Los miserables

De que no basta con ser borracho para ser inmortal

V

De que no basta con ser borracho para ser inmortal

Al día siguiente, cuando ya estaba bajando el sol, los pocos que transitaban por el bulevar de Le Maine se descubrían al paso de un coche fúnebre de un modelo antiguo, adornado con calaveras, tibias y lágrimas. En aquel coche iba una caja tapada con un paño blanco que cubría una cruz grande y negra, como una muerta de gran tamaño con los brazos colgando. Una carroza enlutada, en la que podía verse a un sacerdote con sobrepelliz y a un monaguillo tocado de rojo, iba detrás. Dos enterradores con uniforme gris de vueltas negras caminaban a derecha e izquierda del coche. Detrás, un anciano con ropas de operario, que cojeaba. El acompañamiento se dirigía hacia el cementerio de Vaugirard.

Del bolsillo del hombre asomaba el mango de un martillo, la hoja de un cortafríos y la doble antena de unas tenazas.

El cementerio de Vaugirard era una excepción entre los cementerios de París. Tenía usos particulares, de la misma forma que tenía puerta cochera y puerta secundaria, que los viejos del barrio, que no renunciaban al uso tenaz de los giros antiguos, llamaban la puerta de a caballo y la puerta de a pie. Ya hemos dicho que a las bernardas benedictinas de Le Petit-Picpus les habían concedido que las enterrasen en un rincón aparte y de noche porque aquellos terrenos habían pertenecido antaño a la comunidad. Los enterradores realizaban, por tanto, un servicio vespertino en verano y nocturno en invierno, lo que les imponía una disciplina especial. Las puertas de los cementerios de París se cerraban por aquel entonces al ponerse el sol y, por tratarse de una disposición municipal, el cementerio de Vaugirard tenía que observarla como los demás. La puerta de a caballo y la puerta de a pie eran dos verjas contiguas al lado de un pabellón del arquitecto Perronnet donde vivía el portero del cementerio. Esas verjas giraban, pues, inexorablemente, sobre los goznes en el preciso instante en que el sol desaparecía detrás de la cúpula de los Inválidos. Si, en aquellos momentos, se había demorado algún sepulturero dentro del cementerio, no tenía más recurso para salir que la tarjeta de sepulturero que facilitaba la administración de las pompas fúnebres. Había algo así como un buzón en el postigo de la ventana del portero. El sepulturero metía la tarjeta en ese buzón, el portero la oía caer, tiraba del cordón y se abría la puerta de a pie. Si el sepulturero no tenía la tarjeta, daba su nombre; el portero, que a veces estaba ya en la cama y dormido, se levantaba, iba a ver si conocía al sepulturero y abría la puerta con la llave; el sepulturero salía, pero le ponían una multa de quince francos.

Aquel cementerio, con esas originalidades propias que se salían de la norma, era un estorbo para la simetría administrativa. Lo suprimieron poco después, en 1830. Tomó el relevo el cementerio de Montparnasse, que heredó la famosa taberna colindante con el cementerio de Vaugirard, que coronaba una tabla con un membrillo pintado y que hacía esquina; en un lado estaban las mesas de los parroquianos; por el otro, daba a las tumbas. En el rótulo ponía: .

El cementerio de Vaugirard era lo que podríamos llamar un cementerio mustio. Entraba en la senectud. Lo invadía el moho y lo abandonaban las flores. La clase media no quería que la enterrasen en el cementerio de Vaugirard; era cosa de pobres. ¡En Le Père-Lachaise, eso sí! Que lo entierren a uno en Le Père-Lachaise es como tener muebles de caoba. En cosas así se nota la elegancia. El cementerio de Vaugirard era un recinto venerable organizado como un jardín francés antiguo. Paseos rectos, bojes, tuyas, acebos, sepulturas viejas bajo tejos viejos, la hierba muy alta. El crepúsculo resultaba trágico. Tenía un trazado muy lúgubre.

Aún no se había puesto el sol cuando el coche fúnebre del paño blanco y la cruz negra entró en la avenida del cementerio de Vaugirard. El hombre que iba detrás no era otro que Fauchelevent.

El entierro de la madre Crucifixion en la cripta, debajo del altar, la salida del convento de Cosette, el ingreso de Jean Valjean en la sala de las muertas, todo había transcurrido sin contratiempos y no había habido incidentes.

