Las peripecias de la evasión
III
Las peripecias de la evasión
Esto es lo que había sucedido esa misma noche en La Force.
Aunque Thénardier estaba incomunicado, Babet, Brujon, Gueulemer y Thénardier se habían puesto de acuerdo para evadirse. Babet lo había hecho por su cuenta ese mismo día, como hemos sabido por lo que le contó Montparnasse a Gavroche. Montparnasse tenía que ayudarlos desde fuera.
A Brujon, que se había pasado un mes en una celda de castigo, le había dado tiempo, primero, a trenzar una cuerda y, después, a madurar un plan. Hace tiempo, esos lugares severos donde la disciplina de la cárcel deja al condenado sin más recursos que los propios, los componían cuatro paredes de piedra, un techo de piedra, un suelo de baldosas, un catre de tijera, un ventano con rejas y una puerta forrada de hierro, y eso se llamaba pero se impuso la creencia de que el calabozo era excesivamente espantoso; ahora se compone de una puerta de hierro, un ventano con rejas, un catre de tijera, un suelo de baldosas, un techo de piedra, cuatro paredes de piedra y se llama . Entra algo de luz a eso de las doce de la mañana. El inconveniente de esas celdas que, como vemos, no son calabozos, es que les deja tiempo para pensar a personas a las que habría que tener trabajando.
Así que Brujon había pensado y había salido de la celda de castigo con una cuerda. Como en el patio Charlemagne lo daban por muy peligroso, lo pusieron en el Edificio Nuevo. Lo primero con que se encontró en el Edificio Nuevo fue con Gueulemer; lo segundo fue con un clavo; Gueulemer, es decir, el crimen; un clavo, es decir, la libertad.
Brujon, de que quien ya es hora de que nos hagamos una idea completa, era, aunque aparentase ser de constitución delicada y languidez hondamente premeditada, un individuo educado, inteligente y ladrón, de mirada acariciadora y sonrisa atroz. La mirada era fruto de la voluntad, y la sonrisa, del carácter. Sus primeros estudios del arte que practicaba se centraron en los tejados; contribuyó a que avanzase mucho la industria de esos que arrancan el plomo, dejando pelados los tejados, y desguazan los canalones recurriendo al procedimiento que se conoce por .
Lo que hacía aún más favorable aquel momento para llevar a cabo un intento de evasión era que los plomeros y retejadores estaban precisamente por entonces reparando y remendando parte de las tejas de la cárcel. El patio Saint-Bernard no estaba ya aislado del todo del patio Charlemagne y del patio Saint-Louis. Había por las alturas andamios y escaleras; dicho con otras palabras, puentes y escaleras que daban a la libertad.
El Edificio Nuevo, que era lo más lleno de grietas y más decrépito que darse pueda, era el punto débil de la cárcel. El salitre se había comido tanto las paredes que no había quedado más remedio que forrar con un revestimiento de madera las bóvedas de los dormitorios, porque se desprendían de ellas piedras que les caían encima a los presos cuando estaban acostados. Pese a ser tan vetusto, se cometía el error de encerrar en el Edificio Nuevo a los acusados más conflictivos, de alojar en él a «las acusaciones de peso», como se dice en la cárcel.
En el Edificio Nuevo había cuatro dormitorios, en plantas sucesivas, y un sotabanco conocido por Le Bel-Air. Un cañón de chimenea, probablemente de alguna antigua cocina de los duques de La Force, arrancaba de la planta baja, atravesaba los cuatro pisos, dividía en dos todos los dormitorios, donde tenía la apariencia de un pilar chato, y salía por el tejado.
Gueulemer y Brujon estaban en el mismo dormitorio. Los habían puesto, por precaución, en la planta baja. Y, obra del azar, la cabecera de las camas de ambos iban pegadas al cañón de la chimenea.
Tenían a Thénardier exactamente encima de la cabeza, en el sotabanco que se llamaba Le Bel-Air.
El transeúnte que se detenga en la calle de Culture-Sainte-Catherine, pasado el cuartelillo de bomberos, delante de la puerta cochera de la casa de baños, ve un patio lleno de flores y de arbustos en cajas de madera, al fondo del cual se abren las dos alas de una rotonda blanca y pequeña que alegran unas contraventanas verdes, el sueño bucólico de Jean-Jacques. No hará más de diez años, por encima de esa rotonda se alzaba un muro negro, enorme, espantoso, desnudo, al que iba adosada. Era el muro del camino de ronda de La Force.
