Capítulo 156
TRANSFORMACIÓN DE LAS ESPECIES
Brahma, Vishnú y Siva son el Dios uno y trino con las tres personas reversibles y mutables como en la Trinidad cristiana. Esotéricamente son “trina y una manifestación de Aquél cuyo nombre es inefable por lo sagrado, y cuyo poder nadie acierta a imaginar por lo infinito”. Así es que los avatares de Vishnú comprenden también las otras dos personas de la Trimurti con cambio de forma pero no de substancia. De estas manifestaciones surgieron los universos pasados y surgirán los futuros.
Coleman y otros orientalistas que siguen su ejemplo, ridiculizan caricaturescamente el séptimo avatar de Vishnú (104). Sin embargo, aparte de que el Ramayana es una de las más sublimes epopeyas de la litaratura universal y en ella se inspiró Homero para escribir la Ilíada, encierra uno de los más interesantes problemas de la ciencia contemporánea. Los brahmanes eruditos siempre interpretaron la épica guerra entre hombres, gigantes y monos en el sentido alegórico de la transformación de las especies.
Seguramente que los académicos europeos hubieran aprendido lecciones tan curiosas como instructivas en los textos de las pagodas, si a ejemplo de Jacolliot, contra quien tan sin consideración arremeten, hubiesen recurrido a los brahmanes eruditos en vez de menospreciar su autoridad. Todo brahmán ilustrado respondería si se lo preguntasen, que no tributa culto divino a los monos, sino que los respeta en memoria de las hazañas de Hanumâ, el fiel aliado y generalísimo del héroe del Ramayana (105). Si el brahmán se dignara responderle, aprendería el académico europeo que los induístas ven en el mono lo que Manú quiso que viesen, o sea la transformación de las especies más cercanamente relacionadas con la raza humana, es decir, una rama bastarda desgajada antes del perfecto desarrollo del tronco (106). Pudiera aprender también que para los paganos ilustrados no era lo mismo el hombre interno o espiritual que el externo o carnal. Creían también los antiguos filósofos que la naturaleza física, constituida por la correlación de fuerzas, propende sin cesar al perfeccionamiento de la materia sobre que actúa, y la modela en diversidad de formas hasta llegar a la humana, único tabernáculo digno de que lo ilumine el divino Espíritu. Pero no por esto tiene el hombre derecho de vida, tormento y muerte sobre los animales inferiores, sino que por la misma racionalidad de su alma inmortal, debe advertir que los animales y las plantas también tienen alma aunque menos evolucionada, y no ha de ceder el hombre en magnanimidad al elefante, que al mover los pies cuida de no pisar a los minúsculos animales que se le interponen en el camino. Este sentimiento de conmiseración mueve a induístas y budistas a instalar hospitales y asilos zoofílicos, no sólo para cuadrúpedos y aves, sino también para reptiles e insectos. Este mismo sentimiento mueve a los jainos a entretenerse en apartar de su camino a los insectos y gusanos por no pisarlos, aunque en ello hayan de emplear atención y tiempo, pues consideran en los animales el aspecto inferior de la naturaleza dual del hombre, de donde dimanó más tarde la popular creencia en la metempsícosis, cuya verdadera interpretación exponen ampliamente los libros de Manú y los textos budistas, sin que de ella se encuentre vestigio alguno en los Vedas, por lo cual no son de extrañar las necias y absurdas suposiciones corrientes entre el vulgo acerca de dicha doctrina.
De ordinario se acusa de exagerados e hiperbólicos a cuantos en la antigüedad descubren la prueba de que los modernos no son tan originales como presumen; pero el lector sincero echará de ver cuán desatinada es la observación. Antes de que el mítico Noé entrara en el arca de salvación, había ya filósofos evolucionistas con teorías mejor y más lógicamente definidas que las de los modernos. Platón, Anaxágoras, Pitágoras, las escuelas eleáticas de grecia y los colegios sacerdotales de Caldea enseñaron la doctrina de la evolución dual, pues la de la metempsícosis se refería a los progresos del hombre de mundo en mundo después de la muerte en la tierra. Todas las escuelas verdaderamente filosóficas admitieron la preexistencia del espíritu. A este propósito dice Josefo que los esenios creían en la inmortalidad del alma y en su descenso de los espacios etéreos para unirse al cuerpo (107). Filo Judeo añade que el aire está lleno de almas, y que las más cercanas a la tierra bajan a infundirse en cuerpos mortales (... ...) deseosas de vivir en ellos (108). Además, el Zohar nos presenta al alma implorando su libertad, según vemos en este pasaje:
¡Señor del universo! Feliz soy en este mundo y no deseo ir a otro en donde seré sierva y estaré expuesta a toda clase de profanaciones.
Y la Divinidad responde:
Contra tu voluntad te convertirás en embrión, y contra tu voluntad has de nacer (109).