Capítulo 178
EL ESPÍRITU DE LA VERDAD
Ahora bien; según los cabalistas, el Adam Kadmon contiene todas las almas de los israelitas y él está a su vez en cada alma (146).
La escuela ecléctica tuvo los mismos fundamentos que las doctrinas de los yoguis, de los místicos y de los primeros discípulos de Gautama. Todas las filosofías encierran aquel principio expuesto después por Jesús cuando dice:
El Espíritu de la verdad, a quien no puede recibir el mundo porque ni lo ve ni lo conoce; mas vosotros lo conoceréis porque morará con vosotros y estará en vosotros (147).
A pesar de que el erudito Laboulaye tiene por mítico todo cuanto de extraordinario se refiere a la vida de Gautama, no niega su existencia, y lo coloca en segundo lugar respecto a Cristo por la austeridad de su conducta y la pureza de su doctrina moral; pero le sale al paso des Mousseaux, quien temeroso de que estas dos últimas afirmaciones invaliden la imputación de demonolatría que arroja contra Gautama, aduce por todo argumento que Laboulaye no ha estudiado el asunto (148).
Oigamos ahora a Barthelemy St.-Hilaire:
No vacilo en afirmar que, exceptuando a Cristo, no hay entre los fundadores de religiones una figura más nítida y conmovedora que la de Buda. Vivió sin mancilla. Su heroísmo corrió parejo con sus convicciones... Fue perfecto dechado de las virtudes cuya práctica aconsejaba. Jamás flaqueó en el ejercicio de la caridad y la abnegación realzadas por la dulzura de su carácter. A los veintinueve años deja la corte de su padre para abrazar voluntariamente la vida monacal mendicante... Y por fin muere en brazos de sus discípulos con el gozo del justo y la serenidad del sabio (149).
Este caluroso panegírico no es menos merecido que el tributado por Laboulaye con la animadversión de Des Mousseaux; y aunque diga en él que es muy difícil comprender cómo hayan podido existir hombres que sin el auxilio de la revelación se remontaran a tan prodigiosa altura moral y se aproximaran tan cercanamente a la verdad, no debe admirarnos este hecho que tan extraño le parece al erudito francés.
No es maravilla que Gautama muriese con la serenidad del sabio, porque, como acertadamente dicen los cabalistas, la muerte es una ilusión, pues el hombre jamás se separa de la vida universal. Los que llamamos muertos siguen viviendo en nosotros y nosotros en ellos; y cuanto más intensamente vive uno por sus semejantes, menos ha de temer a la muerte (150). A esto cabe añadir que más meritorio es vivir que morir por la humanidad. En el corazón de todo hombre está recónditamente grabado el Nombre inefable que tantos cabalistas se afanan en inquiri, sin conocer a ningún adepto. Este mirífico Nombre, que según los antiguos oráculos llena la infinidad del universo, puede conocerse por medio de la iniciación disciplinada o por dictado de la sigilosa voz que oyó Elías en la cueva del monte Horeb (151).
Cuando apolonio de Tyana anhelaba oír esta sigilosa voz se envolvía de pies a cabeza en un manto de finísima lana (152), después de dar algunos pases magnéticos y pronunciar una invocación muy conocida de los adeptos, con lo que se libertaba temporáneamente del cuerpo físico.
El conocimiento del Nombre daba al hierofante dominio sobre todos los hombres y demás criaturas que le fuesen inferiores en fuerza anímica. De aquí que cuando Max Müller dice del Quiché que “su oculta majestad no podía ser descubierta por manos humanas”, el cabalista comprende perfectamente el recto significado de esta frase y no le extraña que el erudito investigador confiese su ignorancia sobre el particular diciendo: “No sabemos qué era aquello”.