De cómo Javert no dio con la presa y se quedó con tres palmos de narices
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De cómo Javert no dio con la presa y se quedó con tres palmos de narices
Los acontecimientos cuyo envés, por así decirlo, hemos presenciado habían sucedido en condiciones sencillísimas.
Cuando Jean Valjean, la misma noche del día en que lo detuvo Javert junto al lecho de muerte de Fantine, se escapó de la cárcel municipal de Montreuil-sur-Mer, la policía dio por hecho que el presidiario evadido había ido a París. París es un donde todo se pierde, y todo desaparece en ese ombligo del mundo igual que en el ombligo del mar. No hay bosque que oculte a un hombre como ese gentío. Lo saben los fugitivos de cualquier categoría. Van a París como si fueran a que se los tragase la tierra; y que la tierra te trague puede ser una forma de salvación. También la policía lo sabe, y lo que pierde en otros lugares lo busca en París. Buscó allí al ex alcalde de Montreuil-sur-Mer. Llamaron a Javert a París para que colaborase en las pesquisas. Javert, efectivamente, fue de gran ayuda en la captura de Jean Valjean. El celo y la inteligencia de Javert en ocasión tal no le pasaron inadvertidos al señor Chabouillet, secretario de la prefectura de policía a cuyo frente estaba el conde Anglès. El señor Chabouillet, que, por lo demás, había ejercido ya anteriormente de protector de Javert, destinó al inspector de Montreuil-sur-Mer al cuerpo de policía de París. En él Javert resultó, digámoslo así, aunque la palabra parezca inesperada referida a servicios tales, de honorable utilidad.
No pensaba ya en Jean Valjean —a esos perros que andan siempre detrás de la presa el lobo de hoy les hace olvidar al lobo de ayer— cuando, en diciembre de 1823, leyó un periódico, él que nunca leía periódicos; pero Javert, hombre monárquico, había tenido interés en enterarse de los detalles de la entrada triunfal del «príncipe generalísimo» en Bayona. Según estaba acabando de leer el artículo que lo interesaba, un nombre, el nombre de Jean Valjean, le llamó la atención en la parte de abajo de una página. El periódico anunciaba que el presidiario Jean Valjean había muerto y publicaba el hecho de forma tan categórica que Javert no lo puso en duda. Se limitó a decir: . Luego tiró el periódico y no volvió a pensar en ello.
Poco tiempo después aconteció que la prefectura de Seine-et-Oise envió una nota de la policía a la prefectura de policía de París relacionada con el rapto de una niña que había sucedido, a lo que decían, en circunstancias peculiares, en el municipio de Montfermeil. Un desconocido, decía la nota, había robado una niña de siete u ocho años, cuya madre la había dejado bajo la tutela de un posadero de la zona; la niña respondía al nombre de Cosette y era hija de una prostituta llamada Fantine, que había muerto en un hospital no se sabía ni cuándo ni dónde. Aquella nota la leyó Javert y se quedó pensativo.
Le era muy conocido el nombre de Fantine. Recordaba que Jean Valjean le había hecho soltar la carcajada, a él, a Javert, al pedirle un aplazamiento de tres días para ir a buscar a la niña de aquella ramera. Recordó que a Jean Valjean lo habían detenido en París cuando estaba subiendo al coche de Montfermeil. Algunas indicaciones habían incluso destacado, por entonces, que era la segunda vez que subía a aquel coche y que la misma víspera de ese día había realizado una primera incursión por las inmediaciones de ese pueblo, porque no lo habían visto en el pueblo propiamente dicho. ¿Qué tenía que hacer en aquella comarca de Montfermeil? Nadie había sido capaz de intuirlo. Javert lo entendía ahora. Allí estaba la hija de Fantine. Jean Valjean iba a buscarla. Ahora bien, a aquella niña acababa de robarla un desconocido. ¿Quién podía ser aquel desconocido? ¿Sería Jean Valjean? Pero Jean Valjean había muerto. Javert, sin decirle nada a nadie, cogió el coche que salía de , en el callejón de La Planchette, y fue a Montfermeil.
