pronto, sin saber qué le estaba pasando ni a qué obedecía, se puso de pie, sacó ambos brazos por la ventana, clavó la mirada en la sombra, en el silencio, en el infinito tenebroso, en la inmensidad eterna, y gritó: «¡Viva el emperador!».

A partir de ese momento, todo quedó dicho ya. El ogro de Córcega, el usurpador, el tirano, el monstruo que era amante de sus hermanas, el histrión discípulo de Talma, el envenenador de Jaffa, el tigre, Buonaparte, todo aquello se desvaneció y cedió el sitio, en la mente de Marius, a un resplandor inconcreto y cegador donde relucía a alturas inaccesibles el pálido fantasma marmóreo de César. El emperador no había sido para su padre sino el capitán queridísimo a quien se admira y a quien se entrega uno con abnegación; para Marius fue algo más. Fue el edificador predestinado del grupo francés sucesor del grupo romano en el dominio del universo. Fue el prodigioso arquitecto de un hundimiento, el continuador de Carlomagno, de Luis XI, de Enrique IV, de Richelieu, de Luis XIV y del comité de salvación pública, y tuvo, indudablemente, máculas y faltas, y no le faltó un crimen, es decir, fue humano; pero fue augusto en sus faltas, brillante en sus máculas y poderoso en su crimen. Fue el hombre predestinado que obligó a decir a todas las naciones: la gran nación. Y fue más aún; fue la mismísima encarnación de Francia al conquistar Europa con la espada que empuñaba y el mundo con la claridad que de él brotaba. Marius vio en Bonaparte a ese espectro deslumbrante que siempre estará enhiesto en la frontera, guardián del porvenir. Déspota, pero dictador; déspota fruto de una república y compendio de una revolución. Napoleón se convirtió para él en el hombre-pueblo de la misma forma que Jesús es el hombre-Dios.

Como vemos, lo mismo que les sucede a los recién llegados a una religión, su conversión lo embriagaba, caía en la adhesión e iba demasiado lejos; una vez metido en aquella cuesta abajo, casi le resultaba imposible detenerse. Lo invadía el fanatismo hacia la espada, que embarullaba en la mente con el entusiasmo por la idea. No se daba cuenta de que junto con la genialidad, y revuelta con ella, admiraba la fuerza, es decir, que afincaba en los dos apartados de su idolatría por un lado lo divino y por el otro lo brutal. En varios aspectos ahora se estaba equivocando de una manera diferente. Lo aceptaba todo. Existe una forma de llegar al error según se va hacia la verdad. Tenía una especie de buena fe violenta que lo aceptaba todo en bloque. En la nueva vía en que se había internado, tanto al juzgar los errores del antiguo régimen cuanto al valorar la gloria de Napoleón, daba de lado las circunstancias atenuantes.

En cualquier caso, había dado un paso prodigioso. Donde antes viera la caída de la monarquía veía ahora el nacimiento de Francia. Había cambiado de orientación. Lo que fue poniente ahora era levante. Había dado un giro.

Todas aquellas revoluciones le acontecían sin que su familia lo sospechase.

Cuando, en aquel milagroso alumbramiento, perdió por completo la envoltura antigua de partidario de los Borbones y de ultra, cuando se quitó la piel de aristócrata, de jacobita y de monárquico, cuando fue plenamente revolucionario, profundamente demócrata y casi republicano, acudió a un grabador del muelle de Les Orfèvres y le encargó cien tarjetas con el siguiente nombre:

Lo cual no era sino una consecuencia muy lógica del cambio que había ocurrido en él, cambio en que todo gravitaba en torno a su padre. Pero, como no conocía a nadie y no podía ir repartiendo tarjetas por las porterías, se las metió en el bolsillo.

Otra consecuencia lógica, a medida que se acercaba a su padre, a su memoria y a las cosas por las que el coronel había pasado veinticinco años luchando, fue que se alejó de su abuelo. Ya hemos dicho que hacía mucho que la forma de ser de su abuelo no era muy de su agrado. Existían ya entre ellos todas las disonancias que hay entre un joven serio y un anciano frívolo. El buen humor de Geronte escandaliza y exaspera la melancolía de Werther. Mientras compartieron las mismas opiniones políticas y las mismas ideas, en ellas coincidían el señor Gillenormand y Marius como se coincide en un puente. Cuando se desplomó el puente, se abrió el abismo. Y además, y sobre todo, Marius sentía arrebatos de ira indecibles al pensar que había sido el señor Gillenormand, por motivos estúpidos, quien lo había apartado sin compasión del coronel, privando así al padre del hijo y al hijo del padre.

A fuerza de venerar al padre, Marius llegó casi a aborrecer al abuelo.

Por lo demás, ya hemos dicho que nada de esto se notaba por fuera. Sencillamente se comportaba de una forma cada vez más fría; era lacónico en las comidas y se lo veía poco por casa. Cuando su tía se lo reprochaba, era muy manso y alegaba los estudios, las clases, los exámenes, algunas conferencias, Al abuelo no había quien lo moviera de su diagnóstico infalible: «¡Enamorado! Si sabré yo de esas cosas…».

Marius se ausentaba de vez en cuando.

—Pero ¿adónde irá? —preguntaba la tía.

En uno de esos viajes, siempre muy breves, fue a Montfermeil para atender a la indicación que le había dejado su padre y buscó al antiguo sargento de Waterloo, el posadero Thénardier. Thénardier había quebrado, la posada estaba cerrada y nadie sabía qué había sido de él. Para esas investigaciones, Marius faltó de casa cuatro días.

—Desde luego —dijo el abuelo— está hecho un perillán.

A la familia le había parecido notar que llevaba en el pecho y debajo de la camisa algo que le colgaba del cuello con una cinta negra.

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