Los miserables

El corazón anciano y el corazón joven frente a frente

VII

El corazón anciano y el corazón joven frente a frente

Gillenormand tenía ya por entonces noventa y un años bien cumplidos. Seguía viviendo con la señorita Gillenormand en el número 6 de la calle de Les Filles-du-Calvaire, en aquella casa vieja que le pertenecía. Era, como recordaremos, uno de esos ancianos de antes que esperan la muerte bien tiesos, que no se doblan bajo la carga de la edad y que ni tan siquiera la pena doblega.

No obstante, su hija llevaba una temporada diciendo: «A mi padre se le están echando los años encima». Ya no abofeteaba a las criadas; ya no pegaba golpes con el bastón en el descansillo de la escalera con tanto entusiasmo cuando Basque tardaba en abrirle la puerta. La revolución de julio sólo lo había tenido exasperado seis meses escasos. Había visto casi con calma cómo emparejaba estos dos grupos de palabras: señor Humblot-Conté y senador de Francia. El hecho es que el anciano estaba muy abatido. No cedía ni se rendía porque no entraba en su forma de ser, ni física ni espiritual; pero, por dentro, se sentía desfallecer. Llevaba cuatro años esperando a Marius a pie firme, no puede decirse de otro modo, con el convencimiento de que aquel granujilla llamaría a la puerta el día menos pensado; ahora había llegado ya a decirse, en algunas horas adustas, que a poco que Marius tardase algo más… No era la idea de la muerte la que se le hacía insoportable, sino la de que, a lo mejor, no volvería a ver a Marius. No volver a ver a Marius no se le había pasado ni por instante por la cabeza hasta ahora; pero, en la actualidad, la idea empezaba a ocurrírsele y lo dejaba helado. La ausencia, como siempre sucede en los sentimientos naturales y auténticos, no había hecho sino incrementarle su cariño de abuelo por el niño ingrato que se había ido como si tal cosa. Es en las noches de diciembre, con diez grados bajo cero, cuando más se acuerda uno del sol. El señor Gillenormand era incapaz, o creía serlo, de dar un paso, él, el abuelo, para ir al encuentro del nieto. «Antes reventar», decía. No pensaba tener nada que reprocharse, pero se acordaba de Marius con un hondo enternecimiento y la desesperación muda de un hombre viejo que va caminando hacia las tinieblas.

Se le estaban empezando a caer los dientes, lo cual lo ponía aún más triste.

El señor Gillenormand, aunque no se lo confesaba a sí mismo, porque se habría sentido rabioso y avergonzado, nunca había querido a amante alguna como quería a Marius.

Había mandado colocar en su cuarto, ante la cabecera de la cama, como lo primero que quería ver al despertar, un antiguo retrato de su otra hija, la que había fallecido, la señora Pontmercy, un retrato que le habían hecho cuando contaba dieciocho años. Miraba continuamente aquel retrato. Y llegó a decir un día, cuando lo estaba contemplando:

—Creo que se le parece.

—¿A mi hermana? —preguntó la señorita Gillenormand—. Desde luego.

El anciano añadió:

—Y a él también.

En una ocasión, cuando estaba sentado, con las rodillas juntas y los ojos cerrados a medias, en postura abatida, su hija se arriesgó a decirle:

—Padre, ¿sigue usted igual de enfadado…?

Se detuvo, no atreviéndose a seguir hablando.

—¿Con quién? —preguntó él.

—Con el pobre Marius.

Gillenormand alzó la anciana cabeza, puso el puño arrugado y enflaquecido encima de la mesa y chilló, con su tono más irritado y vibrante:

—¿Pobre Marius, dice usted? ¡Ese caballero es un tunante, un golfo y un vanidoso de poca monta, un ingrato sin corazón y sin alma, un orgulloso y un mal hombre!

Y desvió la cara para que su hija no le viera las lágrimas que tenía en los ojos.

Tres días después, salió de un silencio que había durado cuatro horas para decirle a su hija a quemarropa:

—Había tenido el honor de rogarle a la señorita Gillenormand que no me lo mencionase nunca.

