Los miserables

Plena luz

I

Plena luz

El lector ya habrá comprendido que Éponine, tras reconocer, al otro lado de la verja, a la moradora de la calle de Plumet, donde la había mandado ir Magnon, apartó, de entrada, a los bandidos de esa calle de Plumet y, luego, llevó allí a Marius; y que, transcurridos unos cuantos días de éxtasis ante la verja, a Marius lo arrastró esa fuerza que impulsa al hierro hacia el imán y al enamorado hacia las piedras de que está construida la casa de la mujer amada y acabó por entrar en el jardín de Cosette igual que Romeo en el jardín de Julieta. E incluso le resultó más fácil que a Romeo, que tuvo que escalar una tapia. A Marius le bastó con forzar un tanto uno de los barrotes de la verja decrépita, que se movía en el alveolo oxidado, igual que los dientes de los ancianos. Marius era espigado y no le costó pasar por el hueco.

Como no había nadie nunca en la calle y, por lo demás, Marius sólo entraba en el jardín de noche, no corría el riesgo de que lo vieran.

A partir de aquella hora bendita y santa en que esas dos almas sellaron sus esponsales con un beso, Marius fue todas las noches. Si en aquel momento de su vida hubiese caído Cosette en el amor de un hombre poco escrupuloso y libertino, habría estado perdida; pues hay naturalezas generosas que se entregan, y Cosette era una de ellas. Una de las magnanimidades de la mujer es que cede. Al amor, cuando alcanza ese nivel en que es absoluto, lo enreda una especie de celestial ceguera del pudor. ¡Qué peligros corréis, ay, almas nobles! Nos dais en muchas ocasiones el corazón y nosotros cogemos el cuerpo. El corazón lo conserváis, y lo miráis, estremecidas, en la sombra. En el amor no hay término medio; o pierde, o salva. Todo el destino humano reside en ese dilema. Y dicho dilema, condena o salvación, no hay fatalidad que lo brinde de forma más inexorable que el amor. El amor es la vida, a menos que sea la muerte. Cuna; y también ataúd. El mismo sentimiento dice sí y no en el corazón humano. De cuanto hizo Dios, del corazón humano es de donde se desprende más luz y, ay, más tinieblas.

Quiso Dios que el amor que encontró Cosette fuera de los que salvan.

Mientras duró el mes de mayo de aquel año de 1832, hubo todas las noches en ese jardín humilde y salvaje, bajo aquella maleza cada día más fragante y más densa, dos seres que se componían de todas las castidades y todas las inocencias, que rebosaban de todas las dichas del cielo, más próximos a los arcángeles que a los hombres, puros, honestos, embriagados, radiantes, que resplandecían uno para otro en las tinieblas. Le parecía a Cosette que Marius llevaba una corona; y a Marius, que Cosette estaba en un nimbo. Se tocaban, se miraban, se cogían las manos, se acurrucaban uno contra otro; pero había una distancia que no franqueaban. No porque la respetasen, sino porque no sabían nada de ella. Marius notaba una barrera: la pureza de Cosette; y Cosette notaba un apoyo: la lealtad de Marius. El primer beso había sido también el último. A partir de entonces, Marius no había ido más allá de rozar con los labios la mano, o la pañoleta, o un rizo de Cosette. Cosette era para él un perfume, y no una mujer. Aspiraba su aroma. Ella no le negaba nada y él no le pedía nada. Cosette era feliz, y Marius estaba satisfecho. Vivían en ese arrebatador estado que puede decirse que es el deslumbramiento recíproco de dos almas. Era aquel primer abrazo inefable, en el ámbito de lo ideal, de dos virginidades. Dos cisnes que se encuentran en el Jungfrau.

En aquella hora del amor, hora en que la voluptuosidad calla por completo porque la domina la omnipotencia del éxtasis, Marius, el puro y seráfico Marius, habría sido antes capaz de subir al cuarto de una ramera que de levantarle el vestido a Cosette a la altura del tobillo. En una ocasión, a la luz de la luna, Cosette se agachó para recoger algo que se le había caído al suelo y se le entreabrió el escote, descubriendo el nacimiento de los pechos. Marius apartó la vista.

¿Qué sucedía entre aquellas dos criaturas? Nada. Se adoraban.

