Miedos de Cosette
II
Miedos de Cosette
En la primera quincena de abril, Jean Valjean hizo un viaje. Ya sabemos que era algo que ocurría de tarde en tarde, con intervalos muy largos. Estaba fuera uno o, como mucho, dos días. ¿Dónde iba? Nadie lo sabía, ni siquiera Cosette. Sólo en una ocasión, en uno de esos viajes, lo acompañó en coche de punto hasta la esquina de un callejón estrecho en cuya pared leyó: . Allí se bajó Jean Valjean y el coche de punto volvió a llevar a Cosette a la calle de Babylone. Esos breves viajes de Jean Valjean solían coincidir con una escasez de dinero en la casa.
Jean Valjean estaba, pues, de viaje. Había dicho: «Vuelvo dentro de tres días».
Aquella noche, Cosette estaba sola en el salón. Para quitarse el aburrimiento, abrió el piano-órgano y se puso a cantar, acompañándose, el coro de que es, quizá, lo más hermoso que pueda darse en la música. Al acabar, se quedó pensativa.
De pronto, le pareció que alguien andaba en el jardín.
No podía ser su padre, porque estaba fuera; no podía ser Toussaint, porque estaba acostada. Eran las diez de la noche.
Se acercó a la contraventana del salón, que estaba cerrada, y pegó el oído.
Le dio la impresión de que eran pasos de hombre y que andaba muy quedamente.
Subió deprisa al primer piso, a su cuarto, abrió un montante que había en su contraventana y miró al jardín. Había luna llena y se veía como si fuera de día.
No había nadie.
Abrió la ventana. El jardín estaba completamente tranquilo y en toda la parte de la calle que podía verse no había nadie, como de costumbre.
Cosette pensó que se había equivocado. Le había parecido oír un ruido. Era una alucinación fruto del sombrío y prodigioso coro de Weber que le abre a la mente honduras amedrentadas, que tiembla ante la mirada como un bosque vertiginoso y en que se oyen los crujidos de las ramas secas bajo el paso intranquilo de los cazadores vistos a medias en el crepúsculo.
No volvió a pensar en ello.
Por lo demás, Cosette no era muy miedosa por naturaleza. Llevaba en las venas sangre de gitana y aventurera que va descalza. Recordemos que era más alondra que paloma. Tenía un carácter fiero y valiente.
Al día siguiente, a hora más temprana, cuando estaba cayendo la tarde, se paseaba por el jardín. Entre vagos pensamientos que la tenían ocupada, le parecía notar a ratos un ruido semejante al ruido de la víspera, como si alguien anduviera en la oscuridad, bajo los árboles, no lejos de ella, pero se decía que no hay nada que se parezca tanto a unos pasos por la hierba como el roce de dos ramas que se mueven solas, y no hacía caso. Por lo demás, no veía nada.
Salió de «la maleza»; le quedaba por cruzar un prado pequeño de césped verde para llegar a la escalera de la fachada. La luna, que acababa de alzarse a su espalda, proyectó, al salir Cosette del macizo, su sombra, ante ella, en ese prado.
Cosette se detuvo aterrada.
Junto a la suya, la luna perfilaba claramente en el césped otra sombra, singularmente espantosa y terrible, una sombra que llevaba un sombrero de media copa.
Era como la sombra de un hombre que hubiera estado de pie en las lindes del macizo, a pocos pasos por detrás de Cosette.
Se quedó un momento sin poder hablar, ni gritar, ni llamar, ni moverse, ni volver la cabeza.
Por fin hizo acopio de todo su valor y se volvió resueltamente.
No había nadie.
Miró al suelo. La sombra había desaparecido.
Volvió a meterse entre la maleza, registró atrevidamente los rincones y no halló nada.
Se había quedado completamente helada. ¿Era acaso otra alucinación? ¡Cómo! ¡Dos días seguidos! Bien está una alucinación, pero ¡dos! Lo preocupante era que seguramente no se trataba de la sombra de un fantasma. Los fantasmas no llevan sombreros de media copa.
Al día siguiente regresó Jean Valjean. Cosette le refirió lo que le había parecido ver y oír. Contaba con que su padre la tranquilizaría, se encogería de hombros y le diría: «Eres una locuela».
Jean Valjean puso cara de preocupación.
—No puede ser nada de particular —le dijo.
La dejó con un pretexto cualquiera y fue al jardín; Cosette vio cómo pasaba revista a la verja con mucho cuidado.
Se despertó durante la noche; esta vez estaba segura de que oía claramente andar a alguien muy cerca de la escalera y bajo su ventana. Fue corriendo al montante y lo abrió. Efectivamente, había en el jardín un hombre que llevaba un garrote en la mano. En el preciso instante en que iba a gritar, la luna iluminó el perfil del hombre. Era su padre.
Volvió a acostarse diciéndose: «¡Así que está preocupado!».
Jean Valjean se pasó en el jardín aquella noche y las dos siguientes. Cosette lo vio por el hueco de la contraventana de su cuarto.
La tercera noche había luna menguante y empezaba a salir más tarde; podía ser la una de la mañana; oyó una sonora carcajada y la voz de su padre que la llamaba:
—¡Cosette!
Se tiró de la cama, se puso una bata y abrió la ventana.
Su padre estaba abajo, en el prado de césped.
—Te despierto para tranquilizarte —dijo—. Mira. Aquí tienes a la sombra con sombrero de media copa.
Y le señalaba, en el césped, una sombra que la luna proyectaba y perfilaba y se parecía bastante, efectivamente, al espectro de un hombre con sombrero de media copa. Era la silueta de una chimenea de chapa y con sombrerete, que asomaba por encima de un tejado cercano.
Cosette se echó a reír también; todas sus lóbregas suposiciones desaparecieron, y, a la mañana siguiente, mientras almorzaba con su padre, bromeó acerca del siniestro jardín por el que merodeaban sombras de chimeneas.
Jean Valjean volvió a quedarse completamente tranquilo; en cuanto a Cosette, no se fijó demasiado en si la chimenea estaba efectivamente en la misma dirección que la sombra que le había parecido ver ni si la luna estaba en el mismo punto del cielo. No se preguntó por la singularidad de una chimenea que teme que la sorprendan en flagrante delito y se marcha cuando alguien mira su sombra, porque la sombra había desaparecido al volverse Cosette y Cosette había creído verla con seguridad. Cosette se tranquilizó del todo. La demostración le pareció impecable y se le fue por completo de la cabeza que pudiera haber alguien que anduviera al atardecer o de noche por el jardín.
Pocos días después, ocurrió un nuevo incidente.