La tía de Marius renunció a todo intento y emitió este profundo diagnóstico: «Mi padre nunca quiso gran cosa a mi hermana desde que hizo aquella tontería. Está claro que detesta a Marius».

«Desde que hizo aquella tontería» quería decir: desde que se casó con el coronel.

Por lo demás, como ya hemos podido conjeturarlo, la señorita Gillenormand había fracasado en su intento de colocar en el lugar de Marius a su favorito, el oficial de lanceros. El sustituto Théodule no había tenido éxito. El señor Gillenormand no aceptó nunca el El vacío del corazón no se remedia con figurantes. Théodule, por su parte, aunque no le hacía ascos a la herencia, no estaba por la labor de cargar con el esfuerzo de agradar. El anciano fastidiaba al lancero y el lancero desagradaba al anciano. El teniente Théodule era alegre, sí, pero charlatán; frívolo, pero vulgar; amante de la vida regalada, pero compañía poco recomendable; tenía amantes, cierto es, y es no menos cierto que hablaba mucho de ellas, pero mal. En todas sus virtudes había un defecto. Al señor Gillenormand lo sacaba de quicio oírle contar las conquistas pedestres que hacía por los alrededores de su cuartel, que estaba en la calle de Babylone. Y, además, el teniente Gillenormand iba a veces de uniforme, con la escarapela tricolor. Y eso lo convertía en alguien absolutamente imposible de tratar. Gillenormand acabó por decirle a su hija: «Estoy harto de Théodule. Le tengo poca afición a la gente de guerra en tiempo de paz. Recíbelo tú, si quieres. No sé yo si no prefiero a los que atacan sable en mano que a los que llevan el sable a rastras. El entrechocar de las hojas en la batalla es, bien pensado, menos descorazonador que el golpeteo de la vaina del sable en los adoquines. Y además, eso de andar sacando pecho y metiendo la cintura como un fanfarrón y apretarse la cincha en el talle como una mujercita, llevar un corsé debajo de una coraza, es ser dos veces ridículo. Cuando se es un hombre de verdad, se queda uno a igual distancia del fantasmón y del remilgado. Ni fierabrás ni niño bonito. Te puedes quedar con tu Théodule para ti sola».

Por más que le dijo su hija: «Pero si es sobrino nieto suyo», resultó que el señor Gillenormand, que era abuelo de pies a cabeza, no tenía nada de tío abuelo.

En el fondo, como no era tonto y los comparaba, para lo único que había servido Théodule había sido para que añorase todavía más a Marius.

Una noche, era el 4 de junio, lo cual no le impedía al señor Gillenormand tener un hermoso fuego en la chimenea, había despedido a su hija, que estaba cosiendo en la habitación de al lado. Estaba solo en su cuarto de tapices pastoriles y con los pies en sus morillos; lo arropaba a medias su biombo ancho, de nueve paneles, de laca de Coromandel y se acodaba en su mesa, donde ardían dos velas de sebo tras una pantalla verde, arrellanado en su sillón tapizado y con un libro en la mano; pero no leía. Vestía como un petimetre del Directorio, según su propia moda, y parecía un retrato antiguo de Garat. Con semejante atuendo lo habrían seguido por la calle, pero, cuando salía, su hija lo abrigaba siempre con un gabán guateado de obispo, que le ocultaba la ropa. En casa, salvo para levantarse e irse a la cama, nunca se ponía bata. «Queda de viejos», decía.

