El campo de la Alondra
I
El campo de la Alondra
Marius había asistido al inesperado desenlace de la encerrona cuyo rastro había proporcionado a Javert; pero, no bien hubo salido Javert del caserón, llevándose a los prisioneros en tres coches de punto, Marius, por su parte, se escurrió fuera de la casa. Aún no eran las nueve de la noche. Marius fue a casa de Courfeyrac. Courfeyrac no era ya el imperturbable morador del Barrio Latino; se había ido a vivir a la calle de la Verrerie «por motivos políticos»; aquel barrio era de esos en que, por entonces, la insurrección se afincaba de buen grado. Marius le dijo a Courfeyrac: «Vengo a dormir a tu casa». Courfeyrac quitó de su cama, en que había dos colchones, uno de ellos, lo colocó en el suelo y dijo: «Aquí tienes».
Al día siguiente, a las siete de la mañana, Marius volvió al caserón, pagó el alquiler y lo que le debía a la Murgón, mandó cargar en un carretón los libros, la cama, la mesa, la cómoda y las dos sillas y se fue sin dejar señas, de forma tal que cuando Javert volvió, durante la mañana, para preguntarle a Marius por los sucesos de la víspera, sólo se encontró a la Murgón, que le contestó: «¡Se ha mudado!».
La Murgón estaba convencida de que Marius era, hasta cierto punto, cómplice de los ladrones a quienes habían detenido por la noche. «¡Quién lo iba a decir! —exclamaba en casa de las porteras del barrio—. ¡Un joven que parecía una chica!»
Marius había tenidos dos motivos para mudarse tan deprisa. El primero era que ahora lo horrorizaba aquella casa donde había visto tan de cerca y con una extensión tan completa, la más repulsiva y feroz, una fealdad social más espantosa aún quizá que un rico malo: un pobre malo. El segundo era que no quería tener que comparecer en el juicio que probablemente vendría a continuación y verse en la obligación de declarar contra Thénardier.
Javert pensó que el joven, cuyo nombre no se le había quedado, había tenido miedo y había salido huyendo, o que quizá ni siquiera había vuelto a su casa para presenciar la encerrona; hizo no obstante unos cuantos esfuerzos para localizarlo, pero no lo consiguió.
Transcurrió un mes; y, luego, otro. Marius seguía en casa de Courfeyrac. Había sabido por un pasante, que solía dar una vuelta por la Sala de los Pasos Perdidos del Palacio de Justicia, que Thénardier estaba incomunicado. Todos los lunes, Marius depositaba en las oficinas de la cárcel de La Force cinco francos para Thénardier.
Como Marius se había quedado sin dinero, le pedía prestados los cinco francos a Courfeyrac. Era la primera vez en la vida que pedía dinero prestado. Esos cinco francos periódicos eran un enigma doble para Courfeyrac, que los daba, y para Thénardier, que los recibía. «¿Adónde van a parar?», pensaba Courfeyrac. «¿De dónde me vienen?», se preguntaba Thénardier.
Marius, por lo demás, estaba consternado. Todo había vuelto a meterse en una trampilla. Ya no veía nada por delante; su vida volvía a estar sumida en aquel misterio por el que iba errante y a tientas. Hubo un momento en que vio muy de cerca en aquella oscuridad a la joven a la que amaba y al anciano que parecía ser su padre: esos dos desconocidos, que eran para él en este mundo lo único que lo interesaba y su única esperanza; y en el momento en que creía que ya los tenía, una ráfaga se llevó todas aquellas sombras. Ni del choque más espantoso había saltado una chispa de certidumbre ni de verdad. Ninguna conjetura posible. Ni siquiera sabía ya el nombre que había creído saber. Desde luego que ya no era Ursule. Y la Alondra era un apodo. ¿Y qué pensar del anciano? ¿Se escondía, efectivamente, de la policía? El obrero de pelo blanco que Marius se había encontrado por las inmediaciones de Les Invalides le volvió al pensamiento. Ahora parecía probable que aquel obrero y el señor Leblanc fueran el mismo hombre. ¿Así que se disfrazaba? Aquel hombre tenía rasgos heroicos y rasgos equívocos. ¿Por qué no había pedido socorro? ¿Por qué había salido huyendo? ¿Era o no era el padre de la joven? ¿Y, para concluir, era en realidad el hombre a quien Thénardier había creído reconocer? ¿Podía haberse equivocado Thénardier? Otros tantos problemas sin salida. Cierto era que todo aquello no privaba ni poco ni mucho a la muchacha de Le Luxembourg de su encanto angelical. Dolorosa aflicción; Marius tenía una pasión en el corazón y la oscuridad ante los ojos. Notaba que lo empujaban, notaba que tiraban de él, y no podía moverse. Todo se había desvanecido menos el amor. Y del amor en sí había perdido los instintos y las iluminaciones súbitas. Esa llama que nos abrasa suele iluminarnos también un poco y nos envía, de fuera, algún resplandor útil. Marius ni siquiera oía ya esos sordos consejos de la pasión. Nunca se decía: «¿Y si fuera a tal sitio? ¿Y si probase esto o aquello?». Era evidente que la joven a la que ya no podía llamar Ursule estaba en algún sitio; nada avisaba a Marius de por dónde debía buscar. Toda su existencia se resumía ahora en dos expresiones: una incertidumbre absoluta en una bruma impenetrable. Volver a verla: seguía aspirando a ello, pero ya no lo esperaba.