Por las noches, cuando estaban allí, el jardín parecía un lugar vivo y sagrado. Se abrían todas las flores a su alrededor y les enviaban incienso; ellos abrían las almas y las derramaban en las flores. La vegetación lasciva y vigorosa tenía sobresaltos colmados de savia y embriaguez en torno a aquellos dos inocentes, y ellos se decían palabras de amor que hacían estremecerse a los árboles.

¿Qué eran esas palabras? Hálitos. Nada más. Y esos hálitos bastaban para turbar y conmover toda aquella naturaleza. Fuerza mágica que costaría entender si se leyesen en un libro esas charlas que existían para que se las llevase el viento y las disipara bajo las hojas, como humaredas, el viento. Si le quitamos a los susurros de dos enamorados esa melodía que brota del alma y los acompaña como una lira, lo que queda es sólo una sombra; y decimos: ¡Cómo! ¡Sólo era eso! Sí, eso era, niñerías, repeticiones, risas por nada, cosas inanes, bobadas, ¡todo cuanto hay en el mundo más sublime y hondo! ¡Las únicas cosas que merecen la pena decirse y escucharse.

Esas bobadas, esas cosas tan pobres, el hombre que nunca las haya oído, el hombre que nunca las haya dicho es un imbécil y una mala persona.

Cosette le decía a Marius:

—¿Sabes…?

(Porque, con esa virginidad celestial, y sin que ninguno de los dos pudiera decir cómo, habían llegado el tuteo.)

—¿Sabes? Me llamo Euphrasie.

—¿Euphrasie? De ninguna manera, te llamas Cosette.

—¡Bah! Cosette es un nombre bastante feo que me pusieron no sé por qué cuando era pequeña. Pero mi nombre de verdad es Euphrasie. ¿No te gusta el nombre de Euphrasie?

—Sí… Pero Cosette no es feo.

—¿Te gusta más que Euphrasie?

—Pues… sí.

—Pues entonces a mí también me gusta más. Es verdad, es bonito Cosette. Llámame Cosette.

Y la sonrisa que añadía convertía aquel diálogo en un idilio digno de un bosque que se hallase en el cielo.

Otras veces lo miraba fijamente y exclamaba:

—Caballero, es usted guapo, es precioso, es ingenioso, no tiene un pelo de tonto, sabe muchas más cosas que yo, pero lo desafío a decir mejor que yo: ¡te quiero!

Y a Marius, en pleno azul del cielo, le parecía oír una estrofa que cantaba una estrella.

O le daba un cachetito si tosía, y le decía:

—No tosa, caballero. No quiero que tosa nadie en mi casa sin permiso mío. Está muy feo eso de toser y alarmarme. Quiero que tengas buena salud, lo primero porque yo, si no tuvieras buena salud, me sentiría muy desgraciada. ¿Qué quieres que le haga?

Y aquello resultaba sencillamente divino.

En una ocasión le dijo Marius a Cosette:

—Fíjate que hubo una temporada en que pensé que te llamabas Ursule.

Y se estuvieron riendo toda la velada con aquello.

En otra ocasión, en plena charla, exclamó:

—¡Ah, un día, en Le Luxembourg, me entraron ganas de dejar a un inválido más inválido de lo que estaba!

Pero se paró en seco y no dijo nada más. Habría tenido que mencionarle a Cosette su liga, y era algo que le resultaba imposible. Había en ello un vecindario desconocido, la carne, ante la que aquel amor inmenso e inocente retrocedía, con algo así como un susto.

Marius se imaginaba la vida con Cosette así, y nada más; acudir todas las noches a la calle de Plumet, mover el barrote viejo y tan considerado de la verja del presidente del Parlamento de París, sentarse codo con codo en aquel banco, mirar a través de los árboles cómo centelleaba la noche naciente, establecer una convivencia entre la raya de la rodilla de sus pantalones y los vuelos del vestido de Cosette, acariciarle la uña del dedo pulgar, llamarla de tú, oler por turnos la misma flor, así, para siempre, sin fin. Entretanto, les pasaban las nubes por encima de la cabeza. Cada vez que sopla el viento, se lleva más sueños de los hombres que nubes del cielo.

