Los miserables

La meseta de Mont-Saint-Jean

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La meseta de Mont-Saint-Jean

Al mismo tiempo que aparecía el barranco, salió a la luz la batería.

Sesenta cañones y los trece cuadros fulminaron a los coraceros a quemarropa. El intrépido general Delord le hizo el saludo militar a la batería inglesa.

Toda la artillería volante inglesa había regresado al galope a los cuadros. A los coraceros no les dio tiempo ni a hacer una pausa. El desastre del camino encajonado los había diezmado, pero no desanimado. Eran de esa clase de hombres que cuando menguan en número crecen en valor.

Sólo la columna Wathier había padecido el desastre; la columna Delord, a la que Ney había hecho desviarse a la izquierda, como si presintiera el escollo, había llegado entera.

Los coraceros se arrojaron sobre los cuadros ingleses.

Como una exhalación, a rienda suelta, con el sable entre los dientes y empuñando las pistolas, así fue el ataque.

Hay momentos en las batallas en que el alma endurece al hombre hasta convertir al soldado en estatua y en que toda carne se vuelve granito. Los batallones ingleses, ante aquel asalto ciego, no se movieron.

Lo que pasó entonces fue espantoso.

Atacaron a la vez todas las caras de los cuadros ingleses. Los envolvió un movimiento giratorio frenético. Aquella gélida infantería siguió impasible. La primera fila, rodilla en tierra, recibía a los coraceros con las bayonetas; la segunda fila los tiroteaba; detrás de la segunda fila los artilleros cargaban las piezas, la parte frontal del cuadro se abría, dejaba pasar una erupción de metralla y se volvía a cerrar. Los coraceros respondían aplastándolos. Sus caballos enormes se encabritaban, franqueaban las filas, saltaban por encima de las bayonetas y caían, gigantescos, entre aquellas cuatro paredes vivas. Las balas de cañón abrían claros en los coraceros. Los coraceros abrían brechas en los cuadros. Desaparecían filas de hombres, triturados bajo los caballos. Las bayonetas se hundían en los vientres de aquellos centauros. Y el resultado era una deformidad de las heridas que quizá no se vio nunca en parte alguna. Los cuadros, que carcomía aquella caballería frenética, menguaban sin inmutarse. Con reservas inagotables de metralla, estallaban entre los asaltantes. El aspecto de aquel combate era monstruoso. Aquellos cuadros no eran ya batallones, eran cráteres; aquellos coraceros no eran ya una caballería, eran una tormenta. Cada cuadro era un volcán al que atacaba una nube; la lava luchaba contra el rayo.

Los primeros encontronazos aniquilaron casi por completo el cuadro que estaba más a la derecha, el más expuesto porque estaba desguarnecido. Lo componía el 75.º regimiento de . El gaitero que estaba en el centro, mientras los demás se exterminaban en torno, bajando al suelo con hondo ensimismamiento la mirada melancólica colmada del reflejo de los bosques y los lagos, sentado en un tambor, con la gaita escocesa bajo del brazo, interpretaba tonadas de las montañas. Aquellos escoceses morían pensando en el monte Lothian de la misma forma que los griegos recordando Argos. El sable de un coracero, al cortar la gaita y el brazo que la sujetaba, acabó con el canto al matar al cantor.

Los coraceros, que eran poco numerosos relativamente por haberlos menguado la catástrofe del barranco, se enfrentaban con casi todo el ejército inglés, pero se multiplicaban y cada hombre valía por diez. En éstas, varios batallones hannoverianos cedieron. Wellington lo vio y pensó en su caballería. Si en ese preciso momento Napoleón hubiera pensado en su infantería, habría ganado la batalla. Ese olvido fue su falta mayor y fatídica.

De pronto, los coraceros asaltantes notaron que los asaltaban. Se les venía encima, por la espalda, la caballería inglesa. Delante, los cuadros; detrás, Somerset; Somerset era los mil cuatrocientos hombres de la guardia de dragones. A la derecha de Somerset estaba Dornberg con la caballería ligera alemana; y, a la izquierda, Trip con los carabineros belgas; los coraceros, a quienes la infantería y la caballería atacaban por el flanco y por la cabeza, por delante y por detrás, tuvieron que atender a todo. ¿Qué les importaba? Su esencia era el torbellino. Su valentía se volvió indecible.

Tenían detrás, a mayor abundamiento, la batería, que no dejaba de tronar. Sólo algo así podría haber herido a esos hombres por la espalda. Una de sus corazas, con el agujero de un vizcaíno en el omóplato izquierdo, está en la colección del museo de Waterloo.

Para franceses como aquéllos, qué menos que ingleses como aquéllos.

Aquello no era ya una refriega, sino una oscuridad, una furia, un arrebato vertiginoso de almas y valentías, un huracán de espadas claras. En un abrir y cerrar de ojos, los mil cuatrocientos dragones de la guardia se habían quedado en ochocientos; Fuller, su teniente coronel, cayó muerto. Ney acudió con los lanceros y los cazadores de Lefebvre-Desnouettes. Los coraceros se apartaban de la caballería para volver a la infantería, o, mejor dicho, toda aquella turba formidable luchaba entre sí sin excluir a nadie. Los cuadros seguían resistiendo. Hubo doce asaltos. A Ney le mataron en cuatro ocasiones a los caballos en que cabalgaba. La mitad de los coraceros se quedó en la meseta. Aquel combate duró dos horas.

El ejército inglés quedó muy dañado. No cabe duda de que, si no los hubiera debilitado en el primer impacto el desastre del camino encajonado, los coraceros habrían dado al traste con el centro y decidido la victoria. Aquella caballería extraordinaria dejó petrificado a Clinton, que había estado en Talavera y Badajoz. Wellington, vencido mucho más que a medias, mostraba una admiración heroica. Decía por lo bajo: «¡sublime!».