Creía que iba encontrarse con muchas aclaraciones; se encontró con mucha oscuridad.
En los primeros días, los Thénardier, despechados, habían andado cotorreando. Se había comentado en el pueblo la desaparición de la Alondra. Enseguida aparecieron varias versiones de la historia, que acabó por convertirse en el robo de una niña. De ahí la nota de la policía. Pero cuando se le pasó el primer ataque de malhumor, el Thénardier, con su admirable instinto, cayó en la cuenta de que nunca resulta práctico poner sobre aviso al señor procurador del reino y que el primer resultado de sus quejas relacionadas con el de Cosette sería que se iban a fijar en él, Thénardier, y en muchos asuntos turbios que se traía entre manos, las deslumbrantes pupilas de la justicia. Lo que menos quieren los búhos es que les arrimen una vela. Y, además, ¿cómo iba a explicar los mil quinientos francos recibidos? Cortó el asunto en seco, le cerró la boca a su mujer y fingía quedarse atónito cuando le mencionaban . No entendía qué le estaban diciendo; era probable que se hubiera quejado, sobre la marcha, de que le «arrebatasen» tan de repente a aquella niña querida; le habría gustado, porque sentía por ella gran afecto, tenerla consigo dos o tres días más; pero había venido su «abuelo» a buscarla, lo cual era lo más natural del mundo. Había añadido aquel detalle del abuelo, que quedaba muy bien. Con esa historia fue con la que se encontró Javert cuando llegó a Montfermeil. Aparecía el abuelo y desaparecía Jean Valjean.
Javert, no obstante, introdujo unas cuantas preguntas, como si fueran sondas, en la historia de Thénardier. ¿Quién era ese abuelo y cómo se llamaba?
Thénardier contestó con gran sencillez:
—Es un agricultor con mucho dinero. Vi su pasaporte. Creo que se llama Guillaume Lambert.
Lambert es un apellido campechano y muy tranquilizador. Javert se volvió a París.
—Jean Valjean está de lo más muerto —se dijo—, y yo soy un pánfilo.
Ya se le estaba olvidando otra vez toda aquella historia cuando, en el mes de marzo de 1824, oyó hablar de un individuo muy raro que vivía en la parroquia de Saint-Médard y a quien llamaban «el mendigo que da limosna». Decían que el individuo aquel era un rentista cuyo nombre no sabía nadie con exactitud y que vivía solo con una niña de ocho años que no sabía nada de sí misma salvo que venía de Montfermeil. ¡Montfermeil! Aquel nombre aparecía continuamente y le puso a Javert la mosca detrás de la oreja. Un pordiosero viejo, que era un soplón y había sido pertiguero, a quien el personaje aquel daba limosna, añadía algunos detalles más: el rentista era una persona muy hosca; sólo salía de noche; no hablaba con nadie, únicamente con los pobres, a veces; y no dejaba que se le acercase nadie. Vestía una levita vieja y amarilla feísima que valía varios millones porque llevaba billetes de banco en todas las costuras. Todo aquello despertó la curiosidad de Javert. Para ver a aquel rentista legendario muy de cerca sin espantarlo le cogió prestados los harapos un día al pertiguero, así como el sitio en que el soplón se acurrucaba todas las noches, mascullando oraciones con voz gangosa y espiando mientras rezaba.
«El individuo sospechoso» se acercó efectivamente a Javert con aquella ropa y le dio una limosna. En ese momento Javert alzó la cabeza y la sacudida que sintió Jean Valjean cuando le pareció reconocer a Javert fue la misma que sintió Javert cuando le pareció reconocer a Jean Valjean.
No obstante, la oscuridad podía haberlo engañado; la muerte de Jean Valjean era oficial; a Javert le quedaban dudas muy serias; y, cuando dudaba, Javert, hombre escrupuloso, no le echaba el guante a nadie.
