Los miserables

Tras salir de la guerra civil, Marius se prepara para la guerra doméstica

II

Tras salir de la guerra civil, Marius se prepara para la guerra doméstica

Marius estuvo mucho tiempo ni muerto ni vivo. Tuvo varias semanas fiebre acompañada de delirio y de síntomas cerebrales bastante graves fruto más de las conmociones de las heridas de la cabeza que de las heridas en sí.

Se pasó noches enteras repitiendo el nombre de Cosette con la lúgubre locuacidad de la fiebre y con la sombría testarudez de la agonía. Algunas heridas eran tan anchas que supusieron un serio peligro, pues en algunas llagas de mucha anchura siempre existe el peligro de que la supuración se reabsorba y, en consecuencia, mate al enfermo por la influencia de determinadas circunstancias atmosféricas; con cada cambio de tiempo, con la mínima tormenta, el médico se preocupaba. «Sobre todo que el enfermo no tenga ningún sobresalto», repetía. Los vendajes eran complicados y dificultosos, pues fijar aparatos y lienzos con esparadrapo no era algo que se hubiera inventado aún por entonces. A Nicolette se le fue en hilas una sábana «del tamaño de un techo», decía. No sin trabajo las lociones cloruradas y el nitrato de plata pudieron más que la gangrena. Mientras hubo peligro, el señor Gillenormand, fuera de sí junto a la cabecera de su nieto, estuvo igual que Marius: ni muerto ni vivo.

A diario y, en ocasiones, dos veces al día, un caballero de pelo blanco y muy atildado —así era como lo describía el portero— venía a saber del enfermo y dejaba, para las curas, un paquete grande de hilas.

Por fin, el 7 de septiembre, cuatro meses día por día después de la dolorosa noche en que Jean Valjean lo había llevado moribundo a casa de su abuelo, el médico manifestó que respondía de él. Comenzó la convalecencia. Pero Marius tuvo que pasarse aún más de dos meses tendido en una otomana por los accidentes padecidos debido a la fractura de la clavícula. Siempre hay una última herida que se niega a cerrarse y hace que las curas se eternicen para mayor fastidio del enfermo.

Por lo demás, aquella enfermedad prolongada y aquella convalecencia prolongada lo salvaron de las represalias. En Francia no hay ira, ni siquiera pública, que siete meses no extingan. Los disturbios, en el estado en que se halla la sociedad, son culpa de todos hasta tal extremo que viene luego cierta necesidad de hacer la vista gorda.

Añadamos que la incalificable ordenanza de Gisquet, que intimaba a los médicos a denunciar a los heridos, indignó a la opinión pública, y no sólo a la opinión pública, sino al rey antes que a nadie, y dicha indignación amparó y protegió a los heridos; y, dejando aparte a los que cayeron presos en combate, los consejos de guerra no se atrevieron a molestar a ninguno. Así que dejaron a Marius en paz.

El señor Gillenormand empezó por padecer todas las angustias y supo luego de todos los éxtasis. Costó mucho impedirle que se pasase todas las noches junto al herido: mandó que llevaran su sillón grande al lado de la cama de Marius; exigió que su hija usara la mejor ropa blanca de la casa para hacer compresas y vendas. La señorita Gillenormand, como persona sensata y madura, halló la forma de salvar la ropa blanca buena al tiempo que dejaba creer al abuelo que lo estaban obedeciendo. El señor Gillenormand no permitió que le explicasen que para hacer hilas no es tan buena la batista como el hilo basto ni tan bueno el hilo nuevo como el hilo usado. Asistía a todas las curas de las que la señorita Gillenormand se ausentaba púdicamente. Cuando cortaban la carne muerta con tijeras, decía: ¡ay, ay! No había nada tan enternecedor como verlo alargar una taza de tisana al herido con su suave temblor senil. Agobiaba al médico a preguntas. No se daba cuenta de que volvía a hacer continuamente las mismas.

El día en que el médico le anunció que Marius estaba fuera de peligro, al buen señor le entró un delirio. Le dio tres luises de propina al portero. Por la noche, se fue a su cuarto bailando una gavota y haciendo castañetas con el pulgar y el índice; y cantó la canción siguiente:

Jeanne es de Fougère hija.

¡Qué nido de pastoras!

Y sus sayas tan pillas

me enamoran.

Amor moras en ella

porque es en su mirada

donde pones tus flechas

tan taimadas.

Yo la canto y me gustan

más que Diana en su braña

Jeanne y sus tetas duras

de Bretaña.

Luego se arrodilló en una silla y a Basque, que lo estaba mirando por la puerta entornada, le pareció con toda seguridad que estaba rezando.

Hasta entonces no había creído en Dios.

Con cada fase de la mejoría, que iba adquiriendo gradualmente trazos más firmes, el abuelo disparataba cada vez más. Llevaba a cabo mecánicamente un sinnúmero de acciones rebosantes de júbilo; subía y bajaba las escaleras sin saber por qué. Una vecina, bonita por lo demás, se quedó asombradísima una mañana cuando recibió un ramo de flores enorme: se lo enviaba el señor Gillenormand. El marido le organizó una escena de celos. El señor Gillenormand intentaba sentarse a Nicolette en las rodillas. Llamaba a Marius señor barón. Gritaba: ¡Viva la República!

