Los miserables

Heroísmo de la obediencia pasiva

III

Heroísmo de la obediencia pasiva

Se abrió la puerta.

Se abrió deprisa, de par en par, como si alguien la empujase de forma enérgica y resuelta.

Entró un hombre.

Ya conocemos a ese hombre. Es el viajero que vimos antes vagar de un lado a otro buscando cobijo.

Entró, dio un paso y se detuvo, dejando la puerta abierta a su espalda. Llevaba el macuto al hombro, el bastón en la mano y una expresión ruda, atrevida, cansada y violenta en los ojos. El fuego de la chimenea lo iluminaba. Era repulsivo. Era una aparición siniestra.

La señora Magloire no tuvo ni fuerzas para gritar. Dio un respingo y se quedó con la boca abierta.

La señorita Baptistine se volvió, vio al hombre que entraba y, del susto, se incorporó a medias; luego, volviendo poco a poco otra vez la cabeza hacia la chimenea, empezó a mirar a su hermano y otra vez tuvo en el rostro una expresión sosegada y serena.

El obispo tenía clavada en el hombre una mirada tranquila.

Cuando estaba abriendo la boca para preguntarle al recién llegado qué deseaba, el hombre apoyó las dos manos a un tiempo en el bastón, paseó los ojos, por turnos, por el anciano y por las mujeres y, sin esperar a que hablase el obispo, dijo con voz fuerte:

—Esto es lo que hay. Me llamo Jean Valjean. Soy un presidiario. He pasado diecinueve años en presidio. Me soltaron hace cuatro días y voy de camino para Pontarlier, que es mi punto de destino. Llevo cuatro días andando desde Tolón. Hoy he hecho doce leguas a pie. Esta noche, al llegar a esta comarca, fui a una posada de donde me echaron porque había enseñado el pasaporte amarillo en el ayuntamiento. No me quedaba más remedio. Fui a otra posada. Me dijeron: «¡Vete!». Fui de casa en casa. Nadie me quiso. Fui a la cárcel y el portero no me abrió. Me metí en la caseta de un perro. El perro me mordió y me echó, igual que si fuera un hombre. Me fui al campo, a dormir al raso. El cielo no estaba raso. Pensé que iba a llover y que no había un Dios que impidiese que lloviera y me volví a la ciudad para buscar el hueco de una puerta. Ahí, en la plaza, iba a dormir encima de una piedra; una buena mujer me indicó su casa y me dijo: llama ahí. He llamado. ¿Dónde estoy? ¿Es una posada? Llevo dinero, la masita. Ciento nueve francos con setenta y cinco céntimos que me gané en presidio con mi trabajo de diecinueve años. Pagaré. No me importa. Tengo dinero. Estoy muy cansado, doce leguas a pie, tengo mucha hambre. ¿Me deja que me quede?

—Señora Magloire —dijo el obispo—, ponga otro cubierto.

El hombre dio tres pasos y se acercó a la lámpara que estaba encima de la mesa:

—Mire —siguió diciendo, como si no hubiese entendido bien—, no es eso. ¿Me ha oído? Soy un presidiario. Un forzado. Vengo de presidio —se sacó del bolsillo una hoja grande de papel amarillo y la desdobló—. Aquí tiene mi pasaporte. Amarillo, ya lo ve. Sirve para que me echen de todos los sitios adonde voy. ¿Quiere leerlo? Yo sé leer. Aprendí en presidio. Hay una escuela para los que quieran. Mire, esto han puesto en el pasaporte: «Jean Valjean, presidiario con la pena cumplida, nacido en…», eso a usted le da lo mismo… «ha estado diecinueve años en presidio. Cinco años por robo con fractura. Catorce años por haber intentado escaparse cuatro veces. Es un hombre muy peligroso». Ahí lo tiene. Todo el mundo me ha echado. ¿Usted quiere aceptarme? ¿Esto es una posada? ¿Quiere darme de comer y un sitio para dormir? ¿Tiene una cuadra?

