Los miserables

Marius indigente

I

Marius indigente

La vida se le volvió muy dura a Marius. Tener que pasar por vender la ropa y el reloj no fue nada. Tuvo también que que es una expresión inconcreta, una cosa espantosa que incluye días sin pan, noches sin sueño, veladas a oscuras, hogar sin fuego, semanas sin trabajo, porvenir sin esperanza, el frac con los codos agujereados, el sombrero viejo que hace reír a las muchachas, la puerta que se encuentra uno cerrada por la noche porque no ha pagado el alquiler, la insolencia del portero y del dueño del figón, las risas malévolas de los vecinos, las humillaciones, la renuncia a la dignidad, la aceptación de cualquier trabajo, el asco, la amargura, el desánimo. Marius aprendió a pasar por todo eso y a que con mucha frecuencia sólo eso le pasara por el estómago. En momentos así de la existencia, cuando el hombre necesita orgullo porque necesita amor, notó cómo se mofaban de él porque iba mal vestido y porque era ridículo y pobre. A esa edad en que tenemos el corazón henchido de un orgullo imperial, bajó más de una vez la vista hacia las botas agujeradas y supo de los bochornos injustos y los rubores dolorosos de la miseria. Prueba admirable y terrible de la que los débiles salen convertidos en infames y los fuertes en seres sublimes. Crisol al que el destino arroja a un hombre siempre que quiere conseguir un pillo o un semidiós.

Porque en las luchas pequeñas se hacen cosas muy grandes. Hay corajes tozudos e ignorados que se defienden paso a paso en la sombra, luchando contra la invasión fatídica de las necesidades y las ignominias. Victorias nobles y misteriosas que ninguna mirada ve, por las que no se recibe ningún pago de la fama ni el saludo de ninguna fanfarria. La vida, la desdicha, el aislamiento, el abandono y la pobreza son campos de batalla que tienen sus propios héroes; héroes oscuros mayores a veces que los héroes ilustres.

Nacen así caracteres firmes y valiosísimos; la miseria, madrastra casi siempre, es madre a veces; la indigencia da a luz la potencia del alma y de la mente; la aflicción es nodriza del orgullo; la desgracia es leche nutricia para los magnánimos.

Hubo una época en la vida de Marius en que barría su rellano de las escaleras, en que compraba cinco céntimos de queso de Brie en la frutería, en que esperaba a que llegase el crepúsculo para colarse en la panadería y comprar un pan que se llevaba furtivamente a su desván como si lo hubiera robado. A veces era posible ver cómo entraba en la carnicería de la esquina, escurriéndose por entre las cocineras socarronas que le daban empellones, un joven torpe con unos libros debajo del brazo y expresión entre tímida y rabiosa; se quitaba al entrar el sombrero, dejando al aire una frente perlada de sudor, le hacía una marcada reverencia a la carnicera extrañada, otra al dependiente, pedía una chuleta de cordero, pagaba por ella treinta o treinta y cinco céntimos, la envolvía en papel, se la metía debajo del brazo entre dos libros y se iba. Era Marius. De esa chuleta, que se guisaba él, vivía tres días.

El primer día se comía la carne; el segundo, se comía la grasa; el tercero, roía el hueso.

Su tía, la señorita Gillenormand, hizo más intentos y le envió los seiscientos francos. Marius los devolvió una y otra vez, diciendo que no necesitaba nada.

Llevaba aún luto por su padre cuando le aconteció esa revolución personal que ya hemos referido. Desde entonces no había dejado de llevar aquella ropa negra. Pero la ropa sí lo dejó a él. Llegó un día en que se quedó sin frac. Los pantalones todavía aguantaban. ¿Qué podía hacer? Courfeyrac, a quien había echado una mano unas cuantas veces, le dio un frac viejo. Por franco y medio, un portero le dio la vuelta y Marius tuvo un frac nuevo. Pero aquel frac era verde. Entonces Marius dejó de salir antes de que se hiciera de noche. Y así el frac era negro. Como quería seguir yendo de luto, se vestía con la negrura de la noche.

Mientras pasaba por todo esto, obtuvo el título de abogado. Dio como domicilio la habitación de Courfeyrac, que era decente y donde unos cuantos libros de derecho, que arropaban y completaban varios tomos desparejados de novelas, hacían las veces de la biblioteca que exigían los reglamentos. Las señas para la correspondencia eran las del hotel de Courfeyrac.

Cuando Marius fue ya abogado, se lo comunicó a su abuelo en una carta fría pero colmada de sumisión y respeto. El señor Gillenormand cogió la carta con manos trémulas, la leyó y la tiró, rota en cuatro pedazos, a la papelera. Dos o tres días después la señorita Gillenormand oyó a su padre, que estaba solo y hablaba en voz alta. Le sucedía a veces cuando era presa de mucha agitación. Atendió; el anciano estaba diciendo: «Si no fueras un imbécil, sabrías que no se puede ser a la vez barón y abogado».

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