Ver aquel muro detrás de aquella rotonda era como vislumbrar a Milton detrás de Berquin.
Por elevado que fuera aquel muro, había un tejado que lo sobrepasaba y podía verse más lejos. Era el tejado del Edificio Nuevo. Destacaban cuatro tragaluces abuhardillados y con rejas; eran las ventanas de Le Bel-Air. Una chimenea atravesaba el tejado; era la chimenea que pasaba por los dormitorios.
El Bel-Air, ese sotabanco del Edificio Nuevo, era algo así como un amplio almacén abuhardillado que cerraban verjas dobles y puertas forradas de chapa y consteladas de clavos desmesurados. Cuando se entraba por el norte, a la izquierda caían los cuatro tragaluces y, a la derecha, enfrente de los tragaluces, cuatro jaulas cuadradas bastante amplias, espaciadas entre sí y que separaban unos corredores estrechos, de obra hasta media pared y, el resto, hasta el techo, con barrotes de hierro.
Thénardier estaba incomunicado en una de esas jaulas desde la noche del 3 de febrero. Nunca pudo saberse cómo y por connivencia con quién consiguió y escondió una botella de ese vino que inventó, dicen, Desrues, que lleva un narcótico y que hizo famoso la banda de los .
En muchas cárceles existen empleados traidores, a medias carceleros y a medias ladrones, que echan una mano en las evasiones, venden a la policía una domesticidad infiel y sisan lo que pueden.
Esa misma noche, pues, en que Gavroche dio asilo a los dos niños vagabundos, Brujon y Gueulemer, que sabían que Babet, que se había escapado esa misma mañana, los estaba esperando en la calle, y también Montparnasse, se levantaron sin hacer ruido y empezaron a agujerear, con el clavo que había encontrado Brujon, el cañón de chimenea al que tenían pegadas las camas. El escombro caía encima de la cama de Brujon, así que no podía oírlos nadie. Los chubascos, cuyo ruido se mezclaba con el de los truenos, movían las puertas en los goznes y convertían la cárcel en un estruendo terrible e inútil. Los presos que se despertaron hicieron como que se volvían a dormir y dejaron a lo suyo a Gueulemer y Brujon. Antes de que le llegase ruido alguno al vigilante que dormía en la celda enrejada que daba al dormitorio, ya habían agujereado la pared, subido por la chimenea y forzado el enrejado de hierro que cerraba el orificio superior del cañón y ya estaban en el tejado los dos respetables bandidos. La lluvia y el viento arreciaban y el tejado estaba resbaladizo.
—¡Qué buena negrera para una pértiga! —dijo Brujon.
Un abismo de seis pies de ancho y ochenta de profundidad los separaba del muro de ronda. En lo hondo de aquel abismo veían relucir en la oscuridad el fusil de un centinela. Ataron a los trozos de los barrotes de la chimenea, que acababan de retorcer, una punta de la cuerda que Brujon había fabricado en el calabozo, echaron la otra punta por encima del muro de ronda, salvaron de un salto el abismo, se asieron al caballete del muro, pasaron por encima, se deslizaron por la cuerda uno detrás de otro hasta un tejadillo pegado a la casa de baños, recogieron la cuerda, saltaron al patio de esa casa, lo cruzaron, abrieron el montante del portero, junto al que colgaba el cordón, tiraron de él, abrieron la puerta cochera y se encontraron en la calle.
No hacía ni tres cuartos de hora que se habían levantado de la cama, entre las tinieblas, con el clavo en la mano y el proyecto en la cabeza.
Pocos instantes después ya se habían reunido con Babet y Montparnasse, que andaban rondando por los alrededores.
Al tirar de la cuerda para recogerla, se les había roto y se había quedado un trozo en el tejado, atado a la chimenea. Por lo demás, no les había ocurrido más percance que haberse despellejado las manos casi por completo.
Aquella noche, Thénardier estaba al tanto de todo, sin que haya podido saberse cómo, y no dormía.