—Señora Magloire —dijo el obispo—, ponga sábanas blancas en la cama de la alcoba.

Ya hemos explicado como era la obediencia de aquellas dos mujeres.

La señora Magloire salió para cumplir las órdenes.

El obispo se volvió hacia el hombre:

—Siéntese, señor, y caliéntese. Cenaremos dentro de un momento y, mientras cena, le harán la cama.

Ahora el hombre lo entendió del todo. La expresión del rostro, hasta entonces sombría y dura, se tiñó de asombro, de duda, de alegría, y se volvió extraordinaria. Empezó a balbucir como un hombre loco:

—¿De verdad? ¿Cómo? ¿Me deja que me quede? ¿No me echa? ¡Un presidiario! ¡Me llama ¡No me tutea! ¡Vete, perro!, eso es lo que me dicen siempre. Estaba convencido de que me iba a echar. Así que dije de entrada quién soy. ¡Ay, qué buena mujer la que me mandó aquí! ¡Voy a cenar! ¡Una cama con colchón y sábanas! ¡Como todo el mundo! ¡Una cama! ¡Hace diecinueve años que no duermo en una cama! Le parece bien que me quede. Son ustedes personas cabales. Además, tengo dinero. Pagaré. Perdone, señor posadero, ¿cómo se llama? Pagaré lo que me pida. Es usted un buen hombre. Es usted posadero, ¿verdad?

—Soy —dijo el obispo— un sacerdote que vive aquí.

—¡Un sacerdote! —siguió diciendo el hombre—. ¡Ah, un sacerdote muy bueno! ¿Así que no me pide dinero? Es el párroco, ¿verdad? ¿El párroco de esa iglesia grande? ¡Anda, es verdad, qué tonto soy! No le había visto el casquete.

Sin parar de hablar, había dejado el macuto y el bastón en un rincón, se había vuelto a meter el pasaporte en el bolsillo y se había sentado. La señorita Baptistine lo miraba con dulzura. El hombre siguió diciendo:

—Usted es humano, señor cura, no me desprecia. Qué cosa tan buena es un buen sacerdote. ¿Así que no hace falta que pague?

—No —dijo el obispo—, guárdese el dinero. ¿Cuánto tiene? ¿Me ha dicho que ciento nueve francos?

—Con setenta y cinco céntimos —añadió el hombre.

—Ciento nueve francos con setenta y cinco céntimos. ¿Y cuánto tiempo tardó en ganarlos?

—Diecinueve años.

—¡Diecinueve años!

El obispo lanzó un hondo suspiro.

El hombre siguió diciendo:

—Tengo todavía todo el dinero. En cuatro días no me he gastado más que un franco con veinticinco céntimos que me gané ayudando a descargar coches en Grasse. Como es usted cura, le voy a contar una cosa: teníamos un capellán en presidio. Y además un día vi a un obispo. Lo llaman monseñor. Era el obispo de La Major, la catedral de Marsella. Es el cura que manda en los curas. Ya me entiende, disculpe, lo digo mal, pero ¡es que a mí me pilla tan lejos! Dese cuenta… nosotros… Dijo misa en medio del presidio, en un altar, llevaba una cosa puntiaguda, de oro, en la cabeza. Brillaba con el sol del mediodía. Estábamos en fila, en tres de los lados, y enfrente teníamos los cañones, con la mecha encendida. No se veía bien. Habló, pero estaba muy al fondo y no se oía. Eso es un obispo.

Mientras hablaba, el obispo fue a cerrar la puerta, que se había quedado de par en par.

Volvió la señora Magloire. Traía un cubierto, que puso encima de la mesa.

—Señora Magloire —dijo el obispo—, ponga ese cubierto lo más cerca posible del fuego.

Y, volviéndose hacia su huésped, añadió:

—Cuesta soportar el viento nocturno de los Alpes. Debe de tener frío, señor.

Cada vez que decía esa palabra, con aquella voz tan dulcemente seria y tan amistosa, se le iluminaba la cara al hombre. Decirle a un presidiario es un vaso de agua a un náufrago de La ignominia está sedienta de consideración.

