Los miserables

Un grupo que estuvo a punto de convertirse en histórico

I

Un grupo que estuvo a punto de convertirse en histórico

En aquella época, indiferente en apariencia, corría más o menos un estremecimiento revolucionario. Había en el ambiente bocanadas que volvían de las profundidades de 1789 y de 1792. La juventud estaba, que se nos consienta la expresión, mudando. Se transformaba casi sin darse cuenta, con el propio pasar del tiempo. La aguja que va avanzando por la esfera del reloj avanza también por las almas. Todos daban el paso adelante que tenían que dar. Los monárquicos se hacían liberales; los liberales se hacían demócratas.

Era como una marea que fuese subiendo complicada con mil resacas; eso es lo propio de las resacas, que lo revuelven todo; de ahí todas aquellas combinaciones de ideas tan singulares; adoraban a un tiempo a Napoleón y la libertad. Aquí estamos haciendo historia. Eran los espejismos de aquellos tiempos. Las opiniones pasan por diversas fases. Las teorías monárquico-volterianas, variedad muy rara, tuvieron una compañera simétrica no menos rara: el liberalismo bonapartista.

Hubo grupos con mentes más serias. En unos se sondeaban los principios; en otros se atenían al derecho. Se apasionaban por lo absoluto; se vislumbraban realizaciones infinitas; lo absoluto, precisamente porque es tan rígido, impele los espíritus hacia lo alto y los hace flotar en un cielo sin límites. No hay nada como el dogma para dar a luz el sueño. Y no hay nada como el sueño para engendrar el porvenir. Hoy; utopía; mañana, carne y hueso.

Las opiniones avanzadas tenían dobles fondos. Un comienzo de misterio amenazaba «el orden establecido», que era sospechoso y solapado. Síntoma revolucionario a más no poder. Las segundas intenciones del poder coinciden en la zanja con las segundas intenciones del pueblo. La incubación de las insurrecciones dialoga con la premeditación de los golpes de Estado.

Aún no existían en Francia esas extensas organizaciones subyacentes, como el tugendbund alemán y el carbonarismo italiano; pero acá y allá se iban ramificando excavaciones turbias. Aparecía en Aix el esbozo de había en París, entre otras afiliaciones del mismo tenor, la Sociedad de los Amigos del A B C.

¿Quiénes eran los Amigos del A B C? Una sociedad cuya finalidad era, en apariencia, educar a los niños; y, en realidad, poner en pie a los hombres.

Se decían Amigos del A B C, es decir, del del humillado. El era el pueblo. Querían ponerlo de pie. Un retruécano que habría sido un error tomarse a broma. A veces los retruécanos son muy serios en política; sin ir más lejos, el que convirtió a Narsé en general de un ejército; sin ir más lejos, sin ir más lejos, ; sin ir más lejos: etc.,

Los amigos del A B C eran pocos. Era una sociedad secreta en estado embrionario; un corrillo de amigos, podríamos decir casi si de los corrillos de amigos salieran alguna vez héroes. Se reunían en París en dos sitios diferentes: cerca del Mercado Central, en una taberna que se llamaba que saldrá a relucir más adelante, y cerca de Le Panthéon, en un café pequeño de la plaza de Saint-Michel llamado café Musain, hoy derruido; el primero de esos lugares de cita les caía cerca a los obreros; el segundo, a los estudiantes.

Los conciliábulos habituales de los Amigos del A B C se celebraban en una sala trasera del café Musain.

Aquella sala estaba bastante lejos de la del café, con la que la comunicaba un pasillo muy largo; tenía dos ventanas y una escalera excusada que daba a la callejuela de Les Grès. Allí se fumaba, se bebía, se jugaba, se reía. Se hablaba a voces de todo y en voz baja de otras cosas. En la pared estaba clavado, indicio suficiente para poner la mosca detrás de la oreja a un agente de policía, un mapa viejo de Francia en tiempos de la República.

