Los miserables

Un vade que se va de la lengua

I

Un vade que se va de la lengua

¿Qué son las convulsiones de una ciudad comparadas con los levantamientos del alma? El hombre es de mayor hondura aún que el pueblo. Jean Valjean, en ese preciso momento, era presa de una espantosa sublevación. Habían vuelto a abrirse en él todos los abismos. Él también se estremecía, igual que París, en los umbrales de una revolución formidable y oscura. Había bastado con unas pocas horas. De repente las sombras le habían tapado el destino y la conciencia. De él también podía decirse, igual que de París: están frente a frente los dos principios. El ángel blanco y el ángel negro van a luchar a brazo partido en el puente que cruza el abismo. ¿Cuál de los dos tirará al otro? ¿Quién ganará?

La víspera de ese día, el 5 de junio, Jean Valjean, junto con Cosette y Toussaint, se había trasladado a la calle de L’Homme-Armé. Allí le esperaba una peripecia.

Cosette no se había ido de la calle de Plumet sin amagar cierta resistencia. Por primera vez desde que compartían la existencia, Cosette y Jean Valjean habían tenido voluntades diferentes, que habían chocado o, al menos, se habían opuesto. Hubo objeción por una parte e inflexibilidad por otra. Ese consejo brusco: que le había espetado un desconocido, había alarmado tanto a Jean Valjean que lo volvió tajante. Pensaba que habían encontrado su rastro y que lo perseguían. Cosette tuvo que ceder.

Llegaron los dos a la calle de L’Homme-Armé sin despegar los labios ni cruzar palabra, ambos absortos en sus respectivas preocupaciones personales; Jean Valjean tan intranquilo que no veía la tristeza de Cosette; Cosette tan triste que no veía la intranquilidad de Jean Valjean.

Jean Valjean había llevado consigo a Toussaint, cosa que no había hecho nunca en sus ausencias anteriores. Tenía el pálpito de que no iba a volver quizá a la calle de Plumet y no podía ni dejar atrás a Toussaint ni revelarle su secreto. Por lo demás, notaba que era fiel y de fiar. Entre criado y amo, la traición empieza con la curiosidad. Ahora bien, Toussaint, como si hubiese estado predestinada a servir a Jean Valjean, no era curiosa. Decía, tartamudeando, con su hablar campesino de Barneville: «Una es tal cual y atiende a lo que atiende; lo demás, allá penas». (Soy como soy, hago el trabajo que tengo que hacer y el resto no es cosa mía.)

Al irse de la calle de Plumet, de donde salieron casi como si fueran huyendo, Jean Valjean no se llevó nada más que la maletita de los sahumerios que Cosette llamaba . Unos baúles llenos habrían requerido unos mozos; y unos mozos son unos testigos. Llamaron a un coche de punto para que los recogiera en la puerta de la calle de Babylone y se marcharon.

A Toussaint le costó que le dieran permiso para empaquetar algo de ropa blanca, ropa de vestir y unos cuantos objetos de aseo. Cosette se llevó sólo la caja de papel de cartas y el vade.

Jean Valjean, para desaparecer con mayor soledad y oscuridad, se las arregló para no salir del hotelito de la calle de Plumet hasta que empezó a caer la tarde, lo que le dejó margen a Cosette para escribir a Marius. Llegaron a la calle de L’Homme-Armé cuando ya era noche cerrada.

Se acostaron en silencio.

La vivienda de la calle de L’Homme-Armé estaba en un patio trasero y en el segundo piso y constaba de dos dormitorios, un comedor y una cocina que colindaba con el comedor; había también un altillo con una cama de tijera que le correspondió a Toussaint. El comedor era al tiempo recibidor y separaba los dos dormitorios. La vivienda contaba con los enseres necesarios.