Fue siguiendo a su hombre hasta el caserón Gorbeau y le tiró de la lengua a «la vieja», cosa que no resultaba difícil. La vieja le confirmó lo de la levita forrada de millones y le refirió el episodio del billete de mil francos. ¡Lo había visto! ¡Lo había tocado! Javert alquiló una habitación. Fue a instalarse en ella esa misma noche. Pegó el oído a la puerta del inquilino misterioso, con la esperanza de oírle la voz, pero Jean Valjean vio la vela por la cerradura y burló al espía al guardar silencio.
Al día siguiente, Jean Valjean levantó el campo. Pero a la vieja le llamó la tención el ruido de la moneda de cinco francos que se le cayó y, al oírlo andar con dinero, se dio cuenta de que se mudaba y se apresuró a avisar a Javert. Por la noche, cuando salió Jean Valjean, Javert lo estaba esperando detrás de los árboles del bulevar con dos hombres.
Javert había pedido refuerzos a la prefectura, pero sin decir el nombre del individuo al que pensaba capturar. Era un secreto suyo y como tal lo guardaba por tres motivos: primero, porque la mínima indiscreción podía poner sobre aviso a Jean Valjean; después, porque echarle el guante a un ex presidiario al que consideraban muerto, a un condenado que los documentos de la justicia habían situado para siempre era una hazaña espléndida que los veteranos de la policía parisina no le dejarían desde luego a un recién llegado como Javert, y éste temía que le robasen a su presidiario; y, finalmente, porque Javert era un artista a quien le gustaba lo imprevisto. Aborrecía esos éxitos anunciados que, al comentarse con mucha antelación, quedan desflorados. Tenía empeño en llevar a cabo obras maestras en la sombra y desvelarlas luego de repente.
Javert siguió a Jean Valjean de árbol en árbol y, luego, de esquina en esquina, y no lo perdió de vista ni un momento. Incluso cuando Jean Valjean se creía más seguro, Javert no le quitaba ojo.
¿Por qué no detuvo Javert a Jean Valjean? Porque todavía le quedaban dudas.
Debemos recordar que, por entonces, la policía no puede decirse que se sintiera a gusto; la prensa libre era un estorbo. Algunas detenciones arbitrarias, que había denunciado la prensa, habían llegado hasta las cámaras parlamentarias y la prefectura se había vuelto tímida. Atentar contra la libertad individual era un hecho grave. Los agentes tenían miedo de equivocarse; el prefecto la pagaba con ellos; un error traía consigo una destitución. ¡Imagine el lector, efectivamente, qué efecto habría causado en París la publicación en veinte diarios del siguiente suelto: «Ayer detuvieron a un abuelo anciano de pelo blanco, a un rentista respetable que paseaba con su nieta, una niña de ocho años, y lo llevaron a la prisión preventiva de la prefectura tachándolo de ser un presidiario evadido»!
Repitamos, además, que Javert tenía sus propios escrúpulos; las recomendaciones de su conciencia se sumaban a las recomendaciones del prefecto. Tenía dudas de verdad.
Jean Valjean le daba la espalda y caminaba en la oscuridad.
La tristeza, la preocupación, la ansiedad, el agobio de esta nueva desdicha que lo obligaba a escapar de noche y buscar al azar un refugio en París para Cosette y para él, la necesidad de ajustar el paso al paso de una niña, todas estas cosas, incluso sin saberlo él, le habían cambiado la forma de andar a Jean Valjean y le prestaban un porte tan senil que incluso la policía, encarnada en Javert, podía engañarse, y se engañó. La imposibilidad de acercarse mucho, el atuendo de preceptor viejo y emigrado, las palabras de Thénardier, que lo convertían en abuelo, y, en última instancia, la creencia de que había muerto en presidio se sumaban a las incertidumbres que le enturbiaban la mente a Javert.