La mayoría de los amigos del A B C eran estudiantes en entente cordial con algunos obreros. He aquí los nombres de los principales de ellos. Hasta cierto punto, les pertenecen a la historia: Enjolras, Combeferre, Jean Prouvaire, Feuilly, Courfeyrac, Bahorel, Lesgle o Laigle, Joly, Grantaire.

Tan amigos eran esos jóvenes que formaban todos juntos algo así como una familia. Todos, salvo Laigle, eran del sur de Francia.

Se trataba de un grupo notable. Se esfumó en las profundidades invisibles que hay a nuestra espalda. En el punto al hemos llegado de este drama, es posible que no esté de más enfocar un rayo de luz hacia esas cabezas jóvenes antes de que el lector las vea hundirse en la sombra de una aventura trágica.

Enjolras, a quien hemos nombrado en primer lugar, ya veremos por qué más adelante, era hijo único y rico.

Enjolras era un joven encantador capaz de ser terrorífico. Era de una belleza angelical. Era Antinoo arisco. Hubiérase dicho, al verle la reverberación ensimismada de la mirada, que ya en alguna vida anterior había cruzado por el apocalipsis revolucionario. Llevaba consigo esa tradición a modo de testigo. Sabía todos los detalles pequeños del acontecimiento grande. Tenía una forma de ser pontifical y guerrera, rara en un adolescente. Era oficiante y militante; en lo inmediato, soldado de la democracia; transcendiendo el movimiento contemporáneo, sacerdote del ideal. Tenía la mirada profunda, los párpados algo encarnados, el labio inferior abultado y fácilmente desdeñoso, la frente despejada. Un rostro con mucha frente es como un cielo con mucho horizonte. Igual que algunos muchachos del principio de este siglo y de finales del siglo pasado, que fueron ilustres a muy temprana edad, tenía una juventud excesiva, rozagante como la de una muchacha, aunque con momentos de palidez. Era ya hombre, pero aún parecía un niño. Sus veintidós años parecían diecisiete. Era de temperamento serio, no parecía estar enterado de que hubiera en la tierra una criatura llamada mujer. No tenía sino una pasión, el derecho; y un pensamiento único, derribar el obstáculo. En el monte Aventino, habría sido Graco; durante la Convención, habría sido Saint-Just. Apenas si veía las rosas, hacía caso omiso de la primavera, no oía cantar a los pájaros; los senos desnudos de Evadne no lo habrían inmutado más de lo que habrían inmutado a Aristogitón; tanto para él cuanto para Harmodio las flores sólo valían para ocultar la espada. Se comportaba con gravedad en las alegrías. Ante todo cuanto no fuera la República, bajaba castamente la vista. Era el pretendiente de mármol de la Libertad. Hablaba con inspiración áspera en que las palabras vibraban como un himno. Desplegaba las alas de forma inesperada. ¡Ay de la aventurilla que se hubiera arriesgado a tentarlo! Si alguna modistilla de la plaza de Cambrai o de la calle de Saint-Jean-de-Beauvais, al ver aquella cara de colegial fugado del aula, aquel cuello de paje, aquellas largas pestañas rubias, aquellos ojos azules, aquella melena tumultuosa al viento, aquellas mejillas sonrosadas, aquellos labios virginales, aquellos dientes exquisitos, hubiera apetecido toda aquella aurora y acudido a poner a prueba su belleza con Enjolras, una mirada inesperada y temible le habría abierto de repente un abismo y le habría enseñado a no confundir al querubín casquivano de Beaumarchais con el aterrador querubín de Ezequiel.