Nos calmamos de la misma forma disparatada que nos alarmamos; tal es la naturaleza humana. No bien se vio Jean Valjean en la calle de L’Homme-Armé, mermó su ansiedad, que fue desapareciendo gradualmente. Hay sitios tranquilizadores que influyen mecánicamente, por decirlo así, en el ánimo. Calle oscura, vecinos tranquilos. A Jean Valjean se le contagió a saber qué serenidad en aquella callejuela del París antiguo, tan estrecha que un madero transversal colocado en dos postes impide el paso de los coches, muda y sorda en medio de la ciudad sonora, crepuscular en pleno día e incapaz, como quien dice, de emociones entre sus dos filas de casas altas y centenarias que callan como ancianas, que es lo que son. En esa calle está estancado el olvido. Jean Valjean respiró. ¿Quién iba a dar con él allí?

De lo primero que se ocupó fue de colocar a su vera.

Durmió bien. La noche es buena consejera; y podemos añadir que es apaciguadora. A la mañana siguiente, se despertó casi alegre. Le pareció precioso el comedor, que era feísimo, amueblado con una mesa redonda vieja, un trinchero que tenía encima un espejo vencido hacia adelante, un sillón apolillado y unas cuantas sillas que cargaban con los bultos de Toussaint. De uno de esos paquetes asomaba por un agujero el uniforme de guardia nacional de Jean Valjean.

En cuanto a Cosette, le había pedido a Toussaint que le llevase un caldo a su cuarto y no se dejó ver hasta última hora de la tarde.

A eso de las cinco, Toussaint, que iba de un lado para otro muy atareada con aquella modesta mudanza, colocó encima de la mesa del comedor algo de pollo frío que Cosette se dignó tomar en cuenta por mostrarse deferente con su padre.

Hecho esto, Cosette alegó una jaqueca persistente, le dio las buenas noches a Jean Valjean y se encerró en su dormitorio. Jean Valjean comió con apetito un ala de pollo y, de codos en la mesa, y recobrando poco a poco la serenidad, volvió a sentirse seguro de sí mismo.

Mientras cenaba con tanta sobriedad, algo oyó más o menos, en dos o tres ocasiones, del tartamudeo de Toussaint, que le decía: «Señor, hay tomate, están peleando en París». Pero, absorto en gran cantidad de arreglos interiores, no atendió. A decir verdad, no la había oído.

Se levantó y empezó a dar paseos de la ventana a la puerta y de la puerta a la ventana, cada vez más calmado.

Al calmarse, le volvió al pensamiento Cosette, que era su única preocupación. No era que lo inquietase aquella jaqueca, un ataque de nervios mínimo, un enfurruñamiento de muchacha, una nube pasajera; dentro de un día o dos ya no quedaría nada de ello; pero pensaba en el porvenir y, como de costumbre, pensaba con dulzura. A decir verdad, no veía obstáculo alguno para que pudiera seguir adelante la vida dichosa. Hay horas en que todo parece imposible; hay otras en que todo parece fácil; Jean Valjean se hallaba en una de esas horas buenas. Suelen llegar tras las malas, como el día tras la noche, por esa ley de sucesión y de contraste que es el mismísimo fondo de la naturaleza y que las inteligencias superficiales llaman antítesis. En aquella calle apacible en que había buscado refugio, Jean Valjean se desprendía de cuanto llevaba ya tiempo alterándolo. Precisamente porque había visto muchas tinieblas, empezaba a ver un poco de cielo azul. Haberse ido de la calle de Plumet sin complicaciones y sin incidentes era ya un paso positivo. A lo mejor era sensato salir del país, aunque no fuera más que por unos meses, e irse a Londres. Pues se irían. Estar en Francia o estar en Inglaterra, ¿qué más le daba con tal de tener cerca a Cosette? Cosette era su nación. Cosette le bastaba para ser feliz; la idea de que quizá él no bastase para que Cosette fuera feliz, esa idea que, tiempo atrás, le había causado fiebre e insomnio, ni siquiera se le pasaba ya por la cabeza. Se hallaba en un colapso de todos los dolores pasados y en pleno optimismo. Como Cosette estaba junto a él, le parecía que era suya, efecto óptico que afecta a todo el mundo. Organizaba y con todo tipo de facilidades la salida hacia Inglaterra con Cosette y veía, en las perspectivas de su ensoñación, cómo su felicidad volvía a edificarse en el lugar que fuera.