—Qué poca luz da esta lámpara —siguió diciendo el obispo.

La señora Magloire entendió la intención y fue a buscar a la chimenea del cuarto de monseñor los dos candeleros de plata, que puso en la mesa ya encendidos.

—Señor cura —dijo el hombre—, usted es bueno y no me desprecia. Me recibe en su casa. Enciende para mí sus velas. Y eso que no le he ocultado de dónde vengo y que soy un hombre desgraciado.

El obispo, sentado a su lado, le dio un golpecito suave en la mano.

—No hacía falta que me dijese quién era. Ésta no es mi casa, es la casa de Jesucristo. Esa puerta no le pregunta a quien entra si tiene nombre, sino si tiene algún padecimiento. Usted tiene padecimientos; tiene hambre y frío; sea bienvenido. Y no me dé las gracias, no me diga que lo recibo en mi casa. Nadie está aquí en su casa salvo quien precisa asilo. Y a usted, que está de paso, le digo que ésta es su casa más que la mía. Cuanto hay aquí es suyo. ¿Qué falta me hace saber su nombre? Además, antes de que me lo dijera, yo sabía ya un nombre que usted tiene.

El hombre abrió unos ojos asombrados.

—¿En serio? ¿Sabía cómo me llamo?

—Sí —contestó el obispo—, se llama hermano mío.

—Mire, señor cura —exclamó el hombre—, tenía mucha hambre al entrar, pero es usted tan bueno que ahora no sé ya qué tengo; se me ha pasado el hambre.

El obispo lo miró y le dijo:

—¿Lo ha pasado muy mal?

—Ay, sí, la chaqueta roja, la bola de presidiario en el tobillo, una tabla para dormir, el calor, el frío, el trabajo, la chusma, los bastonazos, la cadena doble al menor pretexto, el calabozo por una palabra, incluso aunque estuvieras enfermo en cama, y la cadena. ¡Los perros, los perros lo pasan mejor! ¡Diecinueve años! Tengo cuarenta y seis. Y ahora el pasaporte amarillo. Eso es lo que hay.

—Sí —dijo el obispo—, sale de un lugar de tristeza. Escuche, habrá más alegría en el cielo por las lágrimas de un pecador arrepentido que por la túnica blanca de cien justos. Si sale de ese lugar doloroso con pensamientos de odio e ira contra los hombres, es digno de compasión; si sale con pensamientos de benevolencia, dulzura y paz, vale más que cualquiera de nosotros.

Entretanto, la señora Magloire había servido la sopa; una sopa hecha con agua, aceite, pan y sal; algo de tocino; un trozo de cordero; higos; queso fresco y una hogaza de pan de centeno. Y había añadido por iniciativa propia a la dieta habitual del señor obispo una botella de vino añejo de Mauves.

Al obispo se le pintó de pronto en la cara esa expresión regocijada propia de los caracteres hospitalarios.

—A cenar —dijo con mucha animación, como acostumbraba cuando cenaba con él algún forastero. Sentó al hombre a su derecha. La señorita Baptistine se sentó a su izquierda tranquilamente y con total naturalidad.

El obispo bendijo la mesa y, luego, sirvió personalmente la sopa, como solía hacer. El hombre empezó a comer con avidez.

De repente, dijo el obispo:

—Me parece que en esta mesa falta algo.

Efectivamente, la señora Magloire sólo había puesto los tres cubiertos indispensables. Ahora bien, era costumbre de la casa que cuando el señor obispo tuviera algún invitado a cenar se colocasen en la mesa los seis cubiertos de plata, una exhibición inocente. Aquella amable apariencia de lujo era algo así como una puerilidad encantadora en aquella casa dulce y severa que exaltaba la pobreza hasta convertirla en dignidad.

La señora Magloire entendió el comentario, salió sin decir palabra y enseguida relucieron encima del mantel los tres cubiertos que había reclamado el obispo, simétricamente colocados delante de los tres comensales.

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