Junto a Enjolras, que encarnaba la lógica de la revolución, Combeferre encarnaba su filosofía. Entre la lógica de la revolución y su filosofía existe la siguiente diferencia: su lógica puede acabar en guerra, mientras que su filosofía sólo puede desembocar en la paz. Combeferre completaba y rectificaba a Enjolras. Era menos alto y más ancho. Pretendía volcar en las mentes principios dilatados de ideas generales; decía: «Revolución, pero civilización»; y, alrededor de la montaña cortada a pico, abría un anchuroso horizonte azul. Por eso en todos los puntos de vista de Combeferre había algo accesible y practicable. La revolución con Combeferre era más respirable que con Enjolras. Enjolras era la expresión del derecho divino, y Combeferre, del derecho natural. Aquél era una continuación de Robespierre; éste lindaba con Condorcet. Combeferre vivía más que Enjolras a la manera de la gente. Si les hubiera sido dado a esos dos jóvenes acceder a la historia, uno habría sido el justo, y el otro, el sabio. Enjolras era más viril; Combeferre era más humano. y tales eran desde luego sus respectivos matices. Combeferre era amable por los mismos motivos que Enjolras era severo: porque eran puros por naturaleza. Le gustaba la palabra «ciudadano», pero prefería la palabra «hombre». La habría dicho de buen grado en español. Lo leía todo, iba a los teatros, asistía a las clases públicas, aprendía de Arago la polarización de la luz, se entusiasmaba con una clase en que Geoffroy Saint-Hilaire había explicado la doble función de la arteria carótida externa y de la arteria carótida interna, la que forma el rostro y la que forma el cerebro; estaba informado de cuanto sucedía en el ámbito de la ciencia y la seguía paso a paso; comparaba a Saint-Simon con Fourier; descifraba los jeroglíficos; partía los guijarros que se encontraba y razonaba como un geólogo; dibujaba de memoria una mariposa bombyx; indicaba las faltas de francés en el Diccionario de la Academia; estudiaba a Puységur y a Deleuze; no afirmaba nada, ni siquiera los milagros; no negaba nada, ni siquiera los fantasmas; hojeaba la colección de meditaba. Decía que el porvenir está en manos del maestro de escuela y se ocupaba de temas de educación. Quería que la sociedad trabajase sin tregua para elevar el nivel intelectual y ético, para acuñar la ciencia, para poner en circulación las ideas, para impulsar el crecimiento de la mente de la juventud; y temía que la pobreza actual de los métodos, la miseria desde el punto de vista literario, que se limitaba a dos o tres siglos de la Antigüedad clásica, el dogmatismo tiránico de los pedantes oficiales, los prejuicios escolásticos y las rutinas acabasen por convertir nuestros centros de enseñanza en criaderos artificiales de ostras. Era sabio, purista, preciso, politécnico, aplicado; y, al tiempo, cavilador «hasta la quimera», decían sus amigos. Creía en todos los sueños: los ferrocarriles, la supresión del sufrimiento en las operaciones quirúrgicas, la fijación de la imagen en la cámara negra, el telégrafo eléctrico, los globos dirigidos. Por lo demás, no lo atemorizaban las fortalezas que alzaban por doquier contra el género humano las supersticiones, los despotismos y los prejuicios. Era de los que piensan que la ciencia acabará por rodear al enemigo y tomarlo por la espalda. Enjolras era un jefe; Combeferre era un guía. No es que Combeferre no fuera capaz de luchar, no se negaba a combatir cuerpo a cuerpo con el obstáculo ni a atacarlo por la fuerza o por la explosión; pero le agradaba más armonizar poco a poco, mediante la enseñanza de los axiomas y la promulgación de las leyes positivas, al género humano con su destino; y, si tenía que elegir entre dos claridades, tendía más a las luces que a las llamas. Un incendio puede, desde luego, remedar una aurora, pero ¿por qué no esperar a que amanezca? Un volcán da luz, pero el alba da mucha más. Es posible que Combeferre prefiriera la blancura de lo hermoso a la hoguera de lo sublime. Una claridad que enturbiase el humo, un progreso pagado con violencia no satisfacían sino a medias a aquella mente tierna y seria. Un pueblo desplomándose en la verdad como en un abismo, un 1793, lo asustaba; no obstante, aún lo repugnaba más el estancamiento, olía en él la putrefacción y la muerte; puestos a escoger, prefería la espuma al miasma, y prefería a la cloaca el torrente, y las cataratas del Niágara al lago de Montfaucon. En pocas palabras, no quería ni pausas ni prisas. Mientras sus tumultuosos amigos, caballerescamente prendados de lo absoluto, adoraban las esplendorosas aventuras revolucionarias y las ansiaban, Combeferre se inclinaba por dejar que actuase el progreso, el beneficioso progreso, frío quizá, pero puro; metódico, pero irreprochable; flemático, pero imperturbable. Combeferre se habría puesto de rodillas y habría juntado las manos para que llegase el porvenir con todo su candor y para que nada alterase la gigantesca evolución virtuosa de los pueblos. repetía sin cesar. Y, efectivamente, si la grandeza de la revolución es que mira sin pestañear el ideal cegador y vuela hacia él cruzando la tempestad, con sangre y fuego en las garras, la belleza del progreso es que no tiene mácula; y hay entre Washington, que es la representación de éste, y Danton, que es la encarnación de aquélla, la misma diferencia que separa al ángel de alas de cisne del ángel de alas de águila.

