Qué hacer en el abismo a menos que se charle
II
Qué hacer en el abismo a menos que se charle
Dieciséis años se notan en la educación subterránea en disturbios; y junio de 1848 sabía más que junio de 1832. Por lo tanto, la barricada de la calle de la Chanvrerie no era sino un esbozo y un embrión comparada con las dos barricadas colosales que acabamos de describir someramente; pero en aquella época era temible.
Los insurrectos, bajo la atenta mirada de Enjolras, porque Marius ya no se fijaba en nada, aprovecharon la noche. No sólo hicieron reparaciones en la barricada, sino que la agrandaron. La elevaron otros dos pies. Unas barras de hierro clavadas en los adoquines parecían unas lanzas allí apostadas. Toda clase de escombros, que habían añadido tras traerlos de todas partes, volvían más complejo el entramado exterior. Habían vuelto a construir sabiamente el reducto, muralla por dentro y maleza por fuera.
Repararon las escaleras de adoquines, que permitían subir a la barricada como a la muralla de una ciudadela.
Asearon la barricada, quitaron los escombros de la sala de abajo, usaron la cocina como ambulancia, terminaron de curar a los heridos, recogieron la pólvora que andaba rodando por el suelo y por encima de las mesas, fundieron balas, fabricaron cartuchos, hicieron hilas, repartieron las armas de los caídos, limpiaron el interior del reducto, recogieron los restos y se llevaron los cadáveres.
Apilaron a los muertos en la callejuela de Mondétour, que seguía en su poder. El empedrado siguió siendo rojo mucho tiempo en aquel sitio. Había entre los muertos cuatro guardias nacionales de los arrabales. Enjolras mandó que pusieran de lado los uniformes.
Enjolras aconsejó a todo el mundo que durmiera un par de horas. Un consejo de Enjolras era una consigna. No obstante, sólo tres o cuatro disfrutaron de ese sueño. Feuilly dedicó esas dos horas a grabar en la pared frontera a la taberna:
¡VIVAN LOS PUEBLOS!
Esas tres palabras, excavadas en el mampuesto con un clavo, seguían leyéndose en esa pared en 1848.
Las tres mujeres habían aprovechado la tregua nocturna para esfumarse definitivamente, lo que permitió a los insurrectos respirar más a gusto.
Habían dado con alguna forma de refugiarse en una casa del vecindario.
La mayoría de los heridos podían seguir combatiendo y querían hacerlo. Cubrían el suelo de la cocina, convertida en ambulancia, unos colchones y unos haces de paja, donde estaban cinco hombres heridos de gravedad, entre los que había dos guardias municipales. A los guardias municipales los curaron los primeros.
Sólo quedaron ya en la sala de abajo Mabeuf bajo la sábana negra y Javert, atado al poste.
—Ésta es la sala de los muertos —dijo Enjolras.
En el interior de aquella sala, que apenas iluminaba una vela, al fondo del todo, como la mesa mortuoria estaba detrás del poste, como una barra horizontal, Javert de pie y Mabeuf yacentes formaban algo así como una cruz grande e imprecisa.
La vara del ómnibus, aunque los tiros la habían partido, daba aún para poder colgar de ella una bandera.
Enjolras, que tenía esa virtud propia de un jefe: hacer siempre lo que decía, sujetó a ese mástil el frac agujereado y ensangrentado del anciano muerto.
No era ya posible comer nada. No había ni pan ni carne. Los cincuenta hombres de la barricada llevaban allí dieciséis horas y no habían tardado en acabar con las escasas provisiones de la taberna. Llega siempre un momento en que toda barricada que resiste se convierte inevitablemente en la balsa de . Hubo que resignarse a pasar hambre. Eran las primeras horas de aquel día espartano del 6 de junio en que, en la barricada Saint-Merry, Charles Jeanne, rodeado de insurrectos que pedían pan, contestaba a todos esos combatientes que pedían de comer a gritos: «¿Para qué? Son las tres. A las cuatro estaremos muertos».
Como ya no quedaba de comer, Enjolras vedó que se bebiera. Prohibió el vino y racionó el aguardiente.
Habían encontrado en el sótano alrededor de quince botellas llenas, herméticamente selladas. Enjolras y Combeferre las examinaron. Combeferre, al subir, dijo: «Son existencias antiguas de Hucheloup, que empezó por ser tendero de ultramarinos».
—Debe de ser vino del bueno —comentó Bossuet—. Menos mal que Grantaire está durmiendo. Si estuviera despierto, nos costaría salvar esas botellas.