Los coraceros aniquilaron, de trece cuadros, siete; se apoderaron de sesenta cañones o los clavaron, y arrebataron a los regimientos ingleses seis banderas, que tres coraceros y tres cazadores de la guardia le llevaron al emperador, que estaba delante de la granja de La Belle-Alliance.

La situación de Wellington había empeorado. Aquella extraña batalla era como un duelo entre dos heridos encarnizados que, cada uno por su lado, sin dejar de combatir y resistiendo aún, se están desangrando. ¿Cuál de los dos caerá primero?

En la meseta seguía el combate.

¿Hasta dónde llegaron los coraceros? Nadie podría decirlo. Lo que sí es seguro es que, al día siguiente de la batalla, un coracero y su caballo aparecieron muertos en el armazón de la báscula de pesaje de carruajes de Mont-Saint-Jean, en el punto preciso en que se cortan y coinciden las cuatro carreteras de Nivelles, de Genappe, de La Hulpe y de Bruselas. Aquel jinete había cruzado las líneas inglesas. Uno de los hombres que hallaron el cadáver vive todavía en Mont-Saint-Jean. Se llama Dehaze. Tenía a la sazón dieciocho años.

Wellington notaba el declive. Se acercaba la crisis.

Los coraceros no habían tenido éxito en el sentido de que no habían hundido el centro. Todo el mundo era dueño de la meseta, pero por eso mismo no era de nadie y, en última instancia, seguía siendo en su mayor parte de los ingleses. De Wellington eran el pueblo y la llanura culminante; de Ney, sólo la cresta y la cuesta. Por ambas partes, era como si hubieran echado raíces en aquel suelo fúnebre.

Pero el debilitamiento de los ingleses parecía irremediable. La hemorragia de ese ejército era espantosa. Kempt, en el ala izquierda, pedía refuerzos. —respondía Wellington—. . Casi en ese mismo momento, coincidencia singular que retrata el agotamiento de ambos ejércitos, Ney le pedía infantería a Napoleón y Napoleón exclamaba:

No obstante, el más enfermo era el ejército inglés. Las acometidas furiosas de aquellos grandes escuadrones de corazas de hierro y corazones de acero habían hecho trizas a la infantería. Algunos hombres, alrededor de una bandera, indicaban la posición de un regimiento; batallones había que no tenían ya al mando sino a un capitán o un teniente; habían destruido casi la división Alten, tan maltratada ya en La Haie-Sainte; los intrépidos belgas de la brigada Van Kluze cubrían los sembrados de centeno a lo largo de la carretera de Nivelles; no quedaba casi nada de aquellos granaderos holandeses que, en 1811, incluidos en España en las filas francesas, combatieron contra Wellington y, en 1815, unidos a los ingleses, combatían contra Napoleón. La pérdida de oficiales era considerable. Lord Uxbridge, quien, al día siguiente, dispuso el entierro de su pierna, tenía la rodilla destrozada. Por el lado francés, en la lucha de los coraceros, habían quedado fuera de combate Delord, Lhéritier, Colbert, Dnop, Travers y Blancard, pero, por el lado inglés, Alten estaba herido, Barne estaba herido, Delancey estaba muerto, Van Meeren estaba muerto, Ompteda estaba muerto, todo el estado mayor de Wellington estaba diezmado e Inglaterra llevaba la peor parte en aquel sangriento equilibrio. El 2.º regimiento de la guardia de a pie había perdido cinco tenientes coroneles, cuatro capitanes y tres banderas; el primer batallón del 30.º de infantería había perdido veinticuatro oficiales y ciento doce soldados; el 79.º de montaña tenía veinticuatro oficiales heridos, dieciocho oficiales muertos, cuatrocientos cincuenta soldados muertos. Los húsares hannoverianos de Cumberland, un regimiento entero a cuya cabeza iba su coronel, Hacke, al que más adelante juzgaron y depusieron, habían dado media vuelta ante la refriega y huían por el bosque de Soignes, sembrando el desbarajuste hasta Bruselas. Los carros, los transportes de municiones, el bagaje y los furgones repletos de heridos, al ver que los franceses ganaban terreno y se acercaban al bosque, se metían en él a toda prisa; los holandeses, a quienes herían los sables de la caballería francesa, gritaban: ¡alarma! Desde Vert-Coucou hasta Groenendael, abarcando casi dos leguas en dirección a Bruselas, se agolpaban, según cuentan testigos que aún viven, los fugitivos. Fue tal el pánico que llegó la noticia hasta el príncipe de Condé en Malinas y hasta Luis XVIII en Gante. Dejando aparte la escasa reserva escalonada detrás de la ambulancia establecida en la granja de Mont-Saint-Jean y de las brigadas Vivian y Vandeleur, que flanqueaban el ala derecha, a Wellington no le quedaba ya caballería. Muchas baterías estaban en el suelo, desmontadas. Estos hechos los reconoce Siborne; y Pringle, exagerando el desastre, llega a decir que del ejército anglo-holandés no quedaban ya sino treinta y cuatro mil hombres. El duque de hierro conservaba la serenidad, pero tenía los labios blancos. El comisario austriaco, Vincent, y el comisario español, Álava, que presenciaban la batalla desde el estado mayor inglés, opinaban que el duque estaba perdido. A las cinco, Wellington sacó el reloj y lo oyeron susurrar esta frase misteriosa:

En ese mismo momento fue cuando una línea lejana de bayonetas brilló por las elevaciones de la zona de Frischemont.

Aquí llega la peripecia de este drama gigantesco.

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