Capítulo 36
PALABRAS DE JESÚS
Mal se concilian con semejantes abominaciones perpetradas para satisfacer los apetitos del clero, aquellas dulces palabras de Jesús:
“Dejad a los niños y no los estorbéis de venir a mí, porque de ellos es el reino de los cielos”.-“Y el que escandalizare a uno de estos pequeñitos que en mí creen, mejor fuera que le colgasen del cuello una piedra de molino y lo echasen al mar”.-“Así no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que perezca uno de estos pequeñitos” (19).
Pero aquellos sacrificios en el altar de su Moloch no eran obstáculo para que los codiciosos de riquezas practicasen el negro arte, pues en ninguna clase social abundaron tanto como entre el clero los consultores de “espíritus familiares” durante los siglos XV, XVI y XVII. Cierto es que entre las víctimas se contaron algunos sacerdotes católicos; pero si bien se les acusaba de “prácticas nefandas” (20), no había tal, sino que, según testimonio de los cronistas de la época, consistía su culpa en herejía anatematizable y, por lo tanto, más punible que el crimen de hechicería (21).
Eliphas Levi, en su Dogma y ritual de la alta magia, tan menospreciado por Des Mousseaux, sólo revela de las ceremonias secretas lo que los clérigos medioevales practicaban con el consentimiento tácito, ya que no expreso, de la Iglesia. El exorcista penetraba en el círculo de actuación a media noche, revestido de sobrepelliz nuevo, estola sembrada de caracteres sagrados y gorro puntiagudo, en cuyo frente estaba escrito en hebreo, con una pluma nueva mojada en la sangre de una paloma blanca, el inefable nombre Tetragrámmaton.
Anheloso el exorcista de ahuyentar a los miserables espíritus que frecuentan los lugares donde hay tesoros escondidos, rocía el círculo de actuación con las sangres de un cordero negro y de un pichón blanco, y después conjura a las potestades infernales (22) y almas condenadas, en los poderosos nombres de Jehovah, Adonai, Elohah y Sabaoth (23). Los malignos espíritus se resistían al conjuro, diciéndole al exorcista que era pecador y por lo tanto no podía contar con ellos para apoderarse del tesoro; pero él replicaba que, como “la sangre de Cristo había lavado todas sus culpas” (24), les conjuraba de nuevo a salir de allí, porque eran fantasmas malditos y ángeles protervos. Una vez ahuyentados los espíritus malignos, el exorcista confortaba a la pobre alma en nombre del Salvador y la dejaba al cuidado de los ángeles buenos que, según parece, eran menos poderosos que el exorcista, pues el rescatado tesoro quedaba en manos del clero. Añade Howit que el calendario eclesiástico señalaba los días más favorables para la práctica del exorcismo, y en caso de que los demonios se resistiesen al conjuro, recurría el exorcista a sahumerios de azufre, asafétida, ruda y hiel de oso (25).