La madre Innocente
III
La madre Innocente
Transcurrió más o menos un cuarto de hora. Regresó la superiora y volvió a sentarse en la silla.
Ambos interlocutores parecían preocupados. Levantamos acta de la mejor forma de que somos capaces del diálogo que vino a continuación.
—¿Fauvent?
—¿Reverenda madre?
—¿Conoce la capilla?
—Tengo en ella un jaulón para oír misa y los oficios.
—¿Y su trabajo lo ha obligado a entrar en el coro alguna vez?
—Dos o tres veces…
—Hay que levantar una piedra.
—¿Pesada?
—La losa que hay en el suelo, junto al altar.
—¿La piedra que cierra la cripta?
—Sí.
—Ésa es una de las ocasiones en que sería bueno contar con dos hombres.
—La madre Ascension, que tiene la fuerza de un hombre, lo ayudará.
—Una mujer nunca será un hombre.
—Sólo tenemos una mujer para ayudarlo. Cada cual hace lo que puede. Si dom Mabillon recopila cuatrocientas diecisiete epístolas de san Bernardo y Merlo Horstius sólo recopila trescientas setenta y siete, no por eso desprecio a Merlo Horstius.
—Ni yo tampoco.
—El mérito reside en trabajar según las propias fuerzas. Un convento de clausura no es un taller.
—Y una mujer no es un hombre. Mi hermano ¡ése sí que tiene fuerza!
—Y, además, tendrá usted una palanca.
—Ésa es la única clase de llave que sirve para esa clase de puertas.
—Hay una argolla de hierro.
—Pasaré por ahí la palanca.
—Y la piedra es pivotante.
—Bien está, reverenda madre. Abriré la cripta.
—Y las cuatro madres del coro lo ayudarán.
—¿Y cuando esté abierta la cripta?
—Habrá que volver a cerrarla.
—¿Algo más?
—Sí.
—Mándeme lo que me tenga que mandar su reverencia, reverenda madre.
—Fauvent, tenemos confianza en usted.
—Estoy aquí para hacer de todo.
—Y para callárselo todo.
—Sí, reverenda madre.
—Cuando esté abierta la cripta…
—La volveré a cerrar.
—Sí, pero antes…
—¿Qué, reverenda madre?
—Habrá que bajar algo.
Hubo un silencio. La superiora, tras hacer un gesto con el labio inferior que indicaba un titubeo, lo quebró:
—Fauvent.
—Reverenda madre.
—¿Sabe que esta mañana se ha muerto una madre?
—No.
—¿Es que no ha oído la campana?
—No se oye nada desde el fondo del jardín.
—¿De veras?
—Apenas si oigo mi toque cuando me llaman a mí.
—Murió al despuntar el día.
—Y además esta mañana el viento no soplaba de mi lado.
—Se trata de la madre Crucifixion. Una bienaventurada.
La superiora calló, movió por unos momentos los labios como si rezase mentalmente y siguió diciendo:
—Hace tres años, sólo por haber visto rezar a la madre Crucifixion, una jansenista, la señora de Béthune, volvió a la ortodoxia.
—Ah, sí, ahora oigo doblar la campana, reverenda madre.
—Las madres la han llevado al cuarto de las muertas, que da a la iglesia.
—Lo sé.
—Ningún hombre que no sea usted puede y debe entrar en ese cuarto. No se descuide. ¡Estaría bonito que entrase un hombre en el cuarto de las muertas!
—¡Hasta ahí podríamos llegar!
—¿Cómo?
—¡Hasta ahí podríamos llegar!
—¿Qué dice?
—Digo que hasta ahí podríamos llegar.
—¿Quiénes podrían llegar hasta ahí?
—Reverenda madre, no digo que vaya a llegar alguien, digo que hasta ahí podríamos llegar.
—No lo entiendo. ¿Por qué dice que podrían llegar hasta ahí?
—Para abundar en lo que ha dicho su reverencia, reverenda madre.
—Yo no he dicho que pudiera llegar nadie a ninguna parte.
—No lo ha dicho, pero yo lo he dicho para abundar en lo que decía su reverencia.
En ese momento, dieron las nueve.
—¡A las nueve de la mañana y a todas horas bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar! —dijo la superiora.