Gillenormand se acordaba de Marius amorosa y amargamente y, como suele suceder, prevalecía la amargura. El cariño, que se agriaba, acababa siempre por entrar en ebullición y convertirse en indignación. Había llegado a ese punto en que intentamos hacernos a la idea y aceptar lo que destroza. Se estaba explicando a sí mismo que no había ya razón alguna para que Marius volviera, que si hubiera tenido que volver ya lo habría hecho, que tenía que renunciar a que lo hiciera. Intentaba acostumbrarse al pensamiento de que todo había concluido y que iba a morirse sin volver a ver al «caballero ese». Pero se rebelaba en él toda su naturaleza; su paternidad de anciano no podía aceptarlo. «¿Cómo? —decía, pues tal era su doliente estribillo—. ¿No volverá?» Tenía la cabeza calva caída sobre el pecho y clavaba en la ceniza del hogar, sin verla, una mirada lastimera e irritada.

Cuando más ensimismado estaba, entró Basque, el viejo criado, y preguntó:

—¿El señor puede recibir al señor Marius?

El anciano se enderezó, lívido y con el aspecto de un cadáver al que levanta una sacudida galvánica. Toda la sangre se le había ido al corazón. Tartamudeó:

—El señor Marius ¿qué más?

—No sé —contestó Basque, a quien intimidó y desconcertó la expresión de su amo—; no lo he visto. Ha sido Nicolette la que me ha dicho ahora mismo: «Está ahí un joven; diga que es el señor Marius».

Gillenormand balbució en voz baja:

—Hágalo pasar.

Y se quedó en la misma postura, cabeceando y con la mirada clavada en la puerta, que se volvió a abrir. Entró un joven. Era Marius.

Marius se detuvo en la puerta como si estuviera esperando a que lo mandasen entrar.

En la sombra de la pantalla no se le veía la ropa casi mísera. Sólo se le veía la cara serena y seria, pero extrañamente triste.

Gillenormand, a quien dejaron alelado el asombro y la alegría, se quedó unos instantes sin ver más que una claridad, como cuando se halla uno ante una aparición. Estaba a punto de desfallecer; veía a Marius a través de un resplandor cegador. Era él. ¡Era efectivamente Marius!

¡Por fin! ¡Después de cuatro años! Lo abarcó y lo hizo suyo, por decirlo de algún modo, de una ojeada. Lo vio guapo, de aspecto noble, distinguido, crecido, hombre hecho y derecho, de apariencia decorosa y con expresión encantadora. Le entraron ganas de abrir los brazos, de llamarlo, de abalanzarse hacia él; se le derritieron las entrañas de deleite; las palabras afectuosas le henchían el pecho y se le desbordaban; al fin afloró todo aquel cariño y le llegó a los labios, y, por ese contraste que era lo propio de su carácter, salió de ellos una frase dura: Dijo con brusquedad:

—¿Qué viene usted a hacer aquí?

Marius contestó, con apuro:

—Señor mío…

Al señor Gillenormand le habría gustado que Marius se le echase en los brazos. Se quedó descontento de Marius y de sí mismo. Notó que era brusco y que Marius era frío. Al buen hombre le causaba una ansiedad insoportable e irritante notarse tan tierno y tan desconsolado por dentro y no poder ser por fuera sino duro. Le volvió la amargura. Interrumpió a Marius con tono hosco:

—Y entonces ¿pará qué viene?

Ese «entonces» quería decir: Marius miró a su abuelo, a quien la palidez ponía cara de mármol.

—Señor mío…

El anciano añadió con voz severa:

—¿Viene a pedirme perdón? ¿Ha reconocido que cometió un error?

Creía que estaba poniendo a Marius en el buen camino y que el «niño» iba a ceder. Marius se estremeció; lo que le pedían era que renegase de su padre; bajó la vista y contestó:

—No, señor.

—Y entonces —exclamó impetuosamente el anciano con un dolor agudo y colmado de ira—, ¿qué quiere de mí?

Marius juntó las manos, dio un paso y dijo con voz débil y trémula:

—Señor, compadézcase de mí.

Aquella frase le llegó al alma al señor Gillenormand; si Marius la hubiera dicho antes, lo habría enternecido, pero llegaba demasiado tarde. El abuelo se levantó; se apoyaba en el bastón con ambas manos, tenía los labios blancos, le oscilaba la cabeza, pero, con su elevada estatura, miraba a Marius desde arriba inclinado.