Aunque, desde luego, en aquel amor casto y casi arisco también había el oportuno galanteo. «Echarle flores» a la mujer amada es la primera forma de las caricias, un atrevimiento a medias que va haciendo pruebas. El cumplido es algo así como el beso a través del velo. La voluptuosidad pone en él su dulce punzada al tiempo que se esconde. Ante la voluptuosidad, el corazón se retrae, para amar mejor. Los mimos de Marius, impregnados por completo de quimeras, eran, por decirlo de alguna forma, del color azul del cielo. Las aves, cuando vuelan por esas alturas, por la región de los ángeles, deben de oír palabras como ésas. Y, no obstante, iban mezcladas con ellas la vida, la humanidad, todo lo positivo de que era capaz Marius. Eran de las que se dicen en la gruta, preludio de lo que se dirá en la alcoba; una efusión lírica, un cruce de estrofa y soneto, las amables hipérboles del arrullo, todos los refinamientos de la adoración dispuestos como un ramo y de los que brotaba un sutil perfume celestial, un gorjeo inefable entre dos corazones.

—¡Ay! —susurraba Marius—. ¡Qué hermosa eres! No me atrevo a mirarte. Y por eso te contemplo. Eres una Gracia. No sé qué me pasa. Me trastorna el filo de tu vestido cuando te asoma la punta del zapato. Y además ¡qué luz encantada cuando se abre a medias tu pensamiento! Hablas con una sensatez tan asombrosa. A ratos me parece que eres un sueño. Habla, que te escucho y te admiro. ¡Ay, Cosette, qué extraño y delicioso es todo! Estoy loco de verdad. Es usted adorable, señorita. Estudio tus pies con microscopio y tu alma con telescopio.

Y Cosette contestaba:

—Te quiero ya un poco más porque desde esta mañana ha pasado el tiempo.

Las preguntas y las respuestas se las apañaban como podían en este diálogo y siempre acababan por ponerse de acuerdo en lo referido al amor, igual que el contrapeso siempre endereza los dominguillos de madera de saúco.

Toda la persona de Cosette era sencillez, ingenuidad, transparencia, blancura, candor, rayo de luz. Habría podido decirse de Cosette que era clara. Le daba a quien la veía una sensación de abril y de despuntar del día. Llevaba rocío en los ojos. Cosette era una condensación de aurora boreal en forma de mujer.

Era completamente natural que Marius, que la adoraba, la admirase. Pero la verdad es que aquella colegiala, recién salida del convento, conversaba con exquisita penetración y decía a veces toda suerte de palabras ciertas y delicadas. Su charla era conversación. No se equivocaba en nada y todo lo veía con tino. La mujer siente y habla con el tierno instinto del corazón, que es una infalibilidad. Nadie sabe decir cosas dulces y profundas a un tiempo como las dice una mujer. Dulzura y profundidad, ahí está la mujer entera; ahí está el cielo entero.

En plena dicha, se les llenaban continuamente los ojos de lágrimas. Se compadecían de una mariquita aplastada, de una pluma caída de un nido, de una rama de espino albar quebrada; y su éxtasis, suavemente velado de melancolía, parecía no concebir nada mejor que las lágrimas. El síntoma más soberano del amor es un estado de ternura casi insoportable.

Y, al tiempo —en todas esas contradicciones consiste el juego de relámpagos del amor—, reían de buena gana, con una libertad deliciosa y con tanta confianza que a veces parecían casi dos muchachos. No obstante, incluso aunque no lo supieran sus corazones ebrios de castidad, la naturaleza inolvidable siempre está presente. Ahí está, con su meta brutal y sublime, y, fuere cual fuere la inocencia de las almas, se nota, en la entrevista a solas más púdica, el adorable y misterioso matiz que separa a una pareja de enamorados de un par de amigos.

Se idolatraban.

Lo permanente y lo inmutable persisten. Hay amor, sonrisas, risas, mohínes mutuos de los labios, dedos entrelazados, tuteos, y todo eso no impide la eternidad. Dos enamorados se ocultan en el atardecer, en el crepúsculo, en lo invisible, con los pájaros, con las rosas, se fascinan en la sombra con los corazones puestos en la mirada, susurran, cuchichean y, mientras tanto, gigantescas oscilaciones de astros colman el espacio infinito.

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