Los miserables

Él también carga con su cruz

IV

Él también carga con su cruz

Jean Valjean había seguido andando y no se había vuelto a parar.

La caminata era cada vez más trabajosa. La altura de las bóvedas es variable; la media es de unos cinco pies con seis pulgadas, y está calculada para la estatura de un hombre; a Jean Valjean no le quedaba más remedio que andar inclinado para que Marius no se golpease con la bóveda; tenía que agacharse a cada momento, volver a enderezarse y palpar la pared continuamente. Las piedras estaban trasudadas; y el piso, viscoso; y eran malos puntos de apoyo tanto para la mano cuanto para el pie. Tropezaba en el repugnante estiércol de la ciudad. Los reflejos intermitentes de los respiraderos no llegaban sino muy de tarde en tarde, y tan pálidos que el sol parecía la luz de la luna; todo lo demás era niebla, miasmas, opacidad, negrura. Jean Valjean tenía hambre y sed; sobre todo sed; y las alcantarillas son como el mar, un sitio lleno de agua que no se puede beber. Sabido es que era de una fuerza prodigiosa, que la edad había mermado muy poco debido a la vida casta y sobria que llevaba, pero, pese a todo, estaba empezando a desfallecer. Notaba ya el cansancio, y al menguar la fuerza crecía el peso de la carga. Marius, muerto quizá, pesaba como pesan los cuerpos inertes. Jean Valjean lo sujetaba de forma que no hubiese estorbo para el pecho y la respiración pudiera tener la mayor libertad posible. Notaba cómo las ratas se le escurrían velozmente entre las piernas. Una se asustó tanto que a punto estuvo de morderlo. De vez en cuando le llegaba por los vierteaguas de las bocas de alcantarilla una ráfaga de aire fresco que lo reanimaba.

Podían ser las tres de la tarde cuando llegó a la alcantarilla de circunvalación.

Al principio lo extrañó aquel ensanchamiento repentino. Se encontró de pronto en una galería a cuyas paredes no llegaba con los brazos estirados y bajo una bóveda que no tocaba con la cabeza. Efectivamente, la Alcantarilla Mayor tiene ocho pies de ancho por siete de alto.

En el punto en que la alcantarilla Montmartre se une a la Alcantarilla Mayor desembocan otras dos galerías subterráneas, la de la calle de Provence y la de L’Abattoir, y se forma una encrucijada. Entre esos cuatro caminos, alguien menos sagaz habría titubeado. Jean Valjean se fue por la más ancha, es decir, por la alcantarilla de circunvalación. Pero volvía a plantearse la pregunta: ¿cuesta arriba o cuesta abajo? Pensó que la situación era apurada y que ahora había que llegar al Sena, fueren cuales fueren los riesgos. Dicho de otro modo, ir cuesta abajo. Giró a la izquierda.

Estuvo muy atinado. Pues sería un error creer que la alcantarilla de circunvalación tiene dos salidas, una en dirección a Bercy y otra en dirección a Passy, y que es, como su nombre indica, el cinturón subterráneo del París de la orilla derecha. La Alcantarilla Mayor no es, debemos recordarlo, sino el antiguo arroyo de Ménilmontant y va a dar, si se va cuesta arriba, a un callejón sin salida, es decir, a su primitivo punto de partida, que fue su manantial, al pie de la colina de Ménilmontant. No tiene comunicación directa con el ramal que recoge las aguas de París a partir del barrio de Popincourt y que desemboca en el Sena por la alcantarilla Amelot, más arriba de la antigua isla Louviers. A este ramal, que completa el colector, lo separa de él, bajo la propia calle de Ménilmontant, un lienzo que señala la divisoria de aguas río arriba y río abajo. Si Jean Valjean hubiese tirado galería arriba, habría llegado, tras mil esfuerzos, exhausto y agonizando en las tinieblas, a una pared. Habría estado perdido.

