Isis Sin Velo - [Tomo III]

Capítulo 166

EL BUDISMO ESOTÉRICO

Lo mismo que los demás reformadores religiosos, tenía Gautama una doctrina para los elegidos y otra para las masas populares, aunque el principal fin de su labor religiosa fuese iniciar a todo el mundo hasta donde consintiera la prudencia, sin distinción de castas, en las verdades que al conocimiento de las gentes ocultaba el egoísmo de los brahmanes.

En la historia universal es Gautama el primero que, movido por el generoso sentimiento de la confraternidad humana, invita a la mesa del rey a los pobres, lisiados y ciegos, para que ocupasen el lugar de quienes hasta entonces se habían creído con exclusivo privilegio de sentarse a ella. Gautama fue el primero en abrir las puertas del santuario a los parias, a los fracasados, a los oprimidos por los poderosos, mucho menos dignos, con frecuencia, que los humildes a quienes menospreciaban. Todo esto llevó a cabo Gautama seis siglos antes de que otro reformador tan noble y amoroso lo cumpliese en otro país con más desfavorable ambiente. Ambos previnieron el riesgo de divulgar entre la plebe inculta el conocimiento que da poder, y lo ocultaron en lo más recóndito del santuario, sin que por ello pueda inculparles quien conozca el corazón humano. Pero a Gautama le movió la prudencia, y a Jesús la necesidad. Gautama mantuvo secreta la parte más delicada de la ciencia oculta y murió a la provecta edad de ochenta años, después de infundir las verdades esenciales de la religión en la tercera parte de la raza humana. Jesús prometió a sus discípulos que obrarían cosas superiores a las que él operaba, y al morir le seguían tan sólo unos cuantos discípulos, que en la mitad del sendero del conocimiento habían de batallar contra el mundo, sin conocer más que a medias lo que podían comunicar a las gentes. Posteriormente, los sucesores de estos discípulos desfiguraron aún más las verdades recibidas.

Es de todo punto erróneo que Gautama negase la vida futura y por consiguiente la inmortalidad del alma, pues todo budista debidamente instruido en su religión coincidirá en sus opiniones acerca del nirvana con el conocido orador chino Wong-Chin-Fu (93), quien nos dijo en una entrevista reciente: “Nosotros entendemos que el estado nirvánico equivale a la definitiva unión con Dios, o sea el perfeccionamiento terminal del espíritu humano, que para siempre se desembaraza de la materia. es lo contrario de la aniquilación individual”.

El nirvana equivale a la inmortalidad del espíritu, que no se ha de confundir con el alma, cuya finita condición la sujeta al disgregamiento de sus partículas, formadas por las pasiones, deseos y anhelos sencientes, antes de que el Ego se libre del todo y quede por lo tanto en disposición de no revestirse ya más de forma alguna. ¿Y cómo llegará el hombre a semejante estado mientras no deseche el upadana, es decir, el deseo de vida senciente, el ahankara, por sutil que sea el cuerpo de que se revista? El upadana o intenso anhelo de vida engendra la querencia del vivir, y de esta querencia brota la fuerza que se actualiza en materia objetiva. Por medio de este deseo de vida determina el desencarnado Ego las condiciones de sus sucesivas formas corpóreas, que dependen por una parte de su estado mental y por otra del karma resultante de sus buenas o malas acciones, meritorias o demeritorias, en la precedente existencia. Por esta razón recomendaba Gautama a sus discípulos aceptados la observancia de los cuatro grados del Dhyana o Sendero de las cuatro verdades, que conduce a la estoica indiferencia por la vida y por la muerte, o sea aquel estado de autocontemplación espiritual en que el Yo superior, el verdadero hombre celeste, se desliga de la dualidad alma-cuerpo para sumergirse, por decirlo así, en la divina Esencia de donde procedió como partícula del corazón universal de todos los seres. Así el arhat, el bendito mendicante, podrá alcanzar el nirvana mientras viva en la tierra, y su espíritu, omnisciente y omnipotente por naturaleza, quedará libre de la “demoníaca y terrestre sabiduría psíquica”, como alguien la llama, y por la sola fuerza de su pensamiento operará los más admirables fenómenos.

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