—¡Compasión de usted, caballero! ¡El adolescente le pide compasión al anciano de noventa y un años! Está entrando en la vida y yo salgo de ella; va usted al teatro, al baile, al café, al billar, es ingenioso, agrada a las mujeres, es buen mozo; yo, en pleno verano, escupo en las brasas; usted tiene las únicas riquezas que existen; yo tengo todas las pobrezas de la vejez, de la invalidez, y de la soledad; tiene usted la dentadura completa, el estómago sano, la mirada despierta, fuerza, apetito, salud, buen humor, una selva de pelo oscuro; a mí ya no me quedan ni canas, me he quedado sin dientes, me fallan las piernas, pierdo la memoria, hay tres nombres de calles que confundo siempre, la calle de Charlot, la calle de Le Chaume y la calle de Saint-Claude, así de bajo he caído; usted tiene por delante el porvenir entero y colmado de sol; yo empiezo ya a no ver ni gota, así de adentrado voy ya en la oscuridad; usted está enamorado, ni que decir tiene; a mí no me quiere nadie en el mundo, ¡y me pide que lo compadezca! ¡Por Cristo que a Molière se le olvidó escribir esto! Si éstas son las bromas con que se andan en el Palacio de Justicia los señores abogados, les doy la enhorabuena. Tienen ustedes mucha gracia.

Y el nonagenario repitió, con voz enojada:

—A ver, ¿qué quiere de mí?

—Señor —dijo Marius—, sé que mi presencia le causa desagrado, pero sólo vengo a pedirle una cosa y, luego, me marcharé enseguida.

—¡Es usted un necio! —dijo el anciano—. ¿Quién le dice que se vaya?

Era la traducción de esta frase tierna que tenía en lo hondo del corazón: El señor Gillenormand se daba cuenta de que Marius iba a irse dentro de unos momentos, de que su mal recibimiento le causaba desvío, de que su dureza lo echaba a la calle; y, como en él el dolor se convertía en el acto en ira, su dureza iba a más. Habría querido que Marius cayese en la cuenta y Marius no caía; y el pobre hombre estaba furioso. Añadió:

—¡Cómo! ¡Me faltó al respeto, a mí, a su abuelo; se marchó de mi casa para ir a saber dónde; disgustó a su tía; se fue, está claro, resulta más cómodo, a llevar vida de soltero, a hacerse el petimetre, a volver a casa a deshora, a divertirse; no me ha dado señales de vida; se ha entrampado sin pedirme siquiera que le pagase las deudas; se ha vuelto un alborotador y un escandaloso y, al cabo de cuatro años, viene a mi casa y no tiene nada más que decirme!

Aquella forma violenta de orientar al nieto hacia el cariño no daba más fruto en Marius que el silencio. El señor Gillenormand se cruzó de brazos, ademán que era en él especialmente imperioso, y apostrofó a Marius amargamente:

—Acabemos. ¿Dice que viene a pedirme algo? ¿Y de qué se trata? ¿Qué es ello? Hable.

—Señor —dijo Marius con la mirada de un hombre que nota que va a caerse por un precipicio—, vengo a pedirle permiso para casarme.

El señor Gillenormand tocó la campanilla. Basque entornó la puerta.

—Que venga mi hija.

Un momento después volvió a abrirse la puerta; la señorita Gillenormand no entró, pero se asomó; Marius estaba de pie, mudo, con los brazos colgando y cara de criminal; el señor Gillenormand paseaba arriba y abajo por el cuarto. Se volvió hacia su hija y le dijo:

—Nada. Es el señor Marius. Salúdelo. El señor quiere casarse. Ya está. Váyase.

El tono de voz tajante y ronco del anciano anunciaba una singular plenitud de ira. La tía miró a Marius con expresión atemorizada, pareció reconocerlo apenas, no se le escaparon ni un gesto ni una sílaba y desapareció, al respirar su padre, como una brizna de paja ante el huracán.

Entretanto, Gillenormand había vuelto a apoyar la espalda en la chimenea.