Enjolras, aunque la gente refunfuñaba, puso el veto a esas quinee botellas; y, para que nadie las tocase y fueran sagradas, mandó que las colocasen debajo de la mesa en la que yacía Mabeuf.
A eso de las dos de la mañana hicieron un recuento. Todavía eran treinta y siete.
Empezaba a apuntar el día. Acababan de apagar la antorcha, que habían vuelto a colocar en su alveolo de adoquines. Las tinieblas invadieron el interior de la barricada, esa especie de patinillo que formaba la calle, y parecía, en ese impreciso horror crepuscular, el puente de un barco desmantelado. Los combatientes iban y venían y se movían por él como formas negras. Por encima de aquel atemorizador nido de sombra, se esbozaban, lívidos, los pisos de las casas mudas; arriba del todo, las chimeneas iban blanqueando. El cielo tenía ese delicioso matiz indeciso que puede ser blanco y puede ser azul. Pasaban volando unos pájaros, gritando de felicidad. Como la casa alta que le hacía las veces de telón de fondo a la barricada miraba a levante, tenía un reflejo rosa en el tejado. En el tragaluz del tercer piso el viento de la mañana le revolvía el pelo gris al hombre muerto.
—Estoy contentísimo de que hayan apagado la antorcha —le decía Courfeyrac a Feuilly—. Esa antorcha que el viento espantaba era un fastidio. Parecía que tenía miedo. La luz de las antorchas se parece a la sensatez de los cobardes; da poca luz porque tiembla.
El alba espabila las mentes como si fueran pájaros; todos charlaban.
Joly, al ver un gato rondando por un canalón, hallaba en ello tema para filosofar.
—¿Qué es el gato? —exclamaba—. Es una corrección. Cuando Dios hizo el ratón, dijo luego: «¡Anda! He metido la pata». E hizo el gato. El gato es la errata del ratón. El ratón más el gato son la galerada vuelta a leer y corregida de la creación.
Combeferre, rodeado de estudiantes y de obreros, hablaba de los muertos, de Jean Prouvaire, de Bahorel, de Mabeuf, e incluso de Cabuc y de la circunspecta tristeza de Enjolras. Decía:
—Harmodio y Aristogitón, Bruto, Querea, Stéfano, Cromwell, Charlotte Corday, Louis Sand, todos tuvieron, tras asestar el golpe, su momento de angustia. Tenemos un corazón tan trémulo y la vida humana es un misterio tal que, incluso en un asesinato cívico, incluso en un asesinato liberador, en el caso de que los haya, el remordimiento de haber matado a un hombre supera la alegría de haber servido al género humano.
Y, tales son los meandros de la conversación, un minuto después, por una transición que procedía de los versos de Jean Prouvaire, Combeferre estaba comparando entre sí a los traductores de las a Raux con Cournand, a Cournand con Delille, y señalaba los escasos fragmentos traducidos por Malfilâtre y, en particular, los prodigios de la muerte de César; y con ese nombre, César, la charla volvía a Bruto.
—Fue justo —dijo Combeferre— que cayera César. Cicerón fue severo con César y tuvo razón. Esa severidad suya no es diatriba. Cuando Zoilo insulta a Homero, cuando Mævio insulta a Virgilio, cuando Visé insulta a Molière, cuando Pope insulta a Shakespeare, cuando Fréron insulta a Voltaire, se está cumpliendo una ley antigua de envidia y odio; los genios atraen las injurias; con los grandes hombres siempre se meten en mayor o menor grado. Pero Zoilo es una cosa y Cicerón es otra. Cicerón es justiciero con las ideas de la misma forma que Bruto es justiciero con la espada. En lo que a mí se refiere, censuro esta justicia, la de la espada, pero la Antigüedad la admitía. César, que violó el Rubicón, que concedió como si fueran suyas dignidades que procedían del pueblo, que no se levantaba cuando entraba el Senado, actuaba, como dice Eutropio, como un rey y casi como un tirano, Era un gran hombre; pues qué se le va a hacer; o mejor que fuera así, más elevada es la lección. Sus veintitrés heridas me conmueven menos que el escupitajo en la cara de Cristo. A César lo apuñalan los senadores; a Cristo lo abofetean unos criados. Se nota el Dios en que es mayor el ultraje.
Bossuet, que hablaba con los demás desde arriba, subido en un montón de adoquines, exclamaba, con la carabina en la mano:
—¡Ah, Cidateneo; ah, Mirrino; ah, Probalinto; ah, gracias de la Eántide! ¡Ah! ¿Quién me concederá el don de pronunciar los versos de Homero como un griego de Laurion o de Edapteón?