Jean Prouvaire era de un matiz aún más atenuado que Combeferre. Se llamaba Jehan por mor de ese capricho venial y pasajero que acompañó al poderoso y hondo movimiento de donde salió el tan necesario estudio de la Edad Media. Jean Prouvaire estaba enamorado, tenía un tiesto de flores, tocaba la flauta, escribía versos, amaba al pueblo, compadecía a las mujeres, lloraba por los niños, reunía en la misma confianza el porvenir y Dios y censuraba a la Revolución que hubiese cortado una cabeza regia, la de André Chénier. Tenía la voz habitualmente fina y, de repente, viril. Era culto hasta la erudición, y casi orientalista. Era bueno por encima de todo; y, cosa muy sencilla para quien sepa hasta qué punto son colindantes la bondad y la grandeza, en cuestiones de poesía prefería lo inmenso. Sabía italiano, latín, griego y hebreo; y ello le servía para leer a cuatro poetas nada más: Dante, Juvenal, Esquilo e Isaías. En francés, prefería Corneille a Racine y Agrippa d’Aubigné a Corneille. Le gustaba pasear al azar por los campos de avenas locas y acianos y estaba casi tan pendiente de las nubes como de los acontecimientos. Tenía dos posturas del pensamiento: una miraba al hombre y la otra miraba a Dios; o estudiaba o contemplaba. Se pasaba el día ahondando en las cuestiones sociales, el salario, el capital, el crédito, el matrimonio, la religión, la libertad de pensar, la libertad de amar, la educación, las leyes penales, la miseria, las asociaciones, la propiedad, la producción y el reparto, el enigma de abajo, que proyecta una sombra sobre el hormiguero humano; y, por las noches, miraba los astros, esos entes gigantescos. Igual que Enjolras, era rico e hijo único. Hablaba despacio, agachaba la cabeza, bajaba la vista, sonreía con apuro, se portaba con torpeza, parecía desmañado, se ruborizaba por cualquier nadería, era timidísimo. Por lo demás, era intrépido.