Según andaba arriba y abajo, con paso lento, la mirada topó de pronto con algo peculiar.

Vio ante sí, en el espejo inclinado que estaba encima del aparador, y leyó con toda claridad las cuatro líneas siguientes:

«Ay, amado mío, mi padre quiere que nos vayamos ahora mismo. Esta noche estaremos en el 7 de la calle de L’Homme-Armé. Dentro de ocho días estaremos en Inglaterra. C. 4 de junio».

Jean Valjean se detuvo, desencajado.

Cosette, al llegar, había puesto el vade encima del trinchero, delante del espejo, y, entregada por completo a su dolorosa angustia, lo había dejado olvidado allí, sin fijarse siquiera en que se quedaba abierto por el secante en que había apoyado, para secarlas, las líneas que había escrito y había encomendado al obrero joven que pasaba por la calle de Plumet. Lo que había escrito se había quedado impreso en el secante.

Y se reflejaba en el espejo.

De ello resultaba eso que se llama en geometría la imagen simétrica; de forma tal que lo escrito, que estaba del revés en el secante, aparecía del derecho en el espejo, o sea, en su sentido natural; y Jean Valjean tenía ante los ojos la carta que Cosette le había escrito a Marius la víspera.

Era de lo más sencillo y era algo fulminante.

Jean Valjean se acercó al espejo. Volvió a leer las cuatro líneas, pero no creyó lo que estaba viendo. Esas líneas le hacían el mismo efecto que si apareciesen en la luz de un relámpago. Era una alucinación. Era imposible. No existían.

Poco a poco aquella percepción se fue concretando; miró el secante de Cosette y recuperó la sensación del hecho real. Cogió el secante y dijo: «Viene de aquí». Pasó revista febrilmente a las cuatro líneas impresas en el secante; del revés, parecían unos garabatos extraños y no les vio sentido alguno. Entonces se dijo: «Pero si no tienen significado. Aquí no pone nada». Y respiró hondo con un alivio indecible. ¿Quién no ha tenido alegrías simplonas como ésa en momentos espantosos? El alma no se rinde a la desesperación sin haber agotado antes todas las ilusiones.

Tenía el secante en la mano y lo miraba, con una felicidad estúpida, dispuesto casi a reírse de la alucinación que lo había engañado. De pronto, volvieron a topársele los ojos con el espejo y volvió a ver la visión. Las cuatro líneas estaban allí, trazadas con nitidez inexorable. Esta vez no era un espejismo. La reincidencia de una visión es una realidad; era algo palpable; era un escrito que el espejo ponía del derecho. Lo entendió todo.

Jean Valjean titubeó, soltó el vade y se desplomó en el sillón viejo, junto al trinchero, con la cabeza colgando y las pupilas vidriosas y extraviadas. Se dijo que no cabía duda, que la luz del mundo se había eclipsado para siempre y que Cosette le había escrito aquello a alguien. Entonces oyó que su alma, que volvía a ser tremenda, lanzaba en las tinieblas un rugido sordo. ¡Cualquiera le quita al león el perro que tiene en la jaula!

Cosa extraña y triste: en aquel momento, Marius aún no tenía la carta de Cosette; el azar la llevó a traición a las manos de Jean Valjean antes de entregársela a Marius.

Hasta aquel día, los padecimientos no habían vencido a Jean Valjean. Había pasado por pruebas espantosas, no se le había escatimado ni una sola sevicia fruto de la fortuna adversa; la ferocidad de la suerte, armada con todas las vindictas y todos los errores sociales, lo había escogido y se había ensañado con él. No había retrocedido ante nada ni nada lo había doblegado. Había aceptado, cuando había sido menester, todos los extremos; había sacrificado su inviolabilidad de hombre tras haberla conquistado; había entregado su libertad; había arriesgado la cabeza; lo había perdido todo; lo había padecido todo, y había seguido siendo desinteresado y estoico, tanto que a veces habríase podido pensar que era ajeno a sí mismo como un mártir. Podía parecer que a aquella conciencia suya, curtida en todos los asaltos posibles de la adversidad, nada podría rendirla nunca. Pues bien, si alguien lo hubiera visto por dentro, no le habría quedado más remedio que comprobar que en aquel momento flaqueaba.