Se le ocurrió, en un momento dado, pedirle de repente la documentación. Pero si ese hombre no era Jean Valjean y si ese hombre no era un honrado y anciano rentista, entonces sería probablemente alguna buena pieza profunda y diestramente relacionada con la trama oscura de las fechorías parisinas, el jefe de alguna banda, peligroso, que daba limosnas para ocultar otros talentos: un recurso clásico. Tendría hombres de confianza, cómplices, viviendas para un apuro, donde seguramente iba a buscar refugio. Todos aquellos rodeos que iba dando por las calles parecían indicar que no era un buen hombre cualquiera. Detenerlo demasiado pronto era «matar la gallina de los huevos de oro». ¿Qué inconveniente había en esperar? Javert estaba seguro de que no se le iba a escapar.
Iba caminando, pues, bastante perplejo, haciéndose cientos de preguntas acerca de aquel personaje enigmático.
Tardó bastante, ya en la calle de Pontoise, en reconocer definitivamente a Jean Valjean merced a la fuerte luz que salía de una taberna.
Hay en este mundo dos seres que notan la misma sacudida hondísima: la madre que vuelve a encontrar a su hijo y el tigre que vuelve a encontrar a su presa. Ésa fue la sacudida que notó Javert.
No bien hubo reconocido sin lugar a dudas a Jean Valjean, el temible presidiario, cayó en la cuenta de que eran sólo tres, y mandó a pedir refuerzos al comisario de policía de la calle de Pontoise. Hay que ponerse guantes antes de agarrar un garrote de espino.
Aquella demora y la parada en el cruce del internado Rollin para ponerse de acuerdo con sus agentes estuvieron a punto de hacerle perder la pista. No había tardado, sin embargo, en intuir que Jean Valjean quería interponer el río entre quienes le iban dando caza y él. Reflexionó, con la cabeza gacha, como un sabueso que pega el hocico al suelo para no salirse mínimamente del rastro. Movido por el poderoso tino de su instinto, Javert fue en derechura hacia el puente de Austerlitz. Una frase del peajero lo puso al tanto: «¿Ha visto a un hombre con una niña?». «Le he cobrado diez céntimos», contestó el peajero. Javert llegó al puente a tiempo de ver, en la otra orilla del río, a Jean Valjean cruzando, con Cosette de la mano, la zona que iluminaba la luna. Lo vio meterse por la calle de Le Chemin-Vert-Saint-Antoine, se acordó del callejón de Genrot que estaba allí como una trampilla, y de la salida única de la calle de Droit-Mur a la calleja de Picpus. Se apostó por dónde pasaría la presa, como dicen los cazadores: envió a toda prisa, dando un rodeo, a uno de sus agentes para que guardara esa salida. Pasó una patrulla, que volvía al cuartel de L’Arsenal; solicitó su ayuda e hizo que lo acompañase. En partidas como ésa, los soldados son triunfos. Por lo demás, disponen los principios que para acabar con un jabalí se precisan la ciencia del montero y la fuerza de los perros. Tras conjugar estas disposiciones y viendo a Jean Valjean atrapado entre el callejón de Genrot a la derecha, el agente a la izquierda y él, Javert, a la espalda, tomó una pulgarada de tabaco.
Luego empezó con el juego. Tuvo un momento delicioso e infernal; dejó que su hombre siguiera adelante, sabedor de que lo tenía cogido pero deseoso de retrasar cuanto fuera posible el momento de la detención, dichoso al saberlo preso y verlo libre, arropándolo con la mirada con esa voluptuosidad de la araña que deja que revolotee la mosca y del gato que deja correr al ratón. Las zarpas y las garras proporcionan una sensualidad monstruosa: el rebullir invisible del animal que esa tenaza apresa. ¡Qué delicia asfixiarlo así!
Javert disfrutaba. Tenía bien atadas las mallas de la red. Estaba seguro del éxito; ya no le quedaba sino cerrar la mano.
Con el acompañamiento que llevaba, ni siquiera cabía la posibilidad de una resistencia, por muy enérgico y muy robusto que fuese Jean Valjean ni por muy desesperado que estuviera.
Javert avanzó despacio, sondeando y registrando, al pasar, todos los recovecos de la calle como si fueran los bolsillos de un ladrón.
