Los miserables

La casa del pasadizo secreto

I

La casa del pasadizo secreto

A mediados del siglo pasado, un presidente de birreta del Parlamento de París, que tenía una amante y lo ocultaba, pues por entonces los grandes señores exhibían a sus amantes y los burgueses las ocultaban, mandó construir «un hotelito» en el barrio de Saint-Germain, en la calle de Blomet, que nadie frecuentaba y se llama ahora calle de Plumet, no lejos del lugar que llamaban a la sazón .

Se componía esa casa de un pabellón con un solo piso; dos salas en la planta baja, dos dormitorios en el primero; abajo, una cocina; arriba, un gabinete; bajo el tejado, un desván; y todo ello lo precedía un jardín con una gran verja que daba a la calle. Era un jardín de unos trescientos pies cuadrados. Y esto era cuanto podían vislumbrar los transeúntes; pero, en la parte trasera del pabellón, había un patio estrecho y, al fondo de ese patio, una vivienda de planta baja con dos habitaciones y un sótano, algo así como una previsión por si hubiera que ocultar a un niño y a su ama. Esa vivienda daba por detrás, pasando por una puerta disimulada con cerradura secreta, a un corredor largo y estrecho, enlosado, sinuoso, al aire libre, que transcurría entre dos tapias altas y que, oculto con arte prodigiosa y como perdido entre las cercas de los jardines y los campos cultivados, a cuyos recovecos y rodeos se amoldaba, llegaba hasta otra puerta, también con cerradura secreta, que se abría a medio cuarto de legua de allí, casi en otro barrio, al final de la calle de Babylone, por donde no pasaba nadie.

El señor presidente entraba por allí, de forma tal que incluso quienes lo estuvieran espiando y siguiendo y hubieran notado que el señor presidente iba a diario y de forma misteriosa a alguna parte no habrían podido sospechar que ir a la calle de Babylone era ir a la calle de Blomet. Merced a hábiles adquisiciones de terrenos, el ingenioso magistrado pudo llevar a cabo esas obras viarias en terrenos de su propiedad y, por consiguiente, sin control alguno. Más adelante, volvió a vender, en parcelas pequeñas para jardines y cultivos, esos terrenos que orillaban el corredor, y los propietarios de esas parcelas creían, a ambos lados de las tapias, que estaban viendo un muro divisorio y no sospechaban siquiera la existencia de esa prolongada cinta de baldosas que serpenteaba entre ambas tapias por entre sus platabandas y sus huertos de frutales. Sólo los pájaros veían esa curiosidad. Es probable que las currucas y los paros cotorreasen mucho el siglo pasado a cuento del señor presidente.

El pabellón, edificado en piedra y al estilo de Mansard, con paredes forradas de madera y muebles al estilo de Watteau, rococó por dentro y de peluca por fuera, tras el triple muro de unos setos de flores, tenía un toque discreto, coqueto y solemne, como corresponde a un capricho del amor y la magistratura.

Esa casa y ese corredor ya no existen en la actualidad, pero existían aún hace unos quince años. En 1793, un calderero compró la casa para derribarla, pero, como no le llegó el dinero, la nación lo declaró en quiebra. De forma tal que fue la casa la que derribó al calderero. A partir de entonces, no vivió nadie en la casa, que fue convirtiéndose despacio en unas ruinas, como toda morada a la que no presta vida la presencia del hombre. Conservó los muebles antiguos y siempre estuvo en venta o en alquiler, de lo que quedaban avisadas las diez o doce personas que pasan al cabo del año por la calle de Plumet mediante un cartel amarillo e ilegible colgado en la verja del jardín desde 1810.

A finales de la Restauración, esos mismos transeúntes pudieron notar que había desaparecido el cartel e, incluso, que estaban abiertos los postigos del primer piso. Efectivamente, en la casa vivía alguien. En las ventanas había «unos visillos coquetones», indicio de que vivía allí una mujer.

En el mes de octubre de 1829, un hombre de cierta edad se presentó y alquiló la casa tal y como estaba, incluidos, por supuesto, la vivienda trasera y el corredor que iba a dar a la calle de Babylone. Volvió a poner en uso las dos cerraduras secretas de las dos puertas del pasadizo. La casa, como acabamos de decir, estaba aún más o menos amueblada con el mobiliario antiguo del presidente, y el nuevo inquilino dispuso unas cuantas reparaciones, añadió acá y allá lo que faltaba, volvió a pavimentar el patio, puso ladrillos en los suelos de baldosa, peldaños en las escaleras, tablas en los entarimados y cristales en las ventanas. Y, finalmente, fue a vivir allí con una joven y una criada entrada en años, sin hacerse notar, más bien como alguien que se escurre que como alguien que entra en su casa. Los vecinos no hicieron comentarios por la sencilla razón de que no había vecinos.

Ese inquilino tan poco amigo de los alardes era Jean Valjean, y la joven era Cosette. La criada era una mujer llamada Toussaint a quien Jean Valjean había librado del hospital y de la miseria y que era vieja, de provincias y tartamuda, tres prendas que lo decidieron a tomarla a su servicio. Alquiló la casa a nombre del señor Fauchelevent, rentista. En todo lo referido más arriba el lector habrá tardado seguramente aún menos que Thénardier en reconocer a Jean Valjean.

¿Por qué se había ido Jean Valjean del convento de Le Petit-Picpus? ¿Qué había ocurrido?

No había ocurrido nada.

Recordemos que Jean Valjean era dichoso en el convento, tan dichoso que empezó a notarse la conciencia intranquila. Veía a Cosette a diario, notaba cómo nacía y le crecía por dentro cada vez más la paternidad, cuidaba mimosamente con el alma a aquella niña, se decía que era suya, que nada podría arrebatársela, que aquello duraría para siempre, que seguramente Cosette se metería monja, pues todos los días la incitaban suavemente a ello, y que, así, el convento sería en adelante el universo, tanto para ella como para él, que allí envejecería él y crecería Cosette, que allí envejecería Cosette y moriría él y que, finalmente, embelesadora esperanza, no era ya posible separación alguna. Y, meditando acerca de ello, fue a dar en ciertas perplejidades. Se hizo preguntas. Se preguntaba si toda aquella dicha le pertenecía en realidad, si no se compondría de la dicha de otra persona, de la dicha de aquella niña de la que él, un anciano, estaba incautándose, le estaba robando. ¿O acaso no era un robo? Se decía que aquella niña tenía derecho a conocer la vida antes de renunciar a ella; que privarla de antemano, y sin consultarla en cierto modo, de todas las alegrías so pretexto de librarla de todas las pruebas, que aprovecharse de su ignorancia y su aislamiento para que germinase en ella una vocación artificial, era desnaturalizar a una criatura humana y mentirle a Dios. Y ¿quién sabe si, al caer en la cuenta un día de todo eso y al verse monja y lamentarlo, no acabaría Cosette por odiarlo a él? Fue lo último que se le ocurrió, idea casi egoísta y menos heroica que las otras, pero que le resultaba insoportable. Decidió irse del convento.

Lo decidió; reconoció, desconsolado, que no quedaba más remedio. En cuanto a las objeciones, no las había. Tras haber residido cinco años entre esos muros y haberse esfumado, los motivos de temor, forzosamente, o ya no existían o se habían ido en desbandada. Podía regresar entre los hombres con tranquilidad. Había envejecido y todo había cambiado. ¿Quién iba a reconocerlo ahora? Y además, poniéndose en lo peor, sólo él corría peligro, y no tenía derecho a condenar a Cosette al claustro porque a él lo hubieran condenado a presidio. Por lo demás, ¿qué es el peligro ante el deber? Y, en última instancia, no había nada que le impidiera ser prudente y tomar precauciones.

En cuanto a la educación de Cosette, ya estaba prácticamente concluida y completa.

Cuando hubo tomado una determinación, esperó la ocasión oportuna. No tardó en presentarse. Fauchelevent falleció.

Jean Valjean pidió audiencia a la reverenda madre superiora y le dijo que se había encontrado con una modesta herencia a la muerte de su hermano con la que, a partir de entonces, podría vivir de las rentas, que dejaba el servicio del convento y que se llevaba a su hija; pero, como no era justo que Cosette, que no iba a profesar, hubiese recibido una educación gratuita, suplicaba humildemente a la reverenda madre que tuviera a bien aceptar que le pagase a la comunidad, como indemnización por los cinco años que Cosette había pasado allí, una cantidad de cinco mil francos.

Y así fue como se fue Jean Valjean del convento de la Adoración Perpetua.

Al salir del convento, cargó personalmente, y no quiso confiársela a ningún mozo, con la maletita cuya llave llevaba siempre encima. Aquella maleta tenía intrigada a Cosette por el aroma a sahumerio que salía de ella.

Adelantemos ya que nunca se separó de esa maleta. La tenía siempre en su cuarto. Era lo primero, y a veces lo único, que se llevaba al mudarse. Cosette se lo tomaba a broma y llamaba a la maleta al tiempo que decía: «Tengo celos de ella».

Por lo demás, Jean Valjean no dejó de notar una honda ansiedad al volver a mostrarse a cielo abierto.

Descubrió la casa de la calle de Plumet y allí se guareció. Ahora contaba con el nombre de Ultime Fauchelevent.

Simultáneamente, alquiló otros dos pisos en París, para llamar menos la atención que estando siempre en el mismo barrio, poder ausentarse de vez en cuando en cuanto sintiera la mínima inquietud y, finalmente, que nada volviera a pillarlo de improviso como le sucedió la noche en que escapó de Javert de forma tan milagrosa. Esos dos pisos eran dos viviendas muy reducidas y de aspecto pobre en dos barrios muy distantes entre sí, uno en la calle de L’Ouest y el otro en la calle de L’Homme-Armé.

Iba de vez en cuando tan pronto a la calle de L’Homme-Armé cuanto a la calle de L’Ouest y pasaba allí un mes o seis semanas con Cosette sin llevarse consigo a Toussaint. Recurría a los servicios de los porteros y se hacía pasar por un rentista de los arrabales que tenía un apeadero en la capital. Aquel hombre tan virtuoso tenía tres domicilios en París para escapar de la policía.

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