Y es que, de todas las torturas que había padecido en aquel prolongado tormento a que lo sometía el destino, ésta era la más terrible. Nunca lo habían aferrado unas tenazas así. Notó el revolverse misterioso de todas las sensibilidades latentes. Notó el pellizco en la fibra desconocida. La prueba suprema, ay, o, mejor dicho, la prueba única es la pérdida del ser amado.

Cierto que es que el pobre Jean Valjean, el viejo Jean Valjean, no quería a Cosette sino como un padre; pero ya hemos comentado antes que, por la propia soledad de su existencia, en aquella paternidad estaban todos los amores; quería a Cosette como a una hija, y la quería como a una madre, y la quería como a una hermana; y, como nunca había tenido ni amante ni mujer, como la naturaleza es un acreedor que no acepta los protestos, ese sentimiento, que es el más imposible de perder de todos, iba mezclado con los otros, inconcreto, ignorante, puro con la pureza de la ceguera, inconsciente, celestial, angelical, divino; no era tanto un sentimiento cuanto un instinto; no era tanto un instinto cuanto una atracción, imperceptible e invisible, pero real; y el amor propiamente dicho formaba parte de su tremendo cariño por Cosette, de la misma forma que el filón de oro está en la montaña, tenebroso y virgen.

Recordemos esa situación del corazón que ya hemos indicado. No era posible entre ellos matrimonio alguno; ni siquiera el de las almas; y, no obstante, no por ello era menos cierto que sus destinos estaban desposados. Con la excepción de Cosette, es decir, con la excepción de una infancia, Jean Valjean no había tenido, en su prolongada vida, ninguna de esas cosas que se pueden amar. Las pasiones y los amores consecutivos no le habían proporcionado esos verdes sucesivos, verde claro encima del verde oscuro, que se les ven a las frondas que han pasado el invierno y a los hombres que pasan de los cincuenta. En resumidas cuentas, y ya lo hemos dicho varias veces, toda esa fusión interna, todo ese conjunto, cuya resultante era una virtud acendrada, abocaba a Jean Valjean a ser un padre para Cosette. Un padre peculiar, constituido por ese abuelo, ese hijo, ese hermano y ese marido que estaban en Jean Valjean; padre en quien había incluso una madre; padre que quería a Cosette y que la adoraba y cuya luz, cuya morada, cuya familia, cuya patria y cuyo paraíso era aquella niña.

Por lo tanto, cuando vio que no cabía duda de que aquello había acabado ya, que Cosette se le escapaba, se le escurría de las manos, se le hurtaba, que era una nube, que era agua, cuando tuvo ante la vista aquella evidencia aplastante: su corazón tiende hacia otro; otro es el anhelo de su vida; existe el amado y yo sólo soy el padre; ya no existo; cuando ya no pudo dudarlo; cuando se dijo: «¡Se marcha lejos de mí!», sintió un dolor que iba más allá de todo lo concebible. ¡Haber hecho cuanto había hecho para llegar a aquello y, ¿sería posible?, no ser ya nada! Entonces, como acabamos de decir, se estremeció de rebeldía de pies a cabeza. Notó hasta la raíz del pelo el gigantesco despertar del egoísmo y el propio yo soltó un rugido en el abismo de aquel hombre.