Digamos de pasada que la inhumación de la madre Crucifixion debajo del altar del convento nos parece algo completamente venial. Es una de esas faltas que parecen un deber. Las monjas la habían llevado a cabo no sólo sin alterarse sino con el aplauso de sus conciencias. En las clausuras, eso que llamamos el «gobierno» no es sino una intromisión en la autoridad, una intromisión siempre discutible. Primero, la regla; y el código, ya veremos. Hombres, haced todas las leyes que os venga en gana, pero para aplicároslas a vosotros. El peaje al César no es nunca más que la calderilla del peaje a Dios. ¿Qué es un príncipe comparado con un principio?

Fauchelevent cojeaba en pos del coche fúnebre, más contento que unas pascuas. Sus dos conspiraciones gemelas, una con las monjas y otra con el señor Madeleine, una a favor del convento y la otra en contra, iban ambas viento en popa. La calma de Jean Valjean era una de esas serenidades poderosas que se contagian. A Fauchelevent ya no le quedaba duda de que todo iba a salir bien. Lo que faltaba ya por hacer no era nada. En dos años había emborrachado diez veces al sepulturero, el buenazo de Mestienne, un hombre carrilludo. Su compadre Mestienne era un juguete en sus manos, hacía de él lo que quería. Le encasquetaba su voluntad y sus caprichos. La cabeza de Mestienne pensaba dentro del gorro de Fauchelevent. Fauchelevent estaba tranquilísimo.

En el momento en que el acompañamiento entró en la avenida que conducía al cementerio, Fauchelevent, contento, miró el coche fúnebre y se frotó las manazas diciendo a media voz:

—¡Menuda broma!

De pronto, el coche fúnebre se detuvo; habían llegado a la verja. Había que enseñar el permiso de inhumación. El empleado de las pompas fúnebres parlamentó con el portero del cementerio. Durante esa plática, que se traduce siempre en una parada de uno o dos minutos, alguien, un desconocido, se colocó detrás del coche fúnebre y al lado de Fauchelevent. Era algo así como un operario que llevaba una chaqueta con los bolsillos muy grades y un azadón debajo del brazo.

Fauchelevent miró al desconocido.

—¿Quién es usted? —preguntó.

El hombre contestó:

—El sepulturero.

Quien sobreviviera tras darle en pleno pecho una bala de cañón pondría la misma cara que puso Fauchelevent.

—¡El sepulturero!

—Sí.

—¡Usted!

—Yo.

—El sepulturero es Mestienne.

—Era.

—¿Cómo que era?

—Se ha muerto.

Fauchelevent se lo había esperado todo menos esto, que un sepulturero pudiera morirse. Pero es algo que sucede; también los sepultureros se mueren. De tanto cavar las fosas de los demás, van abriendo la suya.

Fauchelevent se quedó con la boca abierta. Apenas si tuvo fuerzas para tartamudear:

—Pero ¡si no es posible!

—Pero es así.

—Pero —siguió diciendo con voz desfallecida Fauchelevent— si el sepulturero es Mestienne.

—Después de Napoleón, Luis XVIII. Después de Mestienne, Gribier. Paleto, me llamo Gribier.

Fauchelevent, palidísimo, miraba al tal Gribier.

Era un hombre alto y flaco, lívido, de lo más fúnebre. Parecía un matasanos que se hubiera hecho sepulturero.

Fauchelevent se echó a reír.

—Pero ¡qué cosas pasan! Así que el compadre Mestienne se ha muerto. El pobre compadre Mestienne se ha muerto, pero ¡viva el compadre Lenoir! ¿Sabe quién es el compadre Lenoir? Es el jarro de tinto de 30 céntimos. ¡El jarro de Suresne, mecachis! ¡El auténtico Suresne de París! ¿Así que se ha muerto el amigo Mestienne? Pues lo siento, porque le gustaba la vida regalada. Pero también a usted le gustará la vida regalada, ¿no, compañero? Dentro de un rato nos vamos a echar un trago juntos.

El hombre contestó:

—Yo tengo estudios. Llegué a tercero. No bebo nunca.

El coche fúnebre había vuelto a ponerse en marcha y rodaba por el paseo principal del cementerio.

Fauchelevent andaba más despacio. Cojeaba más aún por preocupado que por impedido.

El sepulturero iba delante de él.

Fauchelevent volvió a pasarle revista al inesperado Gribier.

Era uno de esos hombres que, aunque jóvenes, parecen viejos y, aunque flacos, tienen mucha fuerza.

—¡Compañero! —gritó Fauchelevent.

El hombre se volvió.