Feuilly era obrero en una fábrica de abanicos, huérfano de padre y madre; ganaba trabajosamente tres francos diarios y no pensaba sino en liberar el mundo. Tenía además otra preocupación: instruirse; y también a eso lo llamaba liberarse. Se había enseñado a sí mismo a leer y escribir; todo cuanto sabía lo había aprendido él solo. Feuilly era un corazón generoso. Ardía con unas llamas inmensas. Aquel huérfano había adoptado a los pueblos. Como echaba de menos a su madre, meditó acerca de la patria. No quería que hubiera en la tierra ni un hombre sin patria. Alimentaba en su fuero interno, con la intuición profunda del hombre del pueblo, lo que llamamos hoy en día . Había estudiado historia ex profeso para indignarse con conocimiento de causa. En aquel joven cenáculo de utópicos, que sobre todo pensaban en Francia, era el representante del exterior. Sus especialidades eran Grecia, Polonia, Hungría, Rumanía e Italia. Decía continuamente esos nombres, cuando venía a cuento y cuando no venía a cuento, con la tenacidad del derecho. Turquía oprimiendo a Grecia y Tesalia, Rusia oprimiendo a Varsovia y Austria oprimiendo a Venecia: esas violaciones lo exasperaban. De entre todos los tremendos abusos, lo sublevaba el de 1772. No existe más soberana elocuencia que la indignación sincera; y su elocuencia era de ésas. Nunca se cansaba de hablar de aquella fecha infame, 1772, de aquel pueblo noble y valiente eliminado a traición, de aquel crimen a seis manos, de aquella celada monstruosa, prototipo y patrón de todas esas espantosas supresiones de estados que, desde la fecha aquella, han padecido varias nobles naciones a las que han, como quien dice, tachado la partida de nacimiento. Todos los atentados sociales contemporáneos son consecuencia del reparto de Polonia. El reparto de Polonia es un teorema del que son corolarios todas las actuales fechorías políticas. No hay un déspota ni un traidor que, desde hace casi un siglo, no haya puesto su visado, homologado, refrendado y rubricado, el reparto de Polonia. Cuando consultamos el legajo de las traiciones modernas, ésta ocupa el primer puesto. El congreso de Viena estudió ese crimen antes de consumar el suyo. 1772 fue el toque de trompa para rematar a la pieza; y 1815, la ralea. Ése era el tema habitual de Feuilly. Aquel pobre obrero se había nombrado tutor de la justicia y ésta lo recompensaba dándole grandeza. Y es que, efectivamente, en el derecho hay cosas eternas. Ni Varsovia puede ser tártara ni Venecia puede ser tudesca. Los reyes pierden en estas empresas el esfuerzo y el honor. Antes o después, la patria sumergida se pone de nuevo a flote y vuelve a aparecer. Grecia vuelve a ser Grecia, Italia vuelve a ser Italia. La protesta del derecho contra el hecho persiste eternamente. El robo de un pueblo no prescribe. Atracos así no tienen futuro. No se le quita la marca a una nación como si se tratase de un pañuelo.

Courfeyrac tenía un padre al que llamaban señor de Courfeyrac. Una de las ideas erróneas de la burguesía de la Restauración en cuestiones de aristocracia y nobleza era tenerle fe al . El sabido es, no quiere decir nada. Pero los burgueses de tiempos de le tenían tanto aprecio a ese pobre que se creían en la obligación de apearse el tratamiento. El señor de Chauvelin quería que lo llamasen señor Chauvelin; el señor de Caumartin, señor Caumartin; el señor de Constant de Rebecque, Benjamin Constant; el señor de Laffayette, señor Lafayette. Courfeyrac no quiso quedarse atrás y se llamaba Courfeyrac a secas.

Casi podríamos no decir más en lo referido a Courfeyrac y limitarnos a indicar para el resto: Courfeyrac, véase Tholomyès.

Courfeyrac tenía, efectivamente, ese numen de la juventud que podríamos llamar la flor de la vida del ingenio. Más adelante se extingue, como la monería del gatito, y todo ese encanto desemboca, cuando anda con dos pies, en el adulto y, cuando anda a cuatro patas, en el gato.

Esa clase de ingenio, las generaciones que cruzan por las facultades, las sucesivas levas de jóvenes, se la transmiten y la van pasando de mano en mano, más o menos igual siempre; de forma tal que, como acabamos de indicar, a cualquiera que oyera a Courfeyrac en 1828 le parecería estar oyendo a Tholomyès en 1817. Con la salvedad de que Courfeyrac era un buen chico. Tras la aparente semejanza del ingenio que estaba a la vista, la diferencia entre él y Tholomyès era grande. El hombre latente que había en ambos era muy distinto en aquél y en éste. En Tholomyès había un procurador, y en Courfeyrac, un paladín.

Enjolras era el jefe; Combeferre era el guía; Courfeyrac era el núcleo. Los otros daban más luz y él daba más fluido calórico; el hecho es que tenía todas las cualidades de un núcleo, la redondez y la irradiación.

Bahorel había estado en los disturbios donde corrió la sangre en 1822 con motivo del entierro del joven Lallemand.