Hacia la una de la madrugada, la noche estaba muy oscura, pero vio pasar dos sombras por el tejado, entre la lluvia y el turbión, por delante del tragaluz que caía delante de su celda. Una de ellas se detuvo ante el tragaluz el tiempo que se tarda en echar una ojeada. Era Brujon. Thénardier lo reconoció y entendió lo que estaba pasando. No hizo falta más.
A Thénardier, que constaba como ladrón escabechador y estaba acusado de encerrona con nocturnidad, lo vigilaban continuamente. Un centinela, a quien relevaban cada dos horas, paseaba por delante de su jaula con el fusil cargado. Alumbraba Le Bel-Air un aplique. El preso llevaba en los pies unos grillos que pesaban cincuenta libras. Todos los días, a las cuatro de la tarde, un guardián, que llevaba dos dogos de escolta —así era como se procedía aún por entonces—, entraba en la jaula, dejaba junto a la cama un pan negro de dos libras, un jarro de agua y una escudilla llena de un caldo bastante flojo donde nadaban unas cuantas alubias; revisaba los grillos y golpeaba los barrotes. El hombre aquel, con sus dogos, volvía dos veces por la noche.
A Thénardier le habían dado permiso para tener algo parecido a una clavija de hierro que usaba para colgar el pan en una rendija de la pared, «para —a lo que decía— ponerlo fuera del alcance de las ratas». Como no perdían de vista a Thénardier, no les había parecido que hubiese inconveniente en dejarle la clavija. No obstante, se acordaron luego de que un guardián había dicho: «Valdría más dejarle sólo una clavija de madera».
A las dos de la madrugada relevaron al centinela, que era un soldado viejo, y, en su lugar, se quedó un recluta. Poco después, hizo la ronda el hombre de los perros y se fue sin que le llamase nada la atención, a no ser que el «sorche» era jovencísimo y tenía «pinta de rústico». Dos horas después, a las cuatro, cuando fueron a relevar al recluta, se lo encontraron dormido y tirado en el suelo, inerte, cerca de la jaula de Thénardier. En cuanto a Thénardier, ya no estaba. En las baldosas estaban los grillos, rotos. Había un agujero en el techo de la jaula y, encima, otro agujero en el tejado. Había arrancado una tabla de la cama y, seguramente, se la había llevado, porque no apareció. También encontraron en la jaula una botella medio vacía del licor estupefaciente con el que había dormido al soldado. La bayoneta del soldado había desaparecido.
Cuando descubrieron todo aquello, pensaron que Thénardier estaba ya fuera de todo alcance. La verdad es que ya no estaba en el Edificio Nuevo, pero corría todavía un gran peligro.
Thénardier, al llegar al tejado del Edificio Nuevo, encontró lo que quedaba de la cuerda de Brujon colgando de los barrotes de la trampilla superior de la chimenea, pero el trozo roto no era lo bastante largo y no pudo escapar saltándose el camino de ronda, como habían hecho Brujon y Gueulemer.
Cuando se dobla la esquina de la calle de Les Ballets para entrar en la calle de Le Roi-de-Sicile, se topa uno casi enseguida con una cavidad sórdida. Había allí en el siglo pasado una casa de la que no queda ya sino la pared del fondo, la pared de un auténtico caserón que alcanza la altura de un tercer piso entre los edificios colindantes. Se reconocen esas ruinas por los dos ventanales cuadrados que quedan aún: el del medio, el más próximo al gablete de la derecha, lo cierra una vigueta carcomida unida a la viga de carga. A través de esas ventanas se intuía a veces un trozo de la muralla del camino de ronda de La Force.
El hueco que dejó en la calle la casa derribada lo llena a medias una empalizada de tablas podridas que apuntalan cinco mojones de piedra. En ese cercado se oculta una casucha que se apoya en lo que queda en pie de las ruinas. En la empalizada hay una puerta que, hace unos cuantos años, cerraba sólo con una falleba.
A la cresta de esas ruinas es adonde había llegado Thénardier a las tres de la mañana más o menos.
