Los miserables

Enjolras y sus lugartenientes

VI

Enjolras y sus lugartenientes

Fue más o menos por entonces cuando Enjolras, previendo lo que podía llegar, llevó a cabo algo así como un censo.

Todos estaban reunidos en conciliábulo en el café Musain.

Enjolras dijo, entremezclando con las palabras unas cuantas metáforas enigmáticas a medias, pero significativas:

—Es conveniente que sepamos en qué punto estamos y con qué podemos contar. Si queremos combatientes, tenemos que fabricarlos. Y tener con qué golpear. No puede venirnos mal. Los que pasan tienen siempre más probabilidades de que los corneen cuando hay bueyes en el camino que cuando no los hay. Así que vamos a hacer un recuento del rebaño. ¿Cuántos somos? Nada de dejarlo para mañana. Los revolucionarios tienen que llevar prisa siempre; el progreso no tiene tiempo que perder. Desconfiemos de lo inesperado. No permitamos que nos pillen de improviso. Lo que tenemos que hacer es repasar todas las costuras que hayamos ido haciendo y ver si son resistentes. Este asunto hay que dejarlo bien rematado hoy. Courfeyrac, irás a ver a los de la Escuela Politécnica. Hoy, miércoles, es su día de salida. Feuilly irá a ver a los de La Glacière, ¿de acuerdo? Combeferre me ha prometido que iría a Picpus. Hay por allí mucho bullicio, y excelente. Bahorel hará una visita a L’Estrapade. Prouvaire, los masones están algo flojos; tráenos noticias de la logia de la calle de Grenelle-Saint-Honoré. Joly irá a la clínica de Dupuytren a tomarles el pulso a los de la facultad de Medicina. Bossuet se dará una vueltecita por el Palacio de Justicia para charlar con los que están en prácticas. Yo me encargo de La Cougourde.

—Ya está todo —dijo Courfeyrac.

—No.

—Pues, ¿qué queda?

—Algo muy importante.

—¿Qué? —preguntó Combeferre.

—El portillo de Le Maine —contestó Enjolras.

Enjolras se quedó un momento algo así como absorto en sus reflexiones y, luego, añadió:

—En el portillo de Le Maine hay marmolistas y pintores, los que trabajan en los talleres de escultura. Es una familia entusiasta, pero dada a la tibieza. No sé qué les pasa desde hace una temporada. Están pensando en otras cosas. Se apagan. Se pasan el tiempo jugando al dominó. Sería urgente ir a darles una charla, y en un tono bien firme. Se reúnen en Richefeu y se los encuentra allí entre las doce y la una. Hay que soplar para avivar esas cenizas. Contaba para ello con el despistado ese de Marius, que, en realidad, es muy capaz; pero ha dejado de venir. Necesitaría a alguien para el portillo de Le Maine. Ya no me queda nadie.

—¿Y yo? —dijo Grantaire—. Estoy aquí.

—¿Tú?

—Yo.

—¡Tú adoctrinando a unos republicanos! ¡Tú enardeciendo en nombre de los principios a unos corazones tibios!

—¿Por qué no?

—¿Es que acaso vales tú para algo?

—Pues tengo esa vaga ambición —dijo Grantaire.

—No crees en nada.

—Creo en ti.

—Grantaire, ¿quieres hacerme un favor?

—Todos. Sacarte brillo a las botas.

—Pues no te metas en nuestros asuntos. Duerme la mona de ajenjo.

—Eres un ingrato, Enjolras.

—¿Serías capaz de ir al portillo de Le Maine? ¡Te atreverías!

—Soy capaz de bajar por la calle de Les Grès, de cruzar la plaza de Saint-Michel, de torcer por la calle de Monsieur-le-Prince, de tirar por la calle de Vaugirard, de dejar atrás Les Carmes, de doblar la esquina de la calle de Assas, de llegar a la calle de Le Cherche-Midi, de dejar atrás Le Conseil de guerre, de recorrer la calle de Les Vieilles-Tuileries, de salvar de una zancada el bulevar, de seguir por la calzada de Le Maine, de cruzar el portillo y de entrar en Richefeu.

—¿Y conoces algo a esos compañeros de Richefeu?

—No mucho. Sólo llegamos a tutearnos.

—¿Y qué les vas a decir?

—Les hablaré de Robespierre, faltaría más. De Danton. De los principios.

—¡Tú!

—Yo. No se me hace justicia. Cuando me pongo, soy tremendo. He leído a Prud’homme, conozco me sé de memoria la Constitución del año II. «La libertad de un ciudadano termina donde empieza la libertad de otro ciudadano.» ¿Me tomas por un imbécil? Tengo un asignado antiguo en un cajón. Los Derechos del Hombre, la soberanía del pueblo, ¡cáspita! Soy, incluso, un tanto hebertista. Me puedo pasar seis horas seguidas, reloj en mano, machaconeando unas cosas estupendas.