—¡Casarse! ¡A los veintiún años! ¡Lo tiene en marcha! ¡Ya sólo le falta pedir permiso! Un mero requisito. Siéntese, caballero. ¿Qué? Así que ha tenido usted una revolución desde que no he tenido el honor de echarle la vista encima. Los jacobinos han ganado. Debió usted de alegrarse mucho. ¿No es republicano desde que es barón? Consigue usted llevarlo de frente. La república es buena salsa para la baronía. ¿Es usted uno de los condecorados de julio? ¿Ha tenido arte y parte en la toma del Louvre, caballero? Hay muy cerca de aquí, en la calle de Saint-Antoine, enfrente de la calle de Les Nonaindières, una bala de cañón incrustada en la pared, en el tercer piso de un edificio, con este letrero: 28 de julio de 1830. Vaya a verlo. Queda estupendamente. ¡Menudas cosas hacen sus amigos! Por cierto, ¿no están poniendo una fuente donde estaba el monumento al duque de Berry? ¿Así que quiere casarse? ¿Y con quién? ¿Puedo preguntar con quién sin pecar de indiscreto?

Calló y, antes de que a Marius le hubiera dado tiempo a contestarle, añadió con violencia:

—Vamos a ver, ¿cuenta con una posición? ¿Tiene fortuna? ¿Cuánto gana en su profesión de abogado?

—Nada —dijo Marius, con algo semejante a la firmeza y una resolución casi fiera.

—¿Nada? ¿Sólo tiene para vivir los mil doscientos francos que yo le paso?

Marius no contestó. El señor Gillenormand siguió diciendo:

—Entonces, ya lo entiendo, es que la muchacha es rica.

—Como yo.

—¿No tiene dote?

—No.

—¿Y esperanzas?

—No lo creo.

—¡En cueros! ¿Y el padre qué es?

—No lo sé.

—¿Y cómo se llama?

—Es la señorita Fauchelevent.

—¿Fauchequé?

—Fauchelevent.

—¡Pfff! —dijo el anciano.

—¡Caballero! —exclamó Marius.

El señor Gillenormand lo interrumpió con el tono de un hombre que habla consigo mismo.

—Eso es, veintiún años, sin posición, mil doscientas libras al año: la señora baronesa de Pontmercy irá a la frutería a comprar diez céntimos de perejil.

—Señor —dijo Marius, con el extravío de quien ve que se le esfuma la última esperanza—, ¡se lo suplico! Se lo pido por lo que más quiera, en nombre del cielo, con las manos juntas, señor, me arrojo a sus pies, permítame que me case con ella.

El anciano soltó una carcajada estridente y lúgubre que interrumpían la tos y las palabras:

—¡Vaya, vaya, vaya! Se ha dicho usted: Carape, ¡voy a ir a ver al vejestorio ese, a ese beocio absurdo! ¡Qué lástima no haber cumplido ya los veinticinco años! ¡Lo bien que le plantaría un ultimátum respetuoso! ¡Lo a gusto que prescindiría de él! Da igual, voy a decirle: Viejo imbécil, suerte tienes de estar viéndome, me apetece casarme, me apetece casarme con la señorita fulanita, hija del señor mengano; ¡no tengo zapatos que ponerme y ella anda sin camisa, pero qué más da, me apetece tirar por la borda mi carrera, mi porvenir, mi juventud, mi vida, me apetece zambullirme en la miseria con una mujer a cuestas, eso es lo que quiero y tienes que acceder! Y el viejo fósil ese accederá. Venga, muchacho, como quieras, ponte un adoquín al cuello, cásate con esa Pousselevent que dices, con esa Coupelevent que dices… Nunca, caballero, nunca.

—¡Padre!

—¡Nunca!