¿Cómo había llegado ahí? Nunca ha podido ni saberse ni hallarle explicación. Los relámpagos debieron de ser a un tiempo una molestia y una ayuda. ¿Usó las escaleras y los andamios de los retejadores para recorrer, de tejado en tejado, de cerca en cerca, de compartimento en compartimento, los edificios del patio Charlemagne, luego los edificios del patio Saint-Louis, el muro de ronda y, desde allí, el caserón de la calle de Le Roi-de-Sicile? Pero en aquel trayecto había soluciones de continuidad que parecían convertirlo en impracticable. ¿Había colocado la tabla de la cama para que hiciera de puente desde el tejado de Le Bel-Air y el muro del camino de ronda y se había arrastrado boca abajo por el gablete del muro de ronda, dando la vuelta a toda la cárcel hasta llegar al caserón? Pero el muro del camino de ronda de La Force lo remataba una línea dentada y desigual que subía y bajaba, iba hacia abajo a la altura del cuartelillo de bomberos y hacia arriba a la altura de la casa de baños; lo interrumpían otras edificaciones; no era igual de alto al pasar por el palacete de Lamoignon que por la calle Pavée; tenía por todas partes descensos y ángulos rectos; y, además, los centinelas deberían haber visto la silueta oscura del fugitivo; también por todo esto el recorrido de Thénardier sigue siendo casi inexplicable. De ambas formas, la evasión era imposible. Thénardier, con la inspiración de esa tremenda sed de libertad que convierte los precipicios en cunetas, las verjas de hierro en cañizos, a un inválido sin piernas en un atleta, a un gotoso en un ave, la estupidez en instinto, el instinto en inteligencia y la inteligencia en genialidad, ¿inventó o improvisó una tercera forma? Nunca se ha sabido.
No siempre podemos percatarnos de las maravillas de la evasión. Repitamos que el hombre que se escapa está inspirado; el misterioso resplandor de la huida incluye parte de estrella y parte de relámpago; el esfuerzo que tiende a la liberación no es menos sorprendente que el vuelo de unas alas hacia lo sublime; y, de un ladrón escapado, se dice: ¿Cómo pudo escalar ese tejado? De la misma forma que nos preguntamos cómo pudo dar Corneille, ante el dilema: con la respuesta: .
Fuere como fuere, chorreando sudor, empapado de lluvia, con la ropa hecha jirones, las manos desolladas, los codos ensangrentados y las rodillas heridas, Thénardier llegó a eso que los niños, en su lengua figurada, llaman de la pared de las ruinas, se tumbó en ella cuan largo era y, allí, le fallaron las fuerzas. Un desnivel que equivalía a la altura de un tercer piso lo separaba del adoquinado de la calle.
La cuerda que llevaba era demasiado corta.
Allí se quedó, esperando, pálido, agotado, desesperando de tanta esperanza, cubierto aún de oscuridad, pero diciéndose que iba a hacerse de día; espantado al pensar que antes de que transcurrieran unos instantes oiría que daban en el reloj vecino de Saint-Paul las cuatro de la mañana, la hora en que irían a relevar al centinela, y se lo encontrarían dormido debajo del agujero del techo; mirando en estado de estupor, espantosamente hondos, a la luz de los faroles, los adoquines mojados y negros, esos adoquines ansiados y terribles que eran la muerte y eran la libertad.
Se preguntaba si habrían salido con bien de la evasión sus tres cómplices, si lo habrían oído y si acudirían a ayudarlo. Escuchaba. Salvo una patrulla, nadie había pasado por la calle desde que estaba allí. Casi todos los hortelanos que bajan desde Montreuil, Charonne, Vincennes y Le Bercy hacia el Mercado Central lo hacen por la calle de Saint-Antoine.
Dieron las cuatro. Thénardier se sobresaltó. A los pocos momentos, ese rumor alarmado y confuso que ocurre tras descubrir una evasión estalló en la cárcel. Le llegaban el ruido de las puertas al abrirlas y cerrarlas, el chirrido de las verjas en sus goznes, el tumulto del cuerpo de guardia, las llamadas roncas de los porteros, el chocar de las culatas de los fusiles en el adoquinado de los patios. Subían y bajaban luces por las ventanas enrejadas de los dormitorios, una antorcha corría por el sotabanco del Edificio Nuevo, habían llamado a los bomberos del cuartelillo vecino. Sus cascos, que iluminaba la antorcha entre la lluvia, iban y venían por los tejados. Al tiempo, Thénardier veía cómo, por la zona de La Bastille, un tono blanquecino iba aclarando lúgubremente la parte baja del cielo.