Para acabar de arreglar la situación, la miseria volvía. Notaba muy cerca, a su espalda, aquel soplo helado. Entre todas esas tormentas, y ya desde hacía mucho, había ido espaciando el trabajo, y no hay nada más peligroso que espaciar el trabajo; el hábito se pierde. Un hábito fácil de dejar y que resulta difícil reanudar.
Es buena cierta cantidad de ensoñación, igual que una dosis discreta de narcótico. Con eso se aplacan las fiebres, duras a veces, del parto de la inteligencia y nace en la mente un vapor manso y fresco que enmienda los perfiles en exceso ásperos del pensamiento puro, colmata acá y allá lagunas e intervalos, une los conjuntos y difumina las aristas de las ideas. Pero demasiada ensoñación sumerge y ahoga. ¡Desdichado quien trabaje con la mente y consienta en caer por completo del pensamiento a la ensoñación! Cree que le resultará fácil volver a subir y se dice que, a fin de cuentas, todo es lo mismo. ¡Es un error!
El pensamiento es el afán de la inteligencia, y la ensoñación es la voluptuosidad. Sustituir el pensamiento por la ensoñación es confundir un veneno con un alimento.
Recordemos que Marius había empezado por ahí. Apareció la pasión y acabó de arrojarlo a las quimeras sin objeto y sin fondo. Ya no sale uno de casa más que para ir a soñar. Parto perezoso. Abismo tumultuoso y estancado. Y, según va menguando el trabajo, crecen las necesidades. Es una ley. El hombre, en estado de ensoñación, es, por naturaleza, pródigo y flojo; la inteligencia, distendida, no puede conservar la vida prieta. En esta forma de vivir se mezclan lo bueno y lo malo, porque la flojedad es funesta, y la generosidad es sana y buena. Pero el hombre pobre, generoso y noble que no trabaja está perdido. Los recursos desaparecen y las necesidades aparecen.
Cuesta abajo fatídica a la que se ven arrastrados tanto los más débiles cuanto los más viciosos y que va a dar a uno de estos dos agujeros: el suicido o el crimen.
A fuerza de salir para ir a soñar, llega un día en que sales para ir a tirarte al agua.
Del exceso de ensoñación surgen los Escousse y los Lebras.
Marius iba despacio por esa cuesta abajo, con la vista clavada en la joven a quien ya no veía. Esto que acabamos de escribir parece extraño, pero era, no obstante, cierto. El recuerdo de un ser ausente se enciende en las tinieblas del corazón; cuanto más desaparecido está, más brilla; el alma desesperada y oscura ve esa luz en su horizonte; estrella de la noche interior. Ella: tal era el pensamiento entero de Marius. Ya no pensaba en nada más; notaba, de forma confusa, que el frac viejo se iba convirtiendo en un frac impresentable y que el frac nuevo se iba convirtiendo en un frac viejo, que las camisas iban estando usadas, que el sombrero iba estando usado, que las botan iban estando usadas, es decir, que su vida iba estando usada, y se decía: «¡Con tal de que pudiera volver a verla antes de morir!».
Sólo le quedaba una idea dulce, y era que Ella lo había querido, que se lo había dicho con la mirada; que Ella no sabía cómo se llamaba él, pero sí sabía cómo era su alma y que, quizá, allá donde estuviera, fuere cual fuere aquel lugar misterioso, lo quería aún. ¿Quién sabe si no pensaba en él como él pensaba en ella? A veces, en esas horas inexplicables que vive todo corazón que ame, aunque no teniendo sino motivos para el dolor, pero notando empero un misterioso sobresalto de alegría, se decía: «¡Son sus pensamientos, que llegan hasta mí!». Luego, añadía: «A lo mejor también le llegan a ella mis pensamientos».