Al oír el tono de aquel «nunca», Marius perdió toda esperanza. Cruzó la habitación con paso lento, agachando la cabeza y trastabillando, más parecido a alguien que se muere que a alguien que se marcha. El señor Gillenormand lo seguía con la vista y, en el momento en que se abría la puerta y Marius iba a salir por ella, dio cuatro pasos con esa vivacidad senil de los ancianos impetuosos y mimados, agarró a Marius por el cuello del frac, lo hizo regresar a la habitación enérgicamente, lo arrojó a un sillón y le dijo:

—¡Cuéntame el asunto!

Había sido esa única palabra, que se le había escapado a Marius, la autora de aquella revolución.

Marius lo miró, extraviado. El rostro elocuente del señor Gillenormand no mostraba ya sino una campechanía ruda e inefable. El patriarca había cedido el lugar al abuelo.

—Vamos, venga, habla, cuéntame tus amoríos, charla, ¡dímelo todo! ¡Caray, qué bobos son los jóvenes!

—Padre —repitió Marius.

Una luz radiante inefable le iluminó la cara entera al anciano.

—¡Sí, eso es! ¡Llámame padre y ya verás!

Había ahora algo tan bondadoso, tan dulce, tan franco, tan paternal en aquella brusquedad que Marius, con aquel paso repentino del desánimo a la esperanza, se quedó como aturdido y embriagado. Estaba sentado junto a la mesa, la luz de las velas destacaba el deterioro del atuendo, que Gillenormand miraba asombrado.

—Verá, padre —dijo Marius.

—Pero bueno —lo interrumpió el señor Gillenormand—, ¿es cierto que andas sin un céntimo? Vas hecho una pena.

Rebuscó en un cajón y sacó una bolsa, que puso encima de la mesa:

—Toma, aquí van cien luises, cómprate un sombrero.

—Padre —siguió diciendo Marius—, mi buen padre, si usted supiera, la quiero. La primera vez que la vi, ¿sabe?, fue en Le Luxembourg, ella iba por allí; al principio, no me fijaba mucho en ella, y luego, no sé cómo, ocurrió, me enamoré. ¡Ay, qué desdichado fui! Pero ahora la veo a diario, en su casa; su padre no lo sabe, y, fíjese, van a marcharse, nos vemos en el jardín por las noches, su padre quiere llevársela a Inglaterra, y entonces me dije: voy a ir a ver a mi abuelo y a contárselo. De entrada me volvería loco, me moriría, enfermaría, me tiraría al agua. Tengo que casarme con ella a toda costa, porque me volvería loco. Y ésa es toda la verdad, creo que no me he dejado nada. Vive en un jardín con una verja, en la calle de Plumet. Por la zona de Les Invalides.

Gillenormand, radiante, se había sentado junto a Marius. Al tiempo que escuchaba y saboreaba el sonido de su voz, saboreaba también una prolongada toma de rapé. Al oír esas palabras, calle de Plumet, dejó de sorber y le cayó el resto del tabaco en las rodillas.

—La calle de Plumet, ¿la calle de Plumet has dicho? Vamos a ver. ¿No hay un cuartel por allí? Pues claro, eso es. Me lo ha mencionado tu primo Théodule. El lancero, el oficial. Una chiquilla, amigo mío, una chiquilla. Sí, por vida de, en la calle de Plumet. Se llamaba antes la calle de Blomet. Ya me acuerdo. Ya había oído hablar de esa niña de la verja de la calle de Plumet. En un jardín. Una Pamela. No tienes mal gusto. Dicen que es muy apañadita. Entre nosotros, me parece que el ganso ese del lancero le tiró los tejos hasta cierto punto. No sé hasta dónde llegó la cosa. En fin, da lo mismo. Además, no hay que hacerle ni caso. ¡Es un jactancioso, Marius! Me parece muy bien que un joven como tú esté enamorado. Es propio de tu edad. Me gustas más de enamorado que de jacobino. ¡Me gustas más prendado de unas faldas, caray! ¡De veinte faldas y no del señor Robespierre! En lo que a mí se refiere, debo decir que a mí, que nunca me han gustado los las únicas personas que me han gustado sin calzón han sido las mujeres. ¡Las chicas guapas son las chicas guapas, qué demonios! En eso no hay quien tenga nada que decir. En cuanto a la chiquilla, te recibe a escondidas del papá. Como tiene que ser. A mí también me pasaron cosas de ésas. Más de una. ¿Sabes lo que hay que hacer? No tomarse las cosas por la tremenda; no meterse de cabeza en lo trágico; no hay por qué llegar ni hasta el matrimonio ni hasta el señor alcalde con su faja puesta. Sencillamente, hay que ser un muchacho inteligente. Con sentido común. Mortales, pasad resbalando y no os caséis. Va uno a ver al abuelo, que en el fondo es un santo y a quien nunca le van a faltar unos cuantos cartuchos de luises en el cajón de un mueble viejo; y le dice: Abuelo, pasa esto. Y el abuelo dice: Nada más sencillo. Sólo se es joven una vez. Joven fui yo, y tú algún día serás viejo. Venga, muchacho, ya harás tú lo mismo por tu nieto. Toma dos mil francos. ¡Diviértete, demonios! ¡No hay nada mejor! Así es como tienen que ser las cosas. No hay que casarse, pero eso no quita. Ya me entiendes, ¿no?