—Amén —dijo Fauchelevent.
La hora dio muy oportunamente. Cortó en seco lo de que hasta ahí podríamos llegar. Es probable que sin eso la superiora y Fauchelevent no hubieran conseguido nunca desenredar aquella madeja.
Fauchelevent se enjugó la frente.
La superiora volvió a susurrar algo para sus adentros, algo santo seguramente, y alzó de nuevo la voz.
—En vida, la madre Crucifixion hacía conversiones; después de muerta, hará milagros.
—¡Los hará! —contestó Fauchelevent, poniéndose al mismo paso que la superiora y esforzándose para no volver a salirse de él ni rechistar.
—Fauvent, la madre Crucifixion bendijo a la comunidad. No cabe duda de que no a todo el mundo le es dado morir como al cardenal De Bérulle, mientras decía la santa misa, ni exhalar el alma hacia Dios diciendo estas palabras: . Pero, sin aspirar a tan magna dicha, la madre Crucifixion ha tenido una muerte valiosísima. Estuvo consciente hasta el último momento. Nos hablaba y, luego, hablaba a los ángeles. Nos dejó sus últimos mandatos. Si tuviera usted algo más de fe y si hubiese podido estar en su celda, le habría curado la pierna tocándosela. Sonreía. Notábamos que estaba resucitando en Dios. En esa muerte ha habido algo del paraíso.
Fauchelevent creyó que era el final de una oración.
—Amén —dijo.
—Fauvent, hay que hacer lo que quieren los muertos.
La superiora pasó unas cuantas cuentas del rosario. Fauchelevent no decía nada. La superiora prosiguió:
—He consultado al respecto a varios eclesiásticos que laboran en Nuestro Señor y se dedican al ejercicio de la vida clerical con un fruto admirable.
—Reverenda madre, se oye mucho mejor doblar la campana desde aquí que desde el jardín.
—Además, ya no es una muerta, es una santa.
—Como su reverencia, reverenda madre.
—Llevaba veinte años durmiendo en su ataúd por permiso expreso de nuestro santo padre Pío VII.
—El que coronó al emper… a Buonaparte.
En un hombre tan hábil como Fauchelevent, había sido un recuerdo desafortunado. Afortunadamente, la superiora estaba sumida en sus pensamientos y no lo oyó. Siguió diciendo:
—Fauvent.
—Reverenda madre.
—San Diodoro, obispo de Capadocia, dispuso que se escribiera sobre su tumba sólo esta palabra: que quiere decir lombriz. Y lo hicieron, ¿verdad?
—Sí, reverenda madre.
—El beato Mezzocane, abad de Aquila, quiso que lo enterrasen debajo del patíbulo; y se hizo.
—Muy cierto.
—San Terencio, obispo de Porto, en la desembocadura del Tíber al mar, pidió que grabasen en su lápida la misma señal que ponían en la fosa de los parricidas, con la esperanza de que los viandantes escupieran en su tumba. Y se hizo. Hay que obedecer a los muertos.
—Así sea.
—El cuerpo de Bernard Guidonis, nacido en Francia, junto a Roche-Abeille, lo llevaron, como había dispuesto él y en contra de la voluntad del rey de Castilla, a la iglesia de los dominicos de Limoges, aunque Bernard Guidonis era obispo de Tuy, en España. ¿Hay quien diga lo contrario?
—Desde luego que no, reverenda madre.
—Lo atestigua Plantavit de la Fosse.
Pasó, en silencio, unas pocas cuentas más del rosario. Luego, siguió diciendo:
—Fauvent, a la madre Crucifixion la enterraremos en el ataúd en que durmió durante veinte años.
—Me parece muy justo.
—Es una continuación del sueño.
—¿Así que tendré que clavarla en ese ataúd?
—Sí.
—¿Y no usaremos la caja de las pompas fúnebres?
—Eso mismo.
—Estoy a las órdenes de su reverencia, reverenda madre.
—Las cuatro madres del coro lo ayudarán.
—¿A clavar el ataúd? No me hace falta.
—No. A bajarlo.
—¿Adónde?
—A la cripta.
—¿Qué cripta?
—La de debajo del altar.
Fauchelevent dio un respingo.
—¡La cripta de debajo del altar!
