Capítulo 181
OPINIONES DE PLATÓN
Nunca nos cansaremos de repetir que la religión cristiana sólo puede analizarse y comprenderse a la luz de la filosofía antigua. Pitágoras, Confucio y Platón nos descubren la idea subyacente en la palabra “Padre” del Nuevo Testamento. El concepto platónico de la Divinidad, el único Dios eterno e invisible, autor de todas las cosas (153), es el que mejor se acomoda a la idea de “Padre” expuesta por Jesús. Dice Platón que Dios no puede desear ni querer ni obrar mal, pues únicamente lo bueno y lo justo es compatible con la naturaleza divina (154). Así resulta que el “Padre” de Jesús, o el Dios de Platón, no puede identificarse en modo alguno con el celoso, vengativo e irascible Jehovah. Ensalza Platón la omnipotencia de Dios (155); pero al mismo tiempo dice que como es inmutable no puede alterar sus leyes ni suprimir milagrosamente el mal de este mundo (156). Reconoce también Platón la omniscencia o infinita sabiduría de Dios, a cuyo vigilante ojo nada escapa (157); y su justicia, que resplandece en la ley de compensación y retribución, no dejará crimen sin castigo ni virtud sin recompensa (158), por lo que el único modo de honrar a Dios es el ejercicio de la virtud moral. No sólo repugna Platón el absurdo concepto de un Dios antropomórfico (159), sino que también se declara en contra de las fábulas, leyendas y mitos que atribuyen a los dioses menores las mismas pasiones, luchas, vicios y crímenes que a los hombres (160), y niega en redondo que Dios se muestre propicio a cambio de ofrendas y plegarias (161). Por otra parte dice el insigne filósofo:
Antes de que el espíritu del hombre cayese en la materia y perdidas las alas tomara cuerpo de carne, moraba entre los dioses en el mundo etéreo (espiritual), donde todo es verdad y pureza (162).
Y en otro pasaje añade:
Hubo un tiempo en que la humanidad no se perpetuaba por procreación, sino que los hombres vivían como espíritus puros (163).
Esto concuerda con aquel otro pasaje del Evangelio que dice:
Porque en la resurrección ni se casarán ni serán dados en casamiento, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo (164).
Las investigaciones de Laboulaye, Anquetil-Duperron, Colebrooke, St.-Hilaire, Max Müller, Spiegel, Burnouf, Wilson y otros filólogos y orientalistas, evidenciaron parte de la verdad; pero ahora que se conocen mucho mejor el sánscrito, tibetano, singalés, zendar, pahlavi, chino y birmano y que se han traducido los Vedas, el Zendavesta, los textos budistas y los Sûtras de Kapila, no hay excusa ni pretexto para detractar por ignorancia o por malicia las antiguas religiones. Dice Max Müller que el clero ha calificado siempre de orgías diabólicas las ceremonias y ritos del culto pagano, sin cuidarse de descubrir su genuino carácter (165).
Aparte de la verídica historia del budismo y de Buda por Max Müller y de las alabanzas que St.-Hilaire y Laboulaye rinden a Gautama, tenemos el testimonio presencial del abate Huc, cuyo carácter de misionero católico aleja toda sospecha de parcialidad a favor de los budistas el abate Huc encomia con entusiasmo la elevada moralidad de los llamados adoradores del diablo, por lo que cabe considerar la religión budista como algo más que un contubernio de fetichismo y ateísmo, según propalan los clericales. Por razón de su cargo estaba obligado el misionero Huc a no ver en el budismo ni más ni menos que un engendro de Satán; pero al exponer con toda sinceridad su favorable opinión en el relato de sus viajes, se atrajo las iras de Roma, que le retiró las licencias y puso en el índice expurgatorio su obra: Viaje por el Tíbet. Esto demuestra cuán poca confianza merecen los informes de los misioneros acerca de las religiones orientales, puesto que nada pueden publicar sin licencia del Ordinario, so pena de verse excomulgados al decir la verdad bajo su palabra (166).
Cuando Marco Polo les preguntó a los ascetas y yoguis de la India si no se avergonzaban de ir enteramente desnudos, respondieron lo mismo que habían de responder a otro explorador del siglo XIX: “Vamos desnudos porque así vinimos al mundo y no queremos nada del mundo. Además, no sentimos ningún deseo concupiscente, y por lo tanto no nos avergüenza nuestra desnudez más de lo que os pueda avergonzar a vosotros enseñar manos y cara. Si sentís el incentivo de la carne, hacéis bien en encubrir vuestra desnudez” (167).