Vuelve a casa el hijo pródigo de su vida
X
Vuelve a casa el hijo pródigo de su vida
Con cada bache del adoquinado le caía a Marius del pelo una gota de sangre.
Era noche cerrada cuando el coche de punto llegó ante el número 6 de la calle de Les Filles-du-Calvaire.
Javert se bajó el primero, comprobó de una ojeada el número encima de la puerta cochera y, alzando el pesado llamador de hierro forjado, recargado a la antigua usanza con los adornos de un macho cabrío y un sátiro enfrentados, dio un golpe recio. Se entornó la hoja de la puerta y Javert la empujó. Asomó en parte el portero, bostezando, despierto a medias, con una vela en la mano.
Todo dormía en la casa. En el barrio de Le Marais la gente se va a la cama temprano, sobre todo los días de algaradas. Ese barrio viejo se espanta de la revolución y se refugia en el sueño, igual que los niños, cuando oyen venir al coco, esconden enseguida la cabeza debajo de las mantas.
Entretanto, Jean Valjean y el cochero estaban sacando a Marius del coche. Jean Valjean lo sujetaba por las axilas, y el cochero, por las corvas.
Mientras cargaban así con Marius, Jean Valjean le metió la mano bajo la ropa, llena de desgarrones, le palpó el pecho y se aseguró de que el corazón le seguía latiendo. Y le latía incluso con algo más de fuerza, como si el movimiento del coche hubiera desencadenado cierta reanudación de la vida.
Javert preguntó al portero con el tono que debe tener el gobierno con el portero de un faccioso:
—¿Hay alguien aquí que se llame Gillenormand?
—Aquí es. ¿Qué le quiere usted?
—Le traemos a su hijo.
—¿A su hijo? —dijo el portero, pasmado.
—Está muerto.
Jean Valjean, que iba detrás de Javert, harapiento y sucio, y a quien el portero miraba con cierto espanto, le hizo una seña negativa con la cabeza.
El portero no pareció entender ni la palabra de Javert ni la seña de Jean Valjean.
Javert siguió diciendo:
—Fue a la barricada y aquí lo traemos.
—¡A la barricada! —exclamó el portero.
—A que lo matasen. Vaya a despertar al padre.
El portero no se movía.
—¡Vaya de una vez! —volvió a decir Javert.
Y añadió:
—Mañana habrá un entierro en esta casa.
Para Javert los incidentes que solían ocurrir en la vía pública se clasificaban de forma categórica porque por ahí empiezan la previsión y la vigilancia; y todas y cada una de las eventualidades tenían su compartimento; los hechos posibles estaban, por así decirlo, en unos cajones de los que salían, llegado el caso, en cantidades variables; por la calle andaban escándalos, algaradas, carnavales y entierros.
El portero se limitó a despertar a Basque. Basque despertó a Nicolette; Nicolette despertó a la señorita Gillenormand. Y al abuelo lo dejaron dormir, pensando que tiempo tendría de enterarse.
Subieron a Marius al primer piso, sin que nadie, por lo demás, se enterase en el resto del edificio, y lo dejaron en un sofá viejo en el recibidor de la casa del señor Gillenormand; y, mientras Basque iba a buscar un médico y Nicolette abría los armarios de ropa blanca, Jean Valjean notó que Javert le tocaba el hombro. Entendió lo que quería decirle y volvió a bajar, mientras Javert le iba pisando los talones.
El portero los vio irse igual que los había visto llegar, sumido en una somnolencia espantada.
Subieron otra vez al coche de punto y el cochero volvió al pescante.
—Inspector Javert —dijo Jean Valjean—, concédame una cosa más.
—¿Qué es ello? —preguntó Javert con rudeza.
—Déjeme ir a mi casa un momento. Luego, haga conmigo lo que quiera.
Javert se quedó callado unos instantes, con la barbilla metida en el cuello de la levita; luego abrió la ventanilla de delante.
—Cochero —dijo—, al número 7 de la calle de L’Homme-Armé.