Aquella ilusión, que rechazaba, negando con la cabeza, al momento siguiente, conseguía, sin embargo, ponerle en el alma unos rayos de luz que, a veces, se parecían a la esperanza. De vez en cuando, sobre todo a esa hora del atardecer que pone tristes a los más pensativos, vertía en un cuaderno en cuyas hojas sólo había eso, lo más puro, lo más impersonal, lo más ideal de los sueños con que el amor le llenaba la cabeza. Llamaba a eso «escribirle».
No debemos pensar que tuviera turbada la razón. Antes bien. Había perdido la facultad de trabajar y de avanzar con paso firme hacia una meta determinada, pero poseía más que nunca clarividencia y rectitud. Marius veía con una claridad serena y real, por más que singular, lo que le pasaba ante los ojos, incluso los hechos o los hombres que le fueran más indiferentes; tenía para todo la palabra exacta con una especie de agobio honrado y de desinterés cándido. Su capacidad de juzgar, casi desprendida de la esperanza, seguía siendo elevada y planeando en las alturas.
En aquella situación mental nada se le escapaba, nada lo inducía a error, y descubría continuamente el fondo de la vida, de la humanidad y del destino. ¡Dichoso aquel a quien le haya dado Dios, incluso en las angustias, un alma digna del amor y de la desdicha! ¡Quien no haya visto las cosas de este mundo y el corazón de los hombres bajo esta doble luz no ha visto nada cierto ni sabe nada!
El alma que ama y que sufre ha alcanzado el estado sublime.
Por lo demás, los días transcurrían y nada nuevo pasaba. A Marius sólo le parecía que el espacio oscuro que le quedaba por recorrer era a cada momento más corto. Creía estar vislumbrando ya con claridad el filo del despeñadero sin fondo.
—¡Cómo! —se repetía—. ¡Y no voy a volver a verla antes!
Quien vaya calle de Saint-Jacques arriba, deje a un lado el portillo y vaya siguiendo un rato, por la izquierda, el antiguo bulevar interior, llegará a la calle de La Santé, luego a La Glacière, y, poco antes de alcanzar el arroyo de Les Gobelins, encontrará algo así como un campo que es, en el prolongado y monótono cinturón de los paseos de ronda de París, el único lugar en que Ruisdael sentiría la tentación de sentarse.
Ese algo de lo que se desprende la gracia está en este lugar: un prado verde que cruzan cuerdas de tender donde se orean unos pingos; una antigua casa de labor de hortelanos construida en tiempos de Luis XIII, con un tejado grande donde se abre la curiosa disposición de los desvanes; empalizadas deterioradas; algo de agua entre los álamos, mujeres, risas y voces; en el horizonte, el Panthéon; el árbol de la Escuela de Sordomudos; el hospital del Val-de-Grâce, negro, achaparrado, fantasioso, divertido, espléndido; y, al fondo, la severa cumbre cuadrada de las torres de Notre-Dame.
Como es un sitio que merece la pena verse, no va nadie. Apenas una carreta o un carretero, de cuarto de hora en cuarto de hora.
Aconteció que hubo una ocasión en que los paseos solitarios de Marius lo llevaron a ese terreno y a la orilla de aquella agua. Ese día había en aquel bulevar una rareza, un viandante. Marius, un tanto impresionado con el encanto casi silvestre del lugar, le preguntó a dicho viandante: «¿Cómo se llama este sitio?».
El viandante contestó: «Es el campo de la Alondra».
Y añadió: «Aquí fue donde Ulbach mató a la pastora de Ivry».
Pero Marius, tras oír esta palabra: la Alondra, ya no oyó nada más. Se dan en los estados de ensoñación esas congelaciones repentinas que una palabra basta para causar. El pensamiento entero se condensa en torno a una idea y no es ya capaz de ninguna otra percepción. La Alondra era el nombre que, en las honduras de la melancolía de Marius, había sustituido a Ursule. «¡Vaya! —se dijo, presa de uno de esos estupores disparatados propios de tales apartes misteriosos—. Éste es su campo. Aquí me enteraré de en dónde vive.»
Era una idea absurda, pero irresistible.
Y fue a diario al campo de la Alondra.