Al llegar al centro de la telaraña, la mosca ya no estaba.
Hagámonos cargo de su exasperación.
Preguntó al centinela de las calles de Droit-Mur y de Picpus; aquel agente, que se había quedado, imperturbable, en su puesto, no había visto pasar al hombre.
Sucede a veces que el ciervo se reembosca, es decir, se escapa aunque tenga ya a la jauría encima, y entonces los cazadores más veteranos no saben qué decir. Duvivier, Ligniville y Desprez se quedan sin palabras. Al llevarse un chasco así, Artonge exclamó:
A Javert le habría gustado soltar esa misma exclamación.
En su decepción, hubo por unos momentos desesperación y furor.
Es cierto que Napoleón cometió errores en la guerra de Rusia, que Alejandro cometió errores en la guerra de la India, que César cometió errores en la guerra de África, que Ciro cometió errores en la guerra de Escitia y que Javert cometió errores en esta campaña contra Jean Valjean. Es muy probable que se equivocara en los titubeos para reconocer al ex presidiario. Habría debido bastarle con la primera ojeada. Se equivocó al no detenerlo sin más en el caserón. Se equivocó al no detenerlo cuando lo reconoció sin lugar a dudas en la calle de Pontoise. Se equivocó al ponerse de acuerdo con sus auxiliares en el cruce del internado Rollin, a la luz de la luna. Cierto es que las consultas son útiles y que es bueno conocer a los perros, que son merecedores de confianza, y preguntarles; pero el cazador no debe excederse en las precauciones cuando caza animales inquietos, tales como lobos y presidiarios. Javert, al poner sobre la pista a demasiados sabuesos, alarmó a la presa, dándole barruntos, y la espantó. Se equivocó, sobre todo, en cuanto dio con el rastro en el puente de Austerlitz, al jugar a ese juego tremendo y pueril de sujetar a un hombre así, en la punta de un hilo. Se creyó más listo de lo que era y supuso que podría jugar al ratón con un león. Al tiempo, se creyó más débil de lo que era cuando estimó que tenía que sumar refuerzos. Precaución fatídica que le hizo perder un tiempo precioso. Javert cometió todas esas faltas aunque era uno de los espías más duchos y atinados que hayan existido nunca. Era, con todas las de la ley, eso que en las monterías llaman un . Pero ¿hay alguien perfecto?
Los grandes estrategas tienen eclipses.
Los deslices considerables se componen a veces, como las sogas gruesas, de muchas criznejas. Si tomamos un cabo brizna a brizna, si separamos todos los motivos mínimos determinantes, podemos quebrarlos uno tras otro y decir: ¡Tampoco era para tanto! Si los trenzamos y los retorcemos juntos son tremendos; es Atila titubeando entre Marcio a Levante y Valentiniano a Occidente; es Aníbal demorándose en Capua; es Danton a quien se le va el santo al cielo en Arcis-sur-Aube.
Fuere como fuere, en el preciso instante en que Javert cayó en la cuenta de que se le escapaba Jean Valjean, no perdió la cabeza. Con la seguridad de que el presidiario fugado no podía andar muy lejos, puso centinelas, organizó ratoneras y emboscadas y pasó revista minuciosa al barrio durante toda la noche. Lo primero que vio fue el mal estado del farol, al que le habían cortado la cuerda. Indicio valiosísimo, pero que lo confundió, porque encarriló la búsqueda por el callejón de Genrot. Hay en ese callejón tapias bastante bajas que dan a jardines cuyos muros son colindantes con solares enormes. Estaba claro que Jean Valjean tenía que haber escapado por ahí. El caso es que, si se hubiera internado algo más en el callejón de Genrot, eso es lo que habría hecho seguramente, y en tal caso habría estado perdido. Javert exploró esos jardines y esos terrenos como si buscase una aguja.
Con las claras del alba, dejó apostados a dos hombres inteligentes y volvió a la prefectura de policía abochornado como al que hubiera atrapado un ladrón.