Bahorel era persona de buen humor y mala compañía, buenazo, manirroto, generoso por pródigo, elocuente por charlatán, descarado por atrevido; de muy buena pasta y ostentador de chalecos temerarios y opiniones de un escarlata subido; camorrista redomado, es decir, que nada le gustaba tanto como una bronca a menos que se tratase de un motín, y nada le gustaba tanto como un motín a menos que se tratase de una revolución; siempre dispuesto a romper una ventana, y luego a levantar los adoquines de una calle, y luego a derribar un gobierno, para ver cómo resultaba; llevaba estudiando once años. Le seguía el rastro al derecho, pero no lo cazaba. Su divisa era: y su escudo de armas, una mesilla de noche encima de la que se intuía un gorro cuadrado. Cada vez que pasaba delante de la facultad de Derecho, cosa que le sucedía pocas veces, se abotonaba la levita, aún no se había inventado el paletó, y tomaba precauciones higiénicas. Decía de la portalada de la facultad: «¡Qué anciana tan venerable!»; y del decano, el señor Delvincourt: «¡Menudo monumento!». Las clases le valían para escribir canciones, y los profesores, para hacerles caricaturas. Dilapidaba en no hacer nada una renta considerable, tres mil francos más o menos. Sus padres eran unos campesinos a quienes había sabido inculcarles respeto por su hijo.

Decía de ellos: «Son campesinos, y no burgueses; y por eso son inteligentes».

Bahorel, hombre caprichoso, se desperdigaba por varios cafés; los demás tenían sus costumbres; él no. Paseaba ocioso. Andar vagabundeando es algo humano, pasear ocioso es algo parisino. En el fondo, tenía una mente más penetrante y reflexiva de lo que aparentaba.

Hacía las veces de nexo entre los Amigos del A B C y otros grupos aún informes, pero cuyo diseño fue apareciendo más adelante.

Había en este cónclave de cabezas jóvenes un cofrade calvo.

El marqués de Avaray, a quien Luis XVIII hizo duque por haberlo ayudado a subir al coche de punto el día en que emigró, contaba que en 1814, cuando volvió el rey a Francia, al desembarcar en Calais, un hombre le presentó un memorial. «¿Qué pide usted aquí?» «Una administración de correos, Majestad.» «¿Cómo se llama?» «L’Aigle.»

El rey frunció el entrecejo al oír aquello del águila; miró la firma y vio que el apellido se escribía: . Aquella ortografía poco bonapartista le llegó al alma al rey y esbozó una sonrisa. «Majestad —siguió diciendo el hombre del memorial—, a un antepasado mío, que era mozo de traílla, lo apodaron Lesgueules. De ese mote viene mi apellido. Me llamo Lesgueules, por contracción Lesgle, y por corrupción L’Aigle.» Al oír esto el rey sonrió ya abiertamente. Más adelante le concedió a aquel hombre la administración de correos de Meaux, deliberadamente o sin caer en la cuenta.

El cofrade calvo del grupo era el hijo de ese Lesgle, o Lègle, y firmaba Lègle (de Meaux). Sus compañeros, para abreviar, lo llamaban Bossuet.

Bossuet era un joven alegre al que le pasaban muchas desgracias. Estaba especializado en que nada le saliera bien. Para contrarrestar, todo le hacía gracia. A los veinticinco años era calvo. Su padre acabó por tener una casa y un terreno; pero a él, al hijo, le faltó tiempo para perder en una especulación fallida el terreno y la casa. No le quedó nada. Tenía conocimientos e ingenio, pero se malograban. Todo le fallaba, todo lo engañaba; cuanto edificaba se le desplomaba encima. Si cortaba leña, se hería en un dedo. Si tenía una amante, no tardaba en descubrir que ella además tenía un amigo. Le pasaban desgracias continuamente; de ahí le venía la jovialidad. Decía: . Nada lo extrañaba, porque para él los accidentes eran lo previsto; se tomaba la mala suerte con serenidad y sonreía cuando lo hacía rabiar el destino como persona que sabe entender una broma. Era pobre, pero tenía el bolsillo lleno de buen humor inagotable. Llegaba enseguida al último céntimo, pero nunca a la última carcajada. Cuando la adversidad le entraba por la puerta, saludaba cordialmente a esa vieja conocida, y les palmeaba la tripa a las catástrofes; tenía tanta confianza con la Fatalidad que la llamaba con un diminutivo cariñoso: «¿Qué tal, Pepla?», le decía.