En el mejor de los casos, retrocediendo un trecho, metiéndose por el corredor de Les Filles-du-Calvaire y siempre y cuando no titubease en el cruce subterráneo de la encrucijada de Boucherat, fuese por el corredor Saint-Louis y girase, luego, a la izquierda en el pasadizo Saint-Gilles y, acto seguido, a la derecha, y evitase la galería Saint-Sébastien, habría podido llegar a la alcantarilla Amelot y desde allí, y con tal de que no se extraviase en esa especie de letra F que está bajo la Bastilla, alcanzar la boca que sale al Sena cerca de L’Arsenal. Pero para eso habría tenido que conocer a fondo y con todas sus ramificaciones y aberturas la gigantesca madrépora de las alcantarillas. Ahora bien, y debemos insistir en ello, no sabía nada de esa espantosa red de vías por la que iba andando; y, si alguien le hubiese preguntado dónde estaba, habría contestado: en la oscuridad.

No le falló el instinto. Bajar era, efectivamente, la salvación posible.

Dejó a la derecha los dos pasillos que se ramifican como una garra debajo de la calle de Laffitte y de la calle de Saint-Georges y el largo corredor bifurcado de La Chaussée d’Antin.

Pasado un afluente que era muy probablemente el ramal de La Madeleine, se detuvo. Estaba muy cansado. Por un tragaluz bastante ancho, probablemente el respiradero de la calle de Anjou, entraba una luz casi fuerte. Jean Valjean, con el mimo de un hermano para el hermano herido, dejó a Marius en el poyo de la alcantarilla. La cara ensangrentada de Marius apareció entre la luz blanca del respiradero como en lo hondo de una tumba. Tenía los ojos cerrados, el pelo pegado a las sienes como pinceles secos manchados de pintura roja, las manos caídas y muertas, los miembros fríos, sangre coagulada en la comisura de los labios. Un coágulo de sangre se le había quedado en el nudo de la corbata; la camisa se le metía por las heridas; el paño del frac le rozaba los cortes en carne viva. Jean Valjean, apartando con la yema de los dedos la ropa, le puso la mano en el pecho; el corazón seguía latiendo. Jean Valjean hizo jirones la camisa, vendó las heridas lo mejor que pudo y detuvo el flujo de sangre; luego, inclinándose en aquella media luz sobre Marius, que seguía sin conocimiento y casi sin hálito, lo miró con indecible odio.

Al apartarle la ropa a Marius le había encontrado en los bolsillos dos cosas: el pan que se le había quedado allí olvidado desde la víspera y el portafolio de Marius. Se comió el pan y abrió el portafolio. En la primera página se encontró las cuatro líneas que había escrito Marius y que, recordémoslo, eran éstas:

«Me llamo Marius Pontmercy. Que lleven mi cadáver a casa de mi abuelo, señor Gillenormand, en el 6 de la calle de Les Filles-du-Calvaire. Barrio de Le Marais».

Jean Valjean leyó a la luz del respiradero esas cuatro líneas y se quedó un momento como ensimismado, repitiendo a media voz: «Calle de Les Filles-du-Calvaire, número 6; señor Gillenormand». Volvió a meterle a Marius en el bolsillo el portafolio. Había comido, le habían vuelto las fuerzas; se echó otra vez a Marius a la espalda, le apoyó con cuidado la cabeza en su hombro derecho y siguió cuesta abajo por la alcantarilla.

La Alcantarilla Mayor, que sigue la dirección de la línea de vaguada del valle de Ménilmontant, tiene una longitud de unas dos leguas. Está empedrada en la mayor parte del recorrido.

Jean Valjean carecía de esta antorcha del nombre de las calles de París con la que vamos iluminando al lector su caminata subterránea. Nada le indicaba por qué zona de la ciudad estaba pasando ni qué trayecto había seguido. Sólo la mayor palidez de los charcos de luz con que se topaba de trecho en trecho le indicaba que el sol se iba retirando del adoquinado de la calle y que el día no tardaría en ir hacia el declive; y como el ruido de las ruedas de los coches, por encima de su cabeza, había pasado de continuo a intermitente y, luego, había cesado casi por completo, llegó a la conclusión que no estaba ya bajo el centro de París y se estaba acercando a alguna zona solitaria, próxima a los paseos de ronda o los muelles más alejados. Donde hay menos calles y menos casas las alcantarillas tienen menos tragaluces. La oscuridad iba haciéndose más densa en torno a Jean Valjean. No por ello dejó de andar, a tientas.

Aquella sombra se volvió de pronto terrible.

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