—La de debajo del altar.
—Pero…
—Tendrá usted una barra de hierro.
—Sí, pero…
—Levantará la piedra con la barra metiéndola por la argolla.
—Pero…
—Hay que obedecer a los muertos. Que la entierren en la cripta, debajo del altar de la capilla; que no la lleven a un suelo profano; seguir en la muerte en el mismo sitio en que rezó en vida: ése ha sido el deseo supremo de la madre Crucifixion. Nos lo pidió, lo que es como decir que nos lo ordenó.
—Pero si está prohibido.
—Los hombres lo prohíben y Dios lo manda.
—¿Y si llega a saberse?
—Nos fiamos de usted.
—Huy, yo soy como una piedra de la tapia del convento.
—Está reunido el capítulo. Las madres vocales, a las que acabo de consultar otra vez y que están deliberando, han decidido que enterremos a la madre Crucifixion como deseaba, en su ataúd y debajo de nuestro altar. Fíjese, Fauvent, ¿y si empezasen a suceder milagros aquí? ¡Qué gloria en el seno de Nuestro Señor para la comunidad! Los milagros salen de las tumbas.
—Pero, reverenda madre, ¿y si el agente de la comisión de sanidad…?
—San Benedicto II, en cuestiones de enterramientos, le plantó cara a Constantino Pogonato.
—Sí, pero el comisario de policía…
—Ghnodomero, uno de los siete reyes alemanes que entraron en las Galias durante el reinado del emperador Constancio, les reconoció expresamente a los religiosos el derecho a que los inhumasen como a tales, es decir, debajo del altar…
—Pero el inspector de la prefectura…
—El mundo no es nada en presencia de la cruz… Martín, undécimo general de los cartujos, le dio este lema a su orden: .
—Amén —dijo Fauchelevent, que siempre recurría a esa forma de salir del paso en cuanto oía hablar en latín.
Cualquier auditorio le basta a quien ha estado callado demasiado tiempo. El día en que el retórico Gymnástoras salió de la cárcel, llevando entre pecho y espalda muchos dilemas y silogismos reprimidos, se paró delante del primer árbol con que se topó, le echó una arenga y se esforzó mucho por convencerlo. La superiora, que solía estar sometida al embalse del silencio y tenía el depósito a rebosar, se puso de pie y exclamó con una locuacidad de compuerta abierta: —Tengo a Benito a la derecha y a Bernardo a la izquierda. ¿Quién es Bernardo? El primer abad de Claraval. Fontaine, en Borgoña, es una tierra bendita porque lo vio nacer. Su padre se llamaba Técélin, y su madre, Alèthe. Empezó en Císter y acabó en Claraval; lo ordenó abad el obispo de Châlons-sur-Saône, Guillermo de Champeaux; tuvo setecientos novicios y fundó ciento sesenta monasterios; venció a Abelardo en el sínodo de Sens en 1140, y a Pedro de Bruys y a Enrique, su discípulo, y a unos descarriados a quienes llamaban los Apostólicos; confundió a Arnaldo de Brescia, fulminó al monje Raúl, el matador de judíos, fue preponderante en 1148 en el concilio de Reims, consiguió que condenasen a Gilberto Porretano, obispo de Poitiers, consiguió que condenasen a Eón de la Estrella, zanjó los conflictos de los príncipes, le aportó sus luces al rey Luis el Joven, aconsejó al papa Eugenio III, dio una regla a la Orden del Temple, predicó la cruzada, hizo doscientos cincuenta milagros en su vida y hasta treinta y nueve en un día. ¿Quién es Benito? Es el patriarca de Montecasino, es el segundo fundador de la santidad claustral, es el Basilio de Occidente. De su orden proceden cuarenta papas, doscientos cardenales, cincuenta patriarcas, mil seiscientos arzobispos, cuatro mil seiscientos obispos, cuatro emperadores, doce emperatrices, cuarenta y seis reyes, cuarenta y una reinas, tres mil seiscientos santos canonizados y ahí sigue desde hace mil cuatrocientos años. ¡De un lado, san Bernardo, y del otro, el agente de sanidad! ¡De un lado san Benito, y del otro, el inspector de los servicios de limpieza! El Estado, los servicios de limpieza, las pompas fúnebres, los reglamentos, la administración, ¿qué se nos da a nosotras de todo eso? Habría viandantes que se indignarían si vieran cómo nos tratan. ¡No tenemos ni el derecho de darle nuestros restos a Jesucristo! Esa sanidad suya es un invento de la Revolución. Dios subordinado al comisario de policía; así es este siglo. ¡Cállese, Fauvent!
Fauchelevent no estaba demasiado a gusto que digamos con aquel chaparrón. La superiora siguió diciendo:
—Del derecho del monasterio para dar sepultura no duda nadie. Hay que ser un fanático o estar en el error para negarlo. Vivimos en unos tiempos de confusión terrible. La gente ignora lo que habría que saber y sabe lo que habría que ignorar. Es de una ignorancia crasa, e impía. Hay en esta época personas que no distinguen entre el magno san Bernardo y el Bernardo a quien llaman de los Pobres Católicos, un buen sacerdote que vivió en el siglo . Otros blasfeman y llegan incluso a comparar el cadalso de Luis XVI con la cruz de Jesucristo. Luis XVI sólo era un rey. ¡Ojo con Dios! Ya no quedan ni justos ni injustos. Es conocido el nombre de Voltaire y ya nadie sabe el nombre de César de Bus. Y, sin embargo, César de Bus es un beato y Voltaire es un desdichado. El último arzobispo, el cardenal de Périgord, ni siquiera sabía que tras Bérulle vino Charles de Gondren; y tras Gondren, François Bourgoin; y tras Bourgoin, Jean-François Senault; y tras Jean-François Senault, el padre Sainte-Marthe. Es conocido el nombre del padre Coton no porque sea uno de los tres que impulsaron la fundación del oratorio, sino porque lo usó para blasfemar el rey hugonote Enrique IV. A las personas de buena sociedad les gusta san Francisco de Sales porque hacía trampas en el juego. Y además la gente se mete con la religión. ¿Por qué? Porque hubo malos sacerdotes, porque Sagitario, obispo de Gap, era hermano de Salon, obispo de Embrun, y ambos siguieron a Mummol. ¿Y eso qué más dará? ¿Impide eso que san Martín de Tours fuera un santo y le diera a un pobre la mitad de la capa? Persiguen a los santos. Se cierran los ojos ante la verdad. Lo que se lleva son las tinieblas. Los animales más feroces son los animales ciegos. Nadie piensa en serio en el infierno. ¡Ah, qué mal pueblo! Por el rey ahora quiere decir por la Revolución. Ya no se sabe ni qué se les debe a los vivos ni qué se les debe a los muertos. Está prohibido morir santamente. El sepulcro es asunto civil. Causa espanto. San León II escribió dos cartas taxativas, una a Pierre Notaire y la otra al rey de los visigodos, para combatir y rechazar, en las cuestiones que tuvieran que ver con los muertos, la autoridad del exarca y la supremacía del emperador. Gualterio, obispo de Châlons, pasaba por delante, en este asunto, de Otón, duque de Borgoña. La magistratura antigua lo confirmaba. Antaño teníamos voz incluso en las cosas del siglo. El abad de Císter, general de la orden, era consejero nato del Parlamento de Borgoña. Hacemos con nuestros muertos lo que nos parece. ¿No está acaso en Francia el cuerpo del propio san Benito, en la abadía de Fleury, llamada de Saint-Benoît-sur-Loire, aunque murió en Italia, en Montecasino, un sábado 21 del mes de marzo del año 543? Todo esto es indiscutible. Aborrezco a los salmodiantes, odio a los priores, abomino de los herejes, pero todavía odiaría más a quien me dijera lo contrario. Basta con leer a Arnoul Wion, Gabriel Bucelinus, Trithème, Maurolico y dom Luc d’Achery.
La superiora tomó aliento y, luego, se volvió hacia Fauchelevent.
—¿Está entendido, Fauvent?
—Entendido, reverenda madre.
—¿Podemos contar con usted?
—Obedeceré.
—Muy bien.
—Pertenezco al convento en cuerpo y alma.