Esa persecución de la suerte le había dado inventiva. Contaba con grandes cantidades de recursos. No tenía dinero, pero se las ingeniaba para hacer, cuando le parecía, «gastos desorbitados». Una noche incluso llegó a gastarse cien francos cenando con una moza, lo que le inspiró en plena orgía esta frase memorable: «Buscona de cinco luises, quítame las botas».

Bossuet se encaminaba con calma hacia la profesión de abogado; estudiaba derecho por el sistema de Bahorel. Bossuet no andaba sobrado de casas donde vivir; a veces no tenía ninguna. Se iba alojando acá y allá, las más de las veces en casa de Joly. Joly estudiaba medicina. Tenía dos años menos que Bossuet.

Joly era el enfermo imaginario en joven. Lo que le había aportado la medicina era ser más enfermo que médico. A los veintitrés años, se tenía por achacoso y se pasaba la vida mirándose la lengua en el espejo. Afirmaba que el hombre se imanta igual que una aguja y, en su cuarto, tenía la cama con la cabecera orientada al sur y los pies al norte para que, por las noches, la gran corriente magnética del globo no le alterase la circulación. Durante las tormentas, se tomaba el pulso. Por lo demás, era el más animado de todos. Todas esas incoherencias —joven, maniático, enfermizo, alegre— se entendían bien entre sí y el resultado era una persona excéntrica y de trato agradable a quien sus compañeros, pródigos en consonantes aladas, llamaban Jolllly. «Cuatro eles para que las uses como cuatro alas», le decía Jean Prouvaire.

Joly solía tocarse la nariz con la contera del bastón, lo que es prueba de una mente sagaz.

Todos esos jóvenes tan diferentes y de quienes, en resumidas cuentas, sólo se debe hablar en serio tenían la misma religión: el Progreso.

Todos eran descendientes directos de la Revolución Francesa. Los más superficiales se ponían solemnes al decir esta fecha: 1789. Sus padres de carne y hueso habían sido moderados del Club de los Fuldenses, monárquicos, doctrinarios; daba igual; esa mescolanza anterior a ellos, que eran jóvenes, no era de su incumbencia: les corría por las venas la sangre pura de los principios. Se vinculaban sin que se interpusiera matiz alguno al derecho incorruptible y al deber absoluto.

Afiliados e iniciados esbozaban el ideal de forma subterránea.

Entre todos esos corazones apasionados y todas esas mentes convencidas había un escéptico. ¿Cómo es que estaba allí? Por yuxtaposición. Aquel escéptico se llamaba Grantaire y solía firmar con una erre mayúscula a modo de jeroglífico: R. Grantaire era un hombre que se guardaba muy mucho de creer en algo. Era, por lo demás, uno de los estudiantes que más había aprendido durante las clases a que asistía en París; sabía que el mejor café lo servían en el café Lemblin y que el mejor billar era el del café Voltaire; que en L’Ermitage, en el bulevar de Le Maine, había tortas regias y reales mozas; pollos asados con salsa picante en guisos de pescado en el portillo de La Cunette, y un vinillo blanco muy rico en el portillo de Le Combat. Sabía los sitios más indicados para todas las ocasiones; y unos cuantos bailes, además de usar las piernas y los pies para practicar los tipos de lucha y también era diestro en la lucha con palos. De propina, gran bebedor. Era inmensamente feo; la ojeteadora de botines más guapa de por entonces, Irma Boissy, indignada por tanta fealdad, dictó la siguiente sentencia: pero la fatuidad de Grantaire estaba más allá del desconcierto. Miraba amorosa y fijamente a todas las mujeres con expresión de decir de todas ellas: e intentaba que sus compañeros pensasen que estaba muy solicitado.

