Capítulo 42
INFLUENCIA DE SAN AGUSTÍN
De esto podemos inferir cuán gratuitas son las siguientes afirmaciones del P. Ventura:
Mientras San Agustín fue maniqueo y estuvo ignorante de la augusta revelación cristiana, cuya sublimidad orgullosamente menospreciaba, nada supo ni comprendió acerca de Dios, del hombre y del universo, y permaneció ignorado, obscuro e inactivo, hasta que apenas convertido al cristianismo, se remontó a las cimas sublimes de la filosofía y la teología en alas de su mente iluminada por la antorcha de la fe... Así el genio de Agustín se explayó en toda su prodigiosa fecundidad y grandeza, y su entendimiento resplandeció con el vivísimo fulgor que, reflejado en sus obras inmortales, no ha cesado ni por un momento de iluminar durante catorce siglos a la Iglesia del mundo (67).
Dejemos al P. Ventura el cuidado de averiguar lo que Agustín fuese como maniqueo; pero no cabe duda de que su ingreso en el cristianismo engendró perpetua enemistad entre la teología y la ciencia, pues mientras por una parte se veía precisado a confesar la posibilidad de que hubiese “algo de divino y verdadero en las doctrinas de los gentiles”, declaraba por otra parte que estos eran “abominables por lo supersticiosos, idólatras y soberbios; y que, a menos de arrepentirse, les había de castigar la justicia divina”. Aquí tenemos explicada la conducta que la Iglesia cristiana ha seguido desde entonces hasta nuestros días, negando validez a cuanto de divino y verdadero puedan tener las doctrinas de quienes no pertenecen a su comunión, merecedores tan sólo por ello de las iras celestes. Sobre el particular, dice Draper:
Nadie contribuyó tanto como este padre a suscitar el antagonismo entre la ciencia y la religión, pues desviando la Biblia de su verdadero objeto, que era una guía para la pureza de vida, la colocó en la arriesgada posición de árbitra del saber humano y tirana de la mente. Dado el ejemplo, no faltaron imitadores. Las obras de los filósofos griegos fueron repudiadas por profanas, y los timbres de gloria del Museo alejandrino quedaron obscurecidos por la nube de ignorancia y jerigonza mística, de cuyo seno brotaban con demasiada frecuencia los destructores rayos de la venganza eclesiástica (68).
Agustín y Cipriano (69) reconocen que Hermes y Hostanes creían en el único y verdadero Dios invisible, incomprensible por la mente y tan sólo comprensible por el espíritu (70). En consecuencia, todo hombre de criterio no perturbado por el fanatismo religioso inferirá de las ideas de Agustín y Hermes acerca de la Divinidad, que el segundo aventajaba al primero en la exposición filosófica del concepto (71).
El P. Ventura coloca a San Agustín en las más “sublimes alturas de la filosofía”, pavoneándose ante el asombