Los miserables

La lista de la compra de Jondrette

XV

La lista de la compra de Jondrette

Poco después, a eso de las tres, Courfeyrac pasaba con Bossuet, casualmente, por la calle de Mouffetard. La nieve caía a más y mejor y lo llevaba todo. Bossuet le iba diciendo a Courfeyrac:

—Con tantos copos de nieve parece que hay en el cielo una peste de mariposas blancas.

De pronto, Bossuet divisó a Marius, que iba por la calle del postigo arriba y tenía un aspecto peculiar.

—¡Anda! —exclamó Bossuet—. ¡Marius!

—Ya lo he visto —dijo Courfeyrac—. Vale más no dirigirle la palabra.

—¿Por qué?

—Está ocupado.

—¿En qué?

—Pero ¿es que no ves la pinta que tiene?

—¿Qué pinta?

—Pinta de ir siguiendo a alguien.

—Es verdad —dijo Bossuet.

—¡Fíjate en qué mirada lleva! —añadió Courfeyrac.

—Pero ¿a quién demonios sigue?

—A alguna jovencita ligera de cascos en la flor de la vida. Está enamorado.

—Pero —comentó Bossuet— es que no veo ni jovencitas, ni cascos, ni flores, ni vida por la calle. No hay ni una mujer.

Courfeyrac miró y exclamó:

—¡Está siguiendo a un hombre!

Efectivamente, un hombre tocado con una gorra y a quien se le veía la barba gris aunque estuviera de espaldas caminaba unos veinte pasos por delante de Marius.

Aquel hombre llevaba un levita nueva que le estaba grande y unos pantalones espantosos, hechos jirones y sucios de barro negro.

Bossuet se echó a reír:

—¿Y quién será ese hombre?

—¿Ése? —contestó Courfeyrac—. Un poeta. Los poetas son aficionados a los pantalones de comerciante de pieles de conejo y las levitas de miembro del Senado.

—Vamos a ver dónde va Marius —dijo Bossuet— y vamos a ver dónde va ese hombre. Los seguimos, ¿te parece?

—¡Bossuet! —exclamó Courfeyrac—. ¡Aigle de Meaux! Es usted un borrico asombroso. ¡Seguir a un hombre que va siguiendo a un hombre!

Y se volvieron por donde habían venido.

Marius, efectivamente, había visto pasar a Jondrette por la calle de Mouffetard y lo estaba espiando.

Jondrette iba a lo suyo sin sospechar que tuviese ya unos ojos clavados en él.

Salió de la calle de Mouffetard y Marius lo vio entrar en una de las casuchas más espantosas de la calle de Gracieuse, donde estuvo alrededor de un cuarto de hora; luego volvió a la calle de Mouffetard. Se detuvo en una ferretería que había por entonces en la esquina con la calle de Pierre-Lombard y, pocos minutos después, Marius lo vio salir del local llevando en la mano un cortafríos de buen tamaño con mango de madera de pino que escondió debajo de la levita. A la altura de la calle de Le Petit-Gentilly, torció a la izquierda para llegar enseguida a la calle de Le Petit-Banquier. Iba cayendo la tarde; había dejado de nevar un rato, pero ahora volvía a caer la nieve; Marius se quedó emboscado en la propia esquina de la calle de Le Petit-Banquier, que estaba desierta como de costumbre, y dejó de seguir a Jondrette. Hizo bien, porque, al llegar cerca de la tapia baja junto a la que Marius había oído hablar al melenudo y al barbudo, Jondrette se volvió, se aseguró de que no lo seguía ni lo veía nadie y, luego, salvó la tapia de una zancada y desapareció.

Por el solar que aquella tapia bordeaba se llegaba al patio trasero de un antiguo negocio de alquiler de carruajes, de mala fama, que había quebrado. Todavía quedaban algunas medias berlinas viejas en los cobertizos.

Marius pensó que sería sensato aprovechar la ausencia de Jondrette para volverse a su cuarto; además, iba avanzando la hora; todas las tardes, la señora Burgon, cuando se marchaba para ir a trabajar de friegaplatos en el centro, tenía costumbre de cerrar la puerta de la casa, que siempre estaba ya a cal y canto al hacerse de noche. Marius le había dado su llave al inspector de policía; así que era importante que se diera prisa.

Había caído la tarde; ya era casi noche cerrada; no quedaba en el horizonte y en la inmensidad del espacio más que un punto que recibiera la luz del sol: era la luna.

Se estaba alzando, roja, por detrás de la cúpula baja de La Salpêtrière.

Marius regresó a zancadas a la finca de los números 50 y 52. Todavía estaba la puerta abierta cuando llegó. Subió las escaleras de puntillas y fue escurriéndose, pegado a la pared, por el pasillo hasta su habitación. Recordemos que a ambos lados de ese pasillo había buhardillas que estaban, aquella temporada, todas ellas vacías y por alquilar. La señora Burgon solía dejar las puertas abiertas. Al pasar por delante de una de esas puertas, a Marius le pareció divisar en una de las celdas deshabitadas cuatro cabezas de hombre que blanqueaba desvaídamente un resto de luz diurna que caía de una claraboya. Marius no intentó ver más, pues no quería que lo vieran. Consiguió meterse en su habitación sin que lo viese nadie y sin hacer ruido. Había llegado a tiempo por los pelos. Un momento después oyó irse a la señora Burgon y cerrarse la puerta de la calle.

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