A todas estas expresiones: derechos del pueblo, derechos del hombre, contrato social, Revolución Francesa, República, democracia, humanidad, civilización, religión, progreso, les faltaba muy poco para carecer por completo de sentido desde el punto de vista de Grantaire. Sonreía al oírlas. El escepticismo, esa caries de la inteligencia, no le había dejado en la mente ni una idea completa. Vivía irónicamente. Éste era su axioma: Sólo hay algo seguro: el vaso lleno. Se burlaba de todas las devociones en todos los partidos y tanto del hermano como del padre, tanto de Robespierre en su juventud como de Loizerolles. «Mucho adelantaron muriéndose», exclamaba. Decía del crucifijo: «¡Hay que ver el éxito que tuvo ese patíbulo!». Mujeriego, jugador, libertino, a menudo ebrio, les daba a aquellos jóvenes reflexivos el disgusto de pasarse la vida canturreando: con la música de .

Por lo demás, ese escéptico tenía un fanatismo. Ese fanatismo no era ni por una idea ni por un dogma, ni por un arte ni por una ciencia; era por un hombre, Enjolras. Grantaire admiraba, quería y veneraba a Enjolras. ¿A quién se apuntaba ese desconfiado anárquico dentro de aquella falange de mentes absolutas? A la más absoluta. ¿Cómo lo subyugaba Enjolras? ¿Con las ideas? No. Con el carácter. Fenómeno este que podemos observar con frecuencia. Un escéptico que se apega a un creyente es algo tan sencillo como la ley de los colores complementarios. Nos atrae aquello de que carecemos. A nadie le gusta tanto la luz como al ciego. La enana se enamora locamente del tambor mayor. El sapo siempre está mirando al cielo: ¿por qué? Para ver volar al pájaro. A Grantaire, en quien reptaba la duda, le gustaba ver el vuelo planeado de la fe en Enjolras. Necesitaba a Enjolras. Sin darse del todo cuenta del porqué y sin pretender explicárselo, lo embelesaba aquella forma de ser casta, sana, firme, recta, dura, cándida. Admiraba instintivamente a su contrario. Sus ideas flojas, desmayadas, dislocadas, enfermas, deformes se aferraban a Enjolras como a una espina dorsal. Su raquis espiritual se apoyaba en aquella firmeza. Grantaire, junto a Enjolras, volvía a ser alguien. Por lo demás, él se componía de dos elementos incompatibles en apariencia. Era irónico y cordial. Su indiferencia sentía amor. Su mente podía prescindir de creencias pero su corazón no podía prescindir de amistad. Honda contradicción, ya que un afecto es un convencimiento. Así era su carácter. Hay hombres que parecen haber nacido para ser dorso, envés, reverso. Son Pólux, Patroclo, Niso, Eudamidas, Hefestión, Pechméja. No viven a menos que vayan adosados a otro; su nombre es segunda parte y sólo se escribe con la conjunción delante; su existencia no les pertenece; es la otra cara de un destino que no es el suyo. Grantaire era uno de esos hombres. Era el reverso de Enjolras.

Podríamos casi decir que las afinidades empiezan con las letras del alfabeto. En esa serie, O y P son inseparables. Podemos elegir entre decir O y P o, si no, Orestes y Pílades.

Grantaire, auténtico satélite de Enjolras, moraba en ese cenáculo de jóvenes; vivía en él; sólo en él estaba a gusto; los seguía a todas partes. Su alegría era ver ir y venir aquellas siluetas entre los vapores del vino. Lo toleraban por su buen humor.

Enjolras, como era creyente, desdeñaba a ese escéptico; como era sobrio, desdeñaba a ese borracho. Le concedía cierta compasión altanera. Grantaire era un Pílades no aceptado. Enjolras lo trataba mal continuamente, lo rechazaba con dureza; y él, que regresaba cuando lo alejaba, decía de Enjolras: «¡Qué mármol tan hermoso!».

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