—Yo soy el sepulturero del convento.

—Colega mío —dijo el hombre.

Fauchelevent, aunque inculto, pero muy agudo, se dio cuenta de que estaba tratando con una categoría temible, un pedante.

Refunfuñó:

—Así que Mestienne se ha muerto.

El hombre contestó:

—Del todo. Dios Nuestro Señor fue a mirar la libreta de vencimientos. Le tocaba a Mestienne. Mestienne se ha muerto.

Fauchelevent repitió automáticamente:

—Dios Nuestro Señor…

—Dios Nuestro Señor —dijo el hombre con tono de ser una autoridad—. Para los filósofos, el Padre Eterno; para los jacobinos, el Ser Supremo.

—¿Y no vamos a conocernos mejor usted y yo? —balbució Fauchelevent.

—Ya nos hemos conocido. Usted es un paleto y yo soy parisino.

—La gente no se conoce hasta que no ha bebido junta. Quien vacía el vaso vacía el corazón. Tiene que venir usted a tomar un trago conmigo. A cosas así no se les dice que no.

—Primero la obligación.

Fauchelevent pensó: estoy perdido.

Ya faltaba muy poco para llegar al paseo pequeño que llevaba al rincón de las monjas.

El sepulturero siguió diciendo:

—Paleto, yo tengo siete mocosos que alimentar. Como ellos tienen que comer, yo no puedo beber.

Y añadió, con la satisfacción de una persona seria que dice una frase ingeniosa:

—Su hambre es la enemiga de mi sed.

El coche fúnebre dio la vuelta a un grupo de cipreses, salió del paseo principal, se metió por uno más pequeño, rodó por la tierra y se hundió en un matorral. Eso era seña de que la sepultura estaba allí mismo. Fauchelevent acortaba el paso, pero no podía hacer que lo acortase el coche fúnebre. Afortunadamente, la tierra estaba blanda y húmeda con las lluvias del invierno, las ruedas se llenaban de barro y el coche avanzaba más despacio.

Fauchelevent se arrimó al sepulturero.

—¡Hay un vinillo de Argenteuil más rico! —susurró.

—Lugareño —dijo el hombre—, yo no debería estar de sepulturero. Mi padre era portero en el colegio para hijos de militares y me destinaba a la literatura. Pero tuvo contratiempos. Perdió dinero en la Bolsa. Yo he tenido que renunciar al estado de autor. Aunque todavía soy amanuense.

—¿Así que no es sepulturero? —respondió Fauchelevent, agarrándose a esa rama, aunque fuera muy delgada.

—Una cosa no quita la otra. Cumulo.

Fauchelevent no entendió la última palabra.

—Vamos a beber —dijo.

Aquí se impone un comentario. Fauchelevent, por mucha que fuera su ansiedad, proponía un trago, pero no aclaraba un punto: quién iba a pagar. Habitualmente, Fauchelevent proponía y Mestienne pagaba. Una invitación era lógica en la nueva situación que había creado el sepulturero nuevo y se imponía, pero el anciano jardinero no mencionaba, intencionadamente, quién se haría cargo de «la dolorosa». Y él, Fauchelevent, por muy conmocionado que estuviera, no tenía intención de pagar.

El sepulturero siguió diciendo, con sonrisa de superioridad.

—Hay que comer. He aceptado el puesto de Mestienne. Cuando uno ha acabado casi los estudios, es un filósofo. Al trabajo de la mano he añadido el del brazo. Tengo mi puesto de amanuense en el mercado de la calle de Sèvres. Ya sabe, el mercado de Les Parapluies. Todas las cocineras de La Croix-Rouge recurren a mí. Les escribo unas declaraciones chapuceras a los sorches. Por la mañana escribo cartas de amor y por la tarde cavo fosas. Así es la vida, rústico.

El coche seguía adelante. Fauchelevent, loco de preocupación, miraba a todos lados. Le corrían por la frente gruesas gotas de sudor.

—Sin embargo —siguió diciendo el sepulturero—, no se puede servir a dos amantes. Voy a tener que escoger entre la pluma y el azadón. El azadón me estropea la letra.

El coche fúnebre se detuvo.

El monaguillo bajó del coche de luto; luego, bajó el sacerdote.

Una de las ruedas pequeñas del coche estaba algo más alta, encima de un montón de tierra detrás del que se veía una fosa abierta.

—¡Menuda broma! —repitió Fauchelevent consternado.

Download Newt

Take Los miserables with you