Los miserables

Algún asunto de faldas

VII

Algún asunto de faldas

Hemos mencionado anteriormente a un lancero.

Era el hijo de un sobrino nieto del señor Gillenormand, por la rama paterna, que llevaba una vida castrense, alejado de la familia y de cualquier residencia doméstica. El teniente Théodule Gillenormand cumplía con todos los requisitos para ser eso que llaman un guapo oficial. Tenía una «cinturita primorosa», una forma victoriosa de llevar el sable arrastrando y los bigotes engarfiados. Venía muy poco a París, tan poco que Marius no lo había visto nunca. Ambos primos sólo se conocían de nombre. Théodule era, nos parece que lo hemos dicho ya, el favorito de la señorita Gillenormand, que lo prefería porque no lo trataba. No tratar con la gente permite atribuirle todas las perfecciones.

Una mañana, la señorita Gillenormand se fue a sus aposentos tan conmocionada como se lo consentía su placidez. Marius acababa de pedirle otra vez a su abuelo permiso para hacer un breve viaje, añadiendo que pensaba irse ese mismo día a última hora de la tarde. «¡Adelante!», le había contestado el abuelo; y el señor Gillenormand añadió para su capote enarcando las cejas: «Está hecho un reincidente en eso de dormir fuera de casa». La señorita Gillenormand subió a su cuarto muy intrigada; y soltó por las escaleras esta muestra de admiración: «¡Se dice pronto!», y esta otra de interrogación: «Pero ¿dónde irá?». Intuía alguna aventura sentimental más o menos ilícita, una mujer en la penumbra, una cita, un misterio, y no le habría desagradado meter las gafas en el asunto. Paladear un misterio es algo así como tener la primicia de un lance, cosa que no desagrada a las almas piadosas. Hay en los compartimentos secretos de la beatería cierta curiosidad por el escándalo.

Era, pues, presa del inconcreto apetito de enterarse de algún suceso.

Para distraerse de esa curiosidad que la ponía un tanto nerviosa y la sacaba de sus costumbres, buscó refugio en sus talentos y se puso a hacer festones, hilo de algodón sobre tela de algodón: uno de esos bordados del Imperio y de la Restauración en los que hay muchas ruedas de cabriolé. Bordado mohíno, bordadora huraña. Llevaba varias horas sin moverse de la silla cuando se abrió la puerta. La señorita Gillenormand alzó la cara; tenía delante al teniente Théodule, que le hacía el saludo militar. Soltó un chillido de arrobo. Una será vieja, una será mojigata, una será devota, una será la tía del lancero, pero siempre resulta agradable ver que un lancero entra en el cuarto de una.

—¡Eres tú, Théodule! —exclamó.

—Estoy de paso, tía.

—Pero dame un beso.

—¡Aquí está el beso! —dijo Théodule.

Y la besó. La señorita Gillenormand fue a su secreter y lo abrió.

—Te quedarás toda la semana con nosotros, espero.

—Me voy esta noche, tía.

—¡No puede ser!

—Como dos y dos son cuatro.

—Quédate, Théodule, hijito, por favor.

—El corazón me dice que sí, pero las órdenes me dicen que no. Es una historia muy sencilla. Cambiamos de guarnición; estábamos en Melun y nos mandan a Gaillon. Para ir de la guarnición antigua a la nueva hay que pasar por París. Me he dicho: voy a ver a mi tía.

—Pues toma, por la molestia.

Y le metió en la mano diez luises.

—Querrá decir por mi satisfacción, querida tía.

Théodule la volvió a besar y ella tuvo el gusto de que las alfardillas del uniforme le arañasen un poco el cuello.

—¿Viajas a caballo con tu regimiento? —le preguntó.

—No, tía. Tenía empeño en venir a verla. Me han dado un permiso especial. Mi asistente va con el caballo. Yo viajo en diligencia. Y, por cierto, tengo que preguntarle una cosa.

—¿Qué?

—Mi primo, Marius Pontmercy, ¿también está de viaje?

—¿Cómo lo sabes? —dijo la tía, cuya curiosidad sintió un fuerte prurito.

—Al llegar fui a la diligencia para reservar un asiento en el coche.

—¿Y qué?

—Ya había ido un viajero a reservar un asiento en la imperial. Y vi en la hoja cómo se llamaba.

—¿Y cómo se llamaba?

—Marius Pontmercy.

—¡Será sinvergüenza! —exclamó la tía—. ¡Ay, ese primo tuyo no es un chico formal, como tú! ¡Y pensar que va a pasar la noche en una diligencia!

—Como yo.

—Sí, pero tú lo haces por obligación y él por vicio.

—¡Carape!

Llegados a este punto, le sucedió todo un acontecimiento a la señorita Gillenormand: se le ocurrió una idea. Si hubiera sido hombre, se habría dado una palmada en la frente. Le espetó a Théodule:

—¿Sabes que tu primo no te conoce?

—No, no me conoce. Yo lo he visto; pero él nunca se ha dignado fijarse en mí.

—¿Y vais a viajar juntos?

—Él en la imperial y yo dentro del coche.

—¿Dónde va esa diligencia?

—A Les Andelys.

—¿Y es ahí donde va Marius?

—A menos que, como yo, se quede por el camino. Yo me bajo en Vernon, para coger la correspondencia con Gaillon. Pero no sé nada del itinerario de Marius.

