Isis Sin Velo - [Tomo III]

Capítulo 157

EL CABALLO DEL SOL

Así, pues, estaba Aristóteles en lo cierto al identificar a Jon ... con Ormuzd y a Plutón con Ahriman, pues el Dios de los cielos, Ahuramazda, monta en una carroza tirada por el caballo del sol; y según cita Dunlap, concuerda con esta alegoría aquel pasaje que dice:

Alaba por su nombre Iah (...).

Al que galopa por los cielos a caballo (50).

El mismo Dunlap nos dice que los árabes llamaban Iok a Iah y lo simbolizaban en figura del caballo del sol, equivalente al Dioysio de los griegos (51); y añade que Iah es la pronunciación suavizada de Iach, por mudanza de la ... ch en ... h, y la s suaviza la h. Los hebreos expresaban la idea de vida indistintamente por una ch o por una h, pues tanto chiach como hiah significan ser; y así Iach equivale a “Dios de Vida” y Iah a “Yo soy” (52).

Por lo tanto, bien podemos citar aquel pasaje de Amonio que dice:

Ogugiâ me llama Baco; Egipto cree que soy Osiris; los musianos me titulan Ph’anax; los indos dicen que soy Dionysio; los misterios romanos me dan el nombre de Liber; y los árabes el de Adonis.

A esto cabe añadir que el pueblo escogido le llamaba Adonai y Jehovah.

Otra prueba de la incomprensión en que se ha tenido la antigua doctrina secreta nos la proporciona la persecución de los templarios por la Iglesia, que les acusaba de adorar al diablo en figura de un macho cabrío llamado Bafomet. Sin escudriñar los antiguos misterios masónicos no hay masón alguno de los que saben algo, que desconozca la verdadera relación entre Bafomet y Azazel, el cabrío expiatorio del desierto (53), duyo carácter y significado adulteraron deplorablemente los traductores de la Biblia.

Dice Lanci (54) sobre el particular:

Este terrible y venerable nombre de Dios se ha convertido en un diablo, una montaña, un desierto y un cabrío por obra de los comentadores bíblicos (55).

Mackenzie observa muy atinadamente:

El nombre Azazel ha de descomponerse en Azaz y Él, pues aunque significa “Dios de la Victoria”, en este pasaje quiere decir autor de la muerte en contrposición a Jehovah o autor de la vida, quien como tal recibía una cabra en sacrificio (56).

Ahora bien; la Trimurti es abstractamente una e indivisible; pero se disciernen en ella tres personas resumidas en una, sin menoscabo de sus peculiares atributos, pues mientras abstraemos la persona de Brahma como representación de las tres, Vishnú es el autor de vida, el creador y conservador del universo, y Siva es el autor de la muerte, es decir, el destructor del universo. muerte al que da vida: vida al que da muerte. Simbólica antítesis, cuya belleza advierte Gliddon (57). Así se comprende el aforismo cabalístico que dice: Deus est daemon inversus. Así se ve que la cruel persecución de la Iglesia a los gnósticos, cabalistas y los relativamente inocentes masones, tuvo por móvil el afán de borrar todo vestigio de la filosofía antigua por temor de que en ella se descubriesen las raíces de sus dogmas teológicos.

Desgraciadamente, la divina semilla en abundancia sembrada por el dulce filósofo judío, no ha fructificado ópimamente. Si desde la bienaventurada región en donde mora posara su melancólica mirada en este mundo el que aconsejó la brevedad y secreto de la oración, vería que su semilla no cayó entre rocas ni en los bordes del camino, sino en suelo pletóricamente abonado con supercherías y sangre humana.

Dice el sincero apóstol Pablo:

Porque si la verdad de Dios por mi mentira creció a gloria suya, ¿por qué soy yo todavía juzgado como pecador? Y no que hagamos males para que vengan bienes (58).

No es posible que debamos creer inspirada por Dios semejante confesión que explica, pero no excusa, la teoría según la cual “son lícitos y meritorios el engaño y la mentira cuando favorecen los intereses de la Iglesia” (59). Plenamente se valieron de esta teoría el armenio Eusebio, consumado maestro en las artes del embuste, y el inocentón de Ireneo, que miraba la Biblia como a través de un caleidoscopio. Ambos tuvieron por secuaces todo un ejército de piadosos asesinos que llevaron la impostura hasta el punto de proclamar la licitud del asesinato, siempre que contribuyese al afianzamiento de la nueva religión (60). El espíritu clerical de estos fanáticos culminó en el emperador Constantino, de quien, no obstante sus crímenes (61), dice Ireneo que fue favorecido por la celeste visión del lábaro con el famoso lema: In hoc signo vincis. A la sombra del estandarte imperial creció la Iglesia cristiana, que apenas había dado algunos pasos desde los días de Ireneo, y se erigió en soberana y árbitra dueña del mundo.

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