Capítulo 35
LAS SIETE ABOMINACIONES
Tal es el clero y tal la Iglesia que en el siglo XIX sostiene en los Estados Unidos cinco mil sacerdotes para enseñar a las gentes la falibilidad de la ciencia y la infalibilidad del obispo de Roma. ya dijimos que, según confesión de un eminente prelado, no es posible eliminar de los dogmas teológicos el concepto de Satanás, sin menoscabo de la perpetuidad de la Iglesia, pero aunque desapareciera el príncipe del pecado no desaparecería el pecado, pues quedarían la Biblia y los Artículos de la fe, es decir, la supuesta revelación divina y la necesidad de intérpretes que presuman de inspirados. Conviene, por lo tanto, investigar la autenticidad de la Biblia y analizar sus páginas, por ver si en efecto contienen la palabra de Dios o si son simple compendio de antiguas tradiciones y rancios mitos. Hemos de interpretarlas con nuestro propio criterio, a ser posible, y aplicar a los presuntuosos maestros de hermenéutica aquellas palabras de Salomón:
Seis cosas aborrece el Señor y la séptima la detesta su alma: ojos altivos, lengua mentirosa, manos que derraman sangre inocente, corazón que maquina designios pésimos, pies ligeros para correr al mal, testigo falso que profiere mentiras y aquel que siembra discordias entre los hermanos (26).
¿Cuál de estas acusaciones pueden rechazar los hombres que dejaron sus huellas en el Vaticano?
Dice San Agustín:
Cuando los demonios quieren insinuarse en las criaturas, comienzan por ceder a los deseos de ellas, pues con propósito de atraer a los hombres les fingen obediencia para seducirlos... Porque ¿cómo es posible saber, si los mismos demonios no lo dicen, qué les gusta y qué les disgusta, y qué evocación puede reducirlos a la obediencia; en una palabra, toda esa ciencia de los magos (27).
A esta expresiva disertación replicaremos que ningún mago negó jamás que hubiese aprendido su arte de los “espíritus”, ya fuera un agente por cuyo medio actuaran, ya por haber sido iniciado en la ciencia por quienes la conocieron antes de él. Pero ¿de quién aprendía el exorcista?, ¿de quién aprende el sacerdote que autocráticamente se inviste de autoridad, no sólo sobre los magos sino también sobre los “espíritus”, a quienes califica de demonios o diablos cuando obedecen a otro? En alguna parte debe de haber aprendido el arte de exorcizar, y de alguien recibido los poderes de que alardea. Sin duda responderán los teólogos que, en cuanto se refiere a los seglares, es preciso convenir con San Agustín que los mismos demonios han de enseñarles la evocación a propósito para someterlos a obediencia; pero que en cuanto a los clérigos, reciben el conocimiento por revelación y por el don del Espíritu Santo que descendió sobre los apóstoles en forma de lenguas de fuego, infundiéndoles a ellos y a sus sucesores la virtud del exorcismo, aunque lo practiquen por anhelo de fama o apetencia de lucro (28).