—¡Marius! ¡Qué nombre tan feo! ¿A quién se le ocurrió ponerle Marius? ¡Tú, por lo menos, te llamas Théodule!

—Preferiría llamarme Alfred —dijo el oficial.

—Atiende, Théodule.

—Atiendo, tía.

—Fíjate bien.

—Me fijo.

—¿Me estás escuchando?

—Sí.

—Bueno, pues Marius falta mucho de casa.

—¡Vaya, vaya!

—Viaja.

—¡Mira, mira!

—No viene a dormir.

—¡Toma, toma!

—Y nos gustaría saber qué hay detrás de todo eso.

Théodule contestó con la flema de un hombre curtido.

—Algún asunto de faldas.

Y, con esa risita a medias que procede de la certidumbre, añadió:

—Alguna chiquilla.

—Eso está claro —exclamó la tía, a quien le pareció que estaba oyendo al señor Gillenormand y notó que la palabra a la que le ponían el mismo retintín el sobrino nieto y el tío abuelo, le infundía un convencimiento irresistible. Y añadió: —Danos esa satisfacción: espía un poco a Marius. No te conoce, y te será fácil. Ya que hay una chiquilla, intenta ver a la chiquilla. Y nos cuentas la aventurilla por correo. Al abuelo le resultará muy entretenida.

No le tenía mucha afición que digamos Théodule a esa especie de guardia; pero le habían llegado al alma los diez luises y pensaba que podían tener segunda parte. Aceptó el encargo y dijo: «Como quiera, tía». Y añadió, para sus adentros: «Aquí estoy, convertido en dueña».

La señorita Gillenormand le dio un beso:

—No serías tú, Théodule, quien hiciera calaveradas así. Tú respetas la disciplina y eres esclavo de las órdenes; eres cumplidor escrupuloso del deber y no dejarías a tu familia para irte a ver a una perdida.

El lancero hizo la mueca satisfecha que haría el bandido Cartouche si le elogiasen su probidad.

Marius, la noche siguiente a ese diálogo, subió a la diligencia sin sospechar que llevaba vigilancia. En lo que respecta al vigilante, lo primero que hizo fue quedarse dormido. Fue un sueño absoluto y concienzudo. Argos se pasó la noche roncando.

Amanecía cuando gritó el conductor de la diligencia: «¡Vernon! ¡Posta de Vernon! ¡Viajeros para Vernon!». Y el teniente Théodule se despertó.

—Bueno —masculló, medio dormido aún—. Aquí es donde me bajo.

Luego, al írsele aclarando la memoria gradualmente según se iba despertando, se acordó de su tía, de los diez luises y de la cuenta que se había comprometido a dar de cuanto hiciera Marius. Y le entró la risa.

«A lo mejor no está ya en el coche —pensó mientras se abrochaba la guerrera del uniforme de diario—. Puede haberse quedado en Poissy; puede haberse quedado en Triel; si no se bajó en Meulan, ha podido bajarse en Mantes, a menos que se haya bajado en Rolleboise o que haya llegado hasta Pacy, donde ha tenido la posibilidad de tirar por la izquierda hacia Évreux o, por la derecha, hacia Laroche-Guyon. Échale un galgo, tía. ¿Qué demonios le voy a escribir a la viejecita?

En ese momento apareció en la ventanilla del coche un pantalón negro que bajaba de la imperial.

«¿Será Marius?», dijo el teniente.

Era Marius.

Una campesina joven, al pie del coche, mezclándose con los caballos y los postillones, ofrecía flores a los viajeros.

—Caballeros, flores para las señoras —voceaba.

Marius se le acercó y le compró las flores más bonitas del tenderete.

«Ahora sí que me ha entrado curiosidad —dijo Théodule, bajando del coche de un brinco—. ¿A quién demonios le llevará esas flores? Tiene que ser muy guapa la mujer que se merezca un ramo tan hermoso. Quiero verla.

Y, ahora no ya por encargo, sino por curiosidad personal, como esos perros que cazan por su cuenta, siguió a Marius.

Marius no se fijó en Théodule. Bajaban de la diligencia mujeres elegantes; no las miró. Parecía no ver nada de cuanto lo rodeaba.

«Pero ¡qué enamorado está!», pensó Théodule.

Marius se encaminó hacia la iglesia.

«Todo encaja —se dijo Théodule—. ¡La iglesia! Eso es. Las citas aliñadas con una pizca de misa son las mejores. No hay nada más delicioso que una mirada con intenciones que se salta a Dios.»

Marius llegó a la iglesia, pero no entró, y dio la vuelta por detrás de la cabecera. Desapareció por la esquina de uno de los contrafuertes del ábside.

«La cita es fuera —dijo Théodule—. Veamos a la chiquilla.»

Se acercó de puntillas a la esquina en que había girado Marius.

Y, llegado a ese punto, se quedó estupefacto.

Marius, con la frente apoyada en ambas manos, estaba arrodillado en la hierba, junto a una tumba. Había deshojado el ramo. En el extremo de la tumba, en un punto más alto que indicaba la cabecera, había una cruz de madera negra con este nombre en letras blancas: Coronel barón Pontmercy. Se oían los sollozos de Marius.

La chiquilla era una sepultura.

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