—Bien está. Cerrará el ataúd. Las hermanas lo llevarán a la capilla. Rezaremos el oficio de difuntos. Luego volveremos a la clausura. Entre las once y las doce de la noche, vendrá usted con la barra de hierro. Todo transcurrirá en el mayor secreto. Sólo estarán en la capilla las cuatro madres del coro, la madre Ascension y usted.
—¿Y la hermana que esté en el poste?
—No se dará la vuelta.
—Pero oirá.
—No atenderá. Por lo demás, lo que sabe la clausura el siglo lo ignora.
Hubo otra pausa. La priora siguió diciendo.
—Se quitará el cascabel. No hace falta que la hermana que esté en el poste se entere de que está usted presente.
—Reverenda madre.
—¿Qué, Fauvent?
—¿Ya ha venido el médico de los muertos?
—Vendrá hoy a las cuatro. Dimos el toque para que viniese el médico de los muertos. Pero ¿es que no oye ningún toque?
—Sólo me fijo en el mío.
—Eso está muy bien, Fauvent.
—Reverenda madre, voy a necesitar una palanca de seis pies por lo menos.
—¿De dónde la va a sacar?
—Donde no faltan verjas no faltan barras de hierro. Tengo un montón de chatarra al fondo del jardín.
—Unos tres cuartos de hora antes de la medianoche, que no se le olvide.
—Reverenda madre.
—¿Qué?
—Si, por casualidad, tuviera su reverencia más tareas como ésta, el que tiene mucha fuerza es mi hermano. ¡Un turco!
—Lo hará usted tan deprisa como pueda.
—No es que vaya muy deprisa. Soy un tullido; por eso necesitaría una ayuda. Estoy cojo.
—Cojear no es nada malo, y puede ser una bendición. El emperador Enrique II, que se opuso al antipapa Gregorio y devolvió el papado a Benedicto VIII, tiene dos motes: el Santo y el Cojo.
—Eso de las dos dotes está muy bien —masculló Fauchelevent, que, en realidad, estaba un tanto sordo.
—Ahora que lo pienso, Fauvent, vamos a tomarnos una hora entera. No estará de más. Esté junto al altar mayor con la barra de hierro a las once. El oficio empieza a las doce. Tiene que estar todo acabado un cuarto de hora largo antes.
—Haré cuanto pueda para que la comunidad vea cuánto me importa. Ya está dicho. Clavaré el ataúd. A las once en punto estaré en la capilla. Allí estarán las hermanas del coro y estará la madre Ascension. Más valdrían dos hombres. ¡En fin, vamos a dejarlo! Llevaré la palanca. Abriremos la cripta, bajaremos el ataúd y volveremos a cerrar la cripta. Y no quedará ni rastro. El gobierno no se lo maliciará. Reverenda madre, ¿así queda todo en orden?
—No.
—Pues, ¿qué queda?
—Queda la caja vacía.
Se quedaron callados un rato. Fauchelevent pensaba. La superiora pensaba.
—Fauvent, ¿qué haremos con la caja?
—La enterraremos.
—¿Vacía?
Otro silencio. Fauchelevent hizo con la mano izquierda ese ademán que prescinde de una pregunta embarazosa.
—Reverenda madre, la caja la clavo yo en la habitación de debajo de la iglesia y sólo puedo entrar yo, y le pondré por encima a la caja el paño mortuorio.
—Sí, pero los que carguen con ella, cuando la pongan en el coche fúnebre y la bajen a la fosa, notarán que no hay nada dentro.
—¡Ah, diab…! —exclamó Fauchelevent.
La superiora empezó a santiguarse y miró fijamente al jardinero. El «blos» se le quedó atragantado.
Se apresuró a inventarse algo para que quedase olvidada la palabrota.
—Reverenda madre, llenaré la caja de tierra. Y así parecerá que hay alguien dentro.
—Tiene razón. La tierra y el hombre son una misma cosa. ¿Así que se encarga usted de la caja vacía?
—Es cosa mía.
A la superiora se le serenó el rostro, hasta aquel momento nublado y sombrío. Hizo el ademán del superior que despide al inferior. Fauchelevent se encaminó hacia la puerta. Cuando iba a salir, la superiora alzó la voz y dijo con tono suave:
—Fauvent, estoy satisfecha de usted; mañana, después del entierro, tráigame a su hermano, y dígale que me traiga a su hija.