Le preguntaba al médico a cada momento: «¿Verdad que ya no hay peligro?». Miraba a Marius con ojos de abuela. No le quitaba ojo cuando comía. Estaba desaforado y desenfrenado; el amo de la casa era Marius; en aquella alegría había abdicación, era el nieto de su nieto.

En aquel júbilo en que vivía, era el más vulnerable de los niños. Por temor a cansar o importunar al convaleciente, se colocaba a espaldas suyas para sonreírle. Estaba contento, alegre, encantado, encantador, joven. El pelo blanco añadía una majestad dulce a la luz risueña que tenía en la cara. Cuando el encanto se suma a las arrugas, resulta adorable. Existe a saber qué aurora en la vejez dichosa.

En cuanto a Marius, mientras dejaba que lo vendasen y que lo cuidasen, tenía una idea fija: Cosette.

Desde que habían desaparecido la fiebre y el delirio, ya no decía aquel nombre, y habría podido creerse que no pensaba ya en ella. Callaba precisamente porque en ella tenía puesta el alma.

No sabía qué había sido de Cosette; todo lo sucedido en la calle de La Chanvrerie era como una nube en su recuerdo; le flotaban en la mente sombras casi indistintas: Éponine, Gavroche, Mabeuf, los Thénardier y todos sus amigos, lúgubremente envueltos en el humo de la barricada; el extraño paso del señor Fauchelevent por aquella aventura sangrienta le parecía un enigma en una tempestad; no entendía en absoluto por qué estaba vivo; no sabía cómo se había salvado ni quién lo había salvado, ni nadie de cuantos lo rodeaban lo sabía; todo cuanto habían podido decirle era que lo habían llevado de noche en un coche de punto a la calle de Les Filles-du-Calvaire; pasado, presente, futuro, todo no era ya en su cabeza sino la niebla de una idea vaga, pero en esa bruma había un punto fijo, una línea clara y concreta, algo que era de granito, una decisión, una voluntad: encontrar a Cosette. Para él pensar en la vida no podía separarse de pensar en Cosette; había decidido en su corazón que no aceptaría aquélla sin ésta y estaba inquebrantablemente decidido a exigir a quienquiera que pretendiese obligarlo a vivir, a su abuelo, a la suerte, al infierno, que le devolviera su edén desaparecido.

No se le ocultaban los obstáculos.

Subrayemos, llegados aquí, un detalle: ni lo habían conquistado ni lo habían enternecido gran cosa toda la solicitud y todos los mimos de su abuelo. De entrada, no estaba enterado de todos; además, en sus sueños de enfermo, aún febriles quizá, desconfiaba de esas zalamerías como de algo raro y nuevo cuya pretensión era domeñarlo. No lo enternecían. El abuelo malgastaba su pobre sonrisa de anciano. Marius se decía que duraría mientras él, Marius, no dijera nada y dejara que lo mangoneasen; pero que en cuanto se tratase de Cosette, se toparía con otra cara diferente y a la auténtica opinión del abuelo se le caería la careta. Entonces las cosas se pondrían feas: se recrudecerían las cuestiones familiares, habría posturas enfrentadas y llegarían a un tiempo todos los sarcasmos y todas las objeciones, Fauchelevent, Coupelevent, la fortuna, la pobreza, la miseria, la piedra al cuello, el porvenir. Violenta resistencia; conclusión: negativa. Marius hacía acopio de firmeza de antemano.

Y, además, según iba volviendo a la vida, surgían de nuevo los antiguos agravios, las úlceras viejas de la memoria se le volvían a abrir, pensaba de nuevo en el pasado; volvía a hallarse el coronel Pontmercy entre el señor Gillenormand y él, Marius; se decía que no podía esperar ninguna bondad auténtica de quien había sido tan injusto y tan duro con su padre. Y, junto con la salud, le volvía algo así como una aspereza contra su abuelo. El anciano padecía por ello con dulzura.

El señor Gillenormand notaba, sin demostrarlo ni poco ni mucho por lo demás, que Marius, desde que había vuelto a casa y recobrado el conocimiento, no lo había llamado padre ni una vez. Tampoco lo llamaba señor, cierto es; pero se las apañaba para no decir ninguna de las dos cosas construyendo de cierta forma las frases.

Estaba claro que se acercaba una crisis.

Como sucede casi siempre en casos así, Marius, para probar sus fuerzas, intentó alguna escaramuza antes de reñir una batalla. Es lo que se llama tantear el terreno. Sucedió que una mañana el señor Gillenormand, a propósito de un periódico que se le puso a tiro, habló con ligereza de la Convención y se le escapó un epifonema monárquico relacionado con Danton, Saint-Just y Robespierre.

—Los hombres de 1793 eran unos gigantes —dijo Marius con acento severo. El anciano calló y no volvió a decir palabra en todo el día.

Marius, que siempre tenía presente al abuelo inflexible de sus primeros años, vio en ese silencio una ira hondamente reconcentrada que le hizo augurar una encarnizada lucha; e incrementó en los recovecos del pensamiento los preparativos de lucha.

Decidió que, en caso de negativa, se arrancaría los aparatos, se dislocaría la clavícula, dejaría al aire y en carne viva cuanto de las heridas le quedaba y rechazaría todos los alimentos. Sus llagas eran sus municiones. Tener a Cosette o morir.

Esperó el momento favorable con la paciencia solapada de los enfermos. Y ese momento llegó.

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