—No seas guasón —dijo Enjolras.

—Soy feroz.

Enjolras se quedó pensativo unos segundos e hizo un ademán de hombre que ha tomado una decisión.

—Grantaire —dijo, muy serio—, estoy dispuesto a probar. Irás al portillo de Le Maine.

Grantaire vivía en una casa de huéspedes muy cerca del café Musain. Salió y volvió cinco minutos después. Había ido a ponerse un chaleco a la Robespierre.

—Rojo —dijo al entrar, mirando fijamente a Enjolras.

Luego, con la palma de la mano, se aplastó contra el pecho los dos picos escarlata del chaleco.

Y, acercándose a Enjolras, le dijo al oído:

—Quédate tranquilo.

Se encasquetó el sombrero con ademán resuelto y se fue.

Un cuarto de hora después la sala trasera del café Musain estaba desierta. Todos los Amigos del A B C se habían ido, cada cual por su lado, a cumplir con su tarea. Enjolras, que había reservado para sí La Cougourde de Aix, fue el último en salir.

Los de La Cougourde de Aix que estaban en París se reunían a la sazón en la llanura de Issy, en una de las canteras abandonadas que tanto abundan por esa zona de París.

Enjolras, según se encaminaba al lugar de la cita, iba pasando revista a la situación en su fuero interno. Estaba claro que los acontecimientos eran muy graves. Cuando los hechos, pródromos de algo parecido a una enfermedad social latente, se mueven con torpeza, la mínima complicación los detiene y los enreda. Y de este fenómeno salen los hundimientos y los renacimientos. Enjolras intuía un alzamiento luminoso bajo las colgaduras tenebrosas del porvenir. ¿Quién sabe? Quizá se estaba acercando el momento. El pueblo volviendo a hacerse con sus derechos, ¡qué hermoso espectáculo! La revolución posesionándose otra vez majestuosamente de Francia y diciéndole al mundo: ¡Seguirá mañana! Enjolras estaba contento. El horno se iba caldeando. Había en esos momentos, recorriendo París, un reguero de pólvora de amigos. Componía con la elocuencia filosófica y penetrante de Combeferre, el entusiasmo cosmopolita de Feuilly, la inspiración de Courfeyrac, la risa de Bahorel, la melancolía de Jean Prouvaire, la ciencia de Joly, los sarcasmos de Bossuet, algo semejante a un chisporroteo eléctrico que se prendía a un tiempo por doquier. Todos manos a la obra. No cabía duda de que el resultado sería digno del esfuerzo. Eso estaba bien. Y entonces se acordó de Grantaire. «¡Vaya! —se dijo—. El portillo de Le Maine apenas si me desvía un poco. ¿Y si me llegase hasta Richefeu? Para tener una idea de qué está haciendo Grantaire y en qué punto anda.»

Estaba dando la una en el campanario de Vaugirard cuando llegó Enjolras al fumadero Richefeu. Empujó la puerta, entró, se cruzó de brazos, dejó que se cerrase la puerta sola, dándole un golpe en los hombros, y miró el local lleno de mesas, de hombres y de humo.

Se alzaba una voz en aquella niebla y otra voz la interrumpía con vehemencia. Era Grantaire dialogando con un adversario que le había salido.

Grantaire estaba sentado enfrente de otra silueta y ante una mesa de mármol Sainte-Anne salpicada de granos de salvado y constelada de fichas de dominó; daba puñetazos en el mármol, y esto fue lo que oyó Enjolras:

—Seis doble.

—Cuatro.

—Eres un cochino. ¡No me quedan!

—¡Estás muerto! Dos.

—Seis.

—Tres.

—As.

—Pongo yo.

—Cuatro puntos.

—Malamente.

—Te toca.

—Me he colado.

—Vas bien.

—Quince.

—Otros siete.

—Con ésos me salen veintidós. —Con voz soñadora—. ¡Dos patitos!

—No te esperabas el seis doble. Si lo hubiera puesto al empezar, habría cambiado toda la partida.

—Dos.

—As.

—¡As! Bueno, pues cinco.

—No tengo.

—Has puesto tú, ¿no?

—Sí.

—Blanca.

—¡Hay que ver qué suerte tiene éste! ¡Es que tienes una suerte! —Prolongada ensoñación—. Dos.

—As.

—Ni cinco ni as. Lo siento por ti.

—Cierro.

—¡Carape!

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