Marius, petrificado e incapaz de articular palabra, dijo que no con la cabeza.

El buen hombre se echó a reír, guiñando los párpados arrugados, le dio una palmada en la rodilla, lo miró cara a cara con expresión misteriosa y radiante y le dijo, encogiéndose de hombros con inmensa ternura:

—¡Bobo! Cógela de querida.

Marius se puso pálido. No había entendido nada de cuanto acababa de decir su abuelo. Aquellas machaconerías de la calle de Blomet, de Pamela, del cuartel, del lancero le pasaron a Marius por delante como una fantasmagoría. Nada de aquello podía tener relación con Cosette, que era una azucena. El buen hombre divagaba. Pero la divagación había desembocado en una palabra que Marius había entendido y que era una injuria mortal para Cosette. Esa frase, le entró en el corazón al recto joven como una espada.

Se levantó, cogió el sombrero, que estaba en el suelo, y se encaminó hacia la puerta con paso seguro y firme. Al llegar a ella, se dio la vuelta, le hizo una honda reverencia a su abuelo, engalló la cabeza y dijo:

—Hace cinco años ofendió usted a mi padre; hoy, ofende a mi mujer. Ya no le pido nada, caballero. Adiós.

Gillenormand, estupefacto, abrió la boca, extendió los brazos y trató de levantarse; y, antes de que pudiera pronunciar una palabra, la puerta ya se había cerrado y Marius se habría esfumado.

El anciano se quedó unos momentos inmóvil, como si le hubiera caído un rayo, sin poder hablar ni respirar, como si un puño cerrado le apretase la garganta. Se levantó por fin trabajosamente del sillón, fue corriendo hasta la puerta con toda la velocidad con que se puede correr a los noventa y un años, la abrió y gritó:

—¡Socorro! ¡Socorro!

Apareció su hija; luego, los criados. Él siguió diciendo con un estertor que daba pena:

—¡Corred detrás de él! ¡Alcanzadlo! ¿Qué le he hecho? ¡Está loco! ¡Se va! ¡Ay, Dios mío! ¡Esta vez no volverá!

Fue a la ventana que daba a la calle, la abrió con las manos viejas y temblonas y asomó más de medio cuerpo mientras Basque y Nicolette lo sujetaban por detrás y gritó:

—¡Marius! ¡Marius! ¡Marius! ¡Marius!

Pero Marius ya no podía oírlo; estaba en ese momento volviendo la esquina de la calle de Saint-Louis.

El nonagenario se llevó dos o tres veces ambas manos a las sienes con expresión angustiada, retrocedió, trastabillando, y se desplomó en un sillón, sin pulso, sin voz, sin lágrimas, meneando la cabeza y moviendo los labios con expresión alelada y, en el corazón, algo sombrío y hondo que tenía un parecido con la oscuridad de la noche.

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