Existen derrumbamientos internos. Una certidumbre que sume en la desesperación no penetra en el hombre sin apartar ni romper unos cuantos elementos profundos que son a veces el hombre mismo. El dolor, cuando alcanza ese grado, es un sálvese quien pueda de todas las fuerzas de la conciencia. Crisis así son crisis fatídicas. Pocos de nosotros salimos de ellas semejantes a nosotros mismos y firmes en el deber. Cuando se rebasan los límites del sufrimiento, la virtud más imperturbable se desconcierta. Jean Valjean cogió otra vez el secante y volvió a convencerse; se quedó inclinado, y como petrificado, sobre esas cuatro líneas innegables, con la mirada fija; luego lo invadió por dentro una nube tal que hubiera podido creerse que todo el interior de aquella alma se venía abajo.

Le pasó revista a esa revelación, a través de la lente de aumento del ensimismamiento, con una calma aparente y amedrentadora, pues, cuando la calma de un hombre alcanza la frialdad de la estatua, es algo temible.

Calibró el paso espantoso que acababa de dar su destino sin sospecharlo él; recordó los temores del verano anterior, que tan insensatamente se habían disipado; reconoció el precipicio; seguía siendo el mismo; sólo que Jean Valjean no estaba ya en su umbral, sino en lo más hondo.

Cosa inaudita y dolorosa, había caído en él sin darse cuenta. Se le había ido toda la luz de la vida mientras creía que seguía viendo el sol.

No le titubeó el instinto. Relacionó varias circunstancias, varias fechas, varios rubores y palideces de Cosette y se dijo: «Es él». El poder de adivinación de la desesperación es algo así como un arco misterioso que nunca yerra el tiro. Con la primera conjetura llegó hasta Marius. No sabía el nombre, pero dio enseguida con el hombre. Vio con toda claridad, en el fondo de la implacable evocación del recuerdo, al rondador de Le Luxembourg, aquel miserable buscador de amoríos, aquel vago de romanza, aquel imbécil, aquel cobarde, porque es una cobardía ir a ponerles ojos melosos a muchachas que tienen a su lado a su padre, que las quiere.

Tras tener la seguridad de que aquella situación estaba aquel joven y que todo procedía de él, Jean Valjean, el hombre regenerado, el hombre que tanto se había ocupado de labrar su alma, el hombre que tantos esfuerzos había hecho para convertir toda la vida, toda la miseria y toda la desventura en amor, se miró por dentro y vio un espectro: el Odio.

En los grandes dolores hay abatimiento. Desaniman de la existencia. El hombre en quien penetran nota que se les va otra cosa. En la juventud es una visita lúgubre; más adelante es siniestra. Cuando se tiene la sangre caliente, el pelo negro, la cabeza erguida en la cima del cuerpo como la llama en el candelabro, cuando el rollo del destino está aún casi todo por leer, cuando el corazón colmado de un amor deseable palpita aún con latidos que pueden hallar respuesta, cuando se tiene por delante tiempo para reparaciones, cuando están ahí todas las mujeres, y todas las sonrisas, y todo el porvenir, y todo el horizonte, cuando la fuerza de la vida está entera, la desesperación, sí, es algo espantoso, pero, ¡ay! ¿qué no será en la vejez, cuando los años van cada vez más deprisa y son más lívidos, en esa hora crepuscular en que empiezan a verse las estrellas desde la tumba?

Mientras meditaba, entró Toussaint. Jean Valjean se levantó y le preguntó:

—¿Por dónde? ¿Lo sabe?

Toussaint, estupefacta, sólo pudo responderle:

—¿Mande?

Jean Valjean añadió:

—¿No me dijo hace un rato que había combates?

—Ah, sí, señor —contestó Toussaint—. Por la parte de Saint-Merry.

Existen algunos impulsos automáticos que nacen, incluso sin darnos cuenta, de la parte más profunda del pensamiento. Fue seguramente por uno de esos impulsos, del que apenas fue consciente, por lo que Jean Valjean, cinco minutos después, se vio en la calle.

Estaba sentado, con la cabeza descubierta, en el mojón de la puerta de su casa. Parecía prestar oído.

Ya se había hecho de noche.

Download Newt

Take Los miserables with you