Él estaba en lo alto de una pared de diez pulgadas de ancho, tumbado bajo la lluvia, con dos abismos a derecha e izquierda, sin poder moverse, presa del vértigo de una caída posible y del espanto de una detención segura; y el pensamiento, como el badajo de una campana, oscilaba entre estas dos ideas: «Si me caigo, estoy muerto; si me quedo, me cogen».
En aquella angustia, vio de pronto, aunque la calle estaba aún a oscuras del todo, a un hombre que se escurría pegado a las paredes; llegaba desde la calle Pavée y se detuvo en el hueco sobre el que estaba colgado, como quien dice, Thénardier. Con aquel hombre se reunió otro, que andaba tomando las mismas precauciones; y luego un tercero, y un cuarto. Cuando ya estuvieron juntos esos hombres, uno de ellos alzó la falleba de la puerta de la empalizada y entraron los cuatro en el recinto en que está la casucha. Se hallaban exactamente debajo de Thénardier. Estaba claro que esos hombres habían elegido aquel hueco para poder conversar sin que los vieran los transeúntes ni el centinela que está apostado en la puerta de La Force, a pocos pasos. También es verdad que la lluvia tenía al centinela metido en la garita. Thénardier no llegaba a verles las caras, pero aplicó el oído a lo que decían con la atención desesperada de un mísero que siente que está perdido.
Le pasó ante los ojos a Thénardier algo parecido a la esperanza: aquellos hombres hablaban en jerga.
El primero decía en voz baja, pero que se oía con claridad:
—Venga, que hay que darse el negro. ¿Qué baratamos aquigo?.
El segundo contestó:
—Está cayendo una chupa para dejar sin candela al mengue. Y además va a pasar la madera. Hay un troncho de miranda. ¿Nos van a emplumar aquical?.
Esas dos palabras, y que quieren decir las dos y son aquélla de la jerga de los portillos y ésta de la jerga de Le Temple, iluminaron a Thénardier. Al oír reconoció a Brujon, que era maleante de portillos; y al oír reconoció a Babet, que, entre todos sus demás oficios, había sido vendedor en Le Temple.
La jerga antigua del siglo de Luis XIV no se habla ya más que en Le Temple; e incluso Babet era el único que la hablaba en toda su pureza. Si no hubiera sido por lo de Thénardier no lo habría reconocido, pues desfiguraba la voz.
Entre tanto había intervenido el tercero.
—Tampoco hay tanta prisa, vemos a esperar otro poco. ¿Quién nos asegura que Thénardier no nos necesita?
Como eso no era jerga, Thénardier reconoció a Montparnasse, que tenía el prurito de elegancia de entender todas las jergas y no hablar ninguna.
En lo referido al cuarto, no decía nada, pero la anchura de espaldas lo denunciaba. Thénardier no tuvo ninguna duda. Era Gueulemer.
Brujon contestó, casi con vehemencia, pero sin alzar la voz.
—¿Qué andas largando? El del fondelo no habrá podido hacer la pértiga. ¡No es artista para tanto! Para esparrabar la sudora y la cobija y coronar una tortusa o un butro en la burda, tener papelas y espadas de garabo, espandar los aros, soltar la tortusa, buscar caleta, hay que ser vivo. El viejo no habrá podido. ¡No tiene oficio!
Babet añadió en esa jerga clásica tan formal que hablaban Poulailler y Cartouche y que es a la jerga atrevida, nueva, expresiva y arriesgada que utilizaba Brujon lo mismo que la lengua de Racine a la lengua de André Chénier:
—Al del fondelo lo han apalancado. Hay que ser águila. Él es un primo. Lo habrá engallofado un soplador, o a lo mejor un sapo, que se habrá hecho el compadre. Oído al parche, Montparnasse, ¿oyes cómo pían en el talego? Ya has visto cuántas candelas. ¡Te digo que lo han pillado! Se tragará toda la ruina. Yo no ceroteo, no soy de achantarme, ya se sabe, pero no podemos seguir aguantando los caballos porque, si no, nos van a hacer la cusca. No te subas a la parra y vente con nosotros. Y nos trincamos una botella de buen mollate.
—A los amigos no se los puede dejar en apuros —refunfuñó Montparnasse.
—¡Te digo yo que lo han guindado! —siguió diciendo Brujon—. ¡A estas horas el fondero no vale un huevo! No podemos hacer nada. ¡Venga, hay que darse el negro, que no para de parecerme que un golondro me echa la pluma!.
La resistencia de Montparnasse estaba ya muy debilitada; en realidad, aquellos cuatro hombres, con esa fidelidad de los bandidos, que nunca se abandonan mutuamente, llevaban toda la noche rondando por las inmediaciones de La Force, fuere cual fuere el peligro que estuvieran corriendo, con la esperanza de ver aparecer en lo alto de alguna pared a Thénardier. Pero la noche, que estaba visto que iba cada vez a mejor, era un turbión que tenía las calles desiertas, el frío se iba adueñando de ellos, tenían la ropa empapada, los zapatos rotos, en la cárcel había estallado un barullo intranquilizador, habían pasado las horas, se habían cruzado con patrullas, la esperanza se iba, el miedo volvía, y todo ello los impulsaba a emprender la retirada. El propio Montparnasse, que era quizá hasta cierto punto el yerno de Thénardier, iba cediendo. Unos momentos más y ya se habrían ido. Thénardier jadeaba en lo alto de la pared igual que los náufragos de en la balsa al ver desvanecerse el barco que había surgido en el horizonte.
No se atrevía a llamarlos; si alguien oía un grito, podía irse todo al traste; se le ocurrió una idea, la última, una iluminación; se sacó del bolsillo el trozo de cuerda de Brujon, que había desatado de la chimenea del Edificio Nuevo, y la tiró al recinto de la empalizada.
La cuerda cayó a los pies de los hombres.
—¡Una viuda! —dijo Babet.
—¡Mi tortusa! —dijo Brujon.
—Ahí está el posadero —dijo Montparnasse.
Alzaron la vista. Thénardier asomó un poco la cabeza.
—¡Rápido! —dijo Montparnasse—. ¿Tienes el otro trozo de la cuerda, Brujon?
—Sí.
—Ata los dos trozos; le tiramos la cuerda, la sujeta en la pared y le llegará para bajar.
Thénardier se arriesgó a subir el tono de voz.
—Estoy congelado.
—Ya te haremos entrar en calor.
—No puedo moverme.
—Bajas escurriéndote y nosotros te cogemos.
—Tengo las manos entumecidas.
—Basta con que sujetes la cuerda a la pared.
—No podré.
—Tendrá que subir uno de nosotros —dijo Montparnasse.
—¡Tres pisos! —dijo Brujon.
Un cañón antiguo, de escayola, que era de una estufa que encendían tiempo ha en la casucha, iba reptando por la pared y llegaba casi al sitio en que divisaban a Thénardier. Aquel cañón, con muchas grietas ahora y muy resquebrajado, se cayó más adelante, pero todavía pueden verse las huellas. Era muy estrecho.
—Podríamos subir por ahí —dijo Montparnasse.
—¿Por esa tubería? —exclamó Babet—. ¡Un orgue de ninguna manera! Haría falta un mión.
—Haría falta un gua —dijo Brujon.
—¿Y de dónde vamos a sacar un mocoso? —preguntó Gueulemer.
—Un momento —dijo Montparnasse—, que sé a quién recurrir.
Abrió a medias y sin ruido la puerta de la empalizada, comprobó que no pasaba nadie por la calle, salió con precaución, volvió a cerrar la puerta y echó a correr hacia la plaza de La Bastille.
Transcurrieron siete u ocho minutos, ocho mil siglos para Thénardier; Babet, Brujon y Gueulemer no abrían la boca; por fin volvió a abrirse la puerta y apareció Montparnasse, sin resuello, que traía a Gavroche. La calle seguía completamente desierta porque no había dejado de llover.
Gavroche entró en el recinto y miró con expresión serena aquellas caras de bandido. Le chorreaba el agua por el pelo. Gueulemer le dirigió la palabra.
—Mocoso, ¿eres un hombre?
Gavroche se encogió de hombros y contestó:
—Un mocoso como menda es un orgue; y unos orgues como vosotros son unos mocosos.
—¡Cómo le da a la húmeda el mión! —exclamó Babet.
—Los guas de los parises no son moco de pavo —añadió Brujon.
—¿Qué os hace falta? —dijo Gavroche.
Montparnasse contestó:
—Que trepes por esa tubería.
—Con esta viuda —dijo Babet.
—Y que ates la tortusa —añadió Brujon.
—En la parte de arriba de la montante —dijo a su vez Babet.
—Al palo de la bisna —siguió diciendo Bruchon.
—¿Y qué más? —preguntó Gavroche.
—Ya está —dijo Gueulemer.
El golfillo pasó revista a la cuerda, el cañón, el muro y las ventanas e hizo con los labios ese ruido indecible y desdeñoso que significa:
—¿Sólo eso?
—Ahí arriba hay un hombre y lo vas a salvar —añadió Montparnasse.
—¿Lo vas a hacer? —siguió diciendo Brujon.
—¡Qué bobo! —contestó el niño, como si le pareciese una pregunta inaudita; y se descalzó.
Gueulemer agarró a Gavroche con un solo brazo, lo subió al techo de la casucha, cuyos tablones carcomidos cedían bajo el peso del niño, y le dio la cuerda, a la que Brujon había hecho un nudo mientras no estaba Montparnasse. El golfillo fue hacia el cañón, en el que era fácil meterse porque había una grieta de buen tamaño que llegaba hasta el tejado. Cuando iba a empezar a subir, Thénardier, que veía que se le acercaban la salvación y la vida, se asomó al filo de la pared; las primeras claras del alba le teñían de blanco la frente sudorosa, los pómulos lívidos, la nariz afilada y feroz, la barba gris de punta; y Gavroche lo reconoció:
—¡Anda! —dijo—. ¡Si es mi padre!… Bueno, no importa, aunque lo sea…
Y, agarrando la cuerda con los dientes, empezó a trepar muy decidido.
Llegó a lo alto del caserón, se puso a horcajadas en la pared, como si montase a caballo, y ató sólidamente la cuerda al travesaño de arriba del marco de la ventana.
Unos segundos después, Thénardier ya estaba en la calle.
No bien pisó los adoquines, no bien sintió que estaba fuera de peligro, dejó de estar cansado, congelado y tembloroso; las cosas terribles de las que venía se desvanecieron como una humareda; se le despertó por completo la extraña y fiera inteligencia y se vio a pie firme y libre, dispuesto a ir por delante de ella. Ésta fue la primera frase de aquel hombre:
—¿Y ahora a quién nos zampamos?
Huelga explicar el sentido de esa frase atrozmente transparente que quiere decir al tiempo matar, asesinar y desvalijar. significado auténtico:
—Vamos a apalancarnos bien —dijo Brujon—. Rematamos esto en tres palabras y nos separamos ahora mismo. Había un negocio que tenía buena pinta en la calle de Plumet, una calle desierta, una casa aislada, una verja vieja y podrida que da a un jardín, unas mujeres solas.
—Pues ¿por qué no? —preguntó Thénardier.
—Tu chica, Éponine, fue a ver —contestó Babet.
—Y le dio una galleta a la Magnon —añadió Gueulemer—. Nada que rascar por ahí.
—Mi chica de primavera nada —dijo Thénardier—. Pero habrá que mirar a ver.
—Sí, sí —dijo Brujon—. Habrá que mirar a ver.
Mientras esto sucedía, ninguno de los hombres parecía ya ver a Gavroche, que, durante la conversación, se había sentado en uno de los mojones de la empalizada; hizo algo de tiempo, quizá esperando que su padre se diera la vuelta y lo mirara; luego, volvió a calzarse y dijo:
—¿Se acabó? ¿Ya no me necesitáis, orgues? Ya os he sacado del apuro. Me voy. Tengo que ir a levantar a mis críos.
Y se marchó.
Los cinco hombres salieron del recinto de la empalizada, uno detrás de otro.
Cuando ya había dado Gavroche la vuelta a la esquina de Les Ballets, Babet se llevó a Thénardier aparte.
—¿Te has fijado en el mión ese? —le preguntó.
—¿Qué mión?
—El mión que ha trepado por la pared para llevarte la cuerda.
—No mucho.
—Bueno, pues no estoy seguro, pero me parece que era tu hijo.
—¡Vaya! —dijo Thénardier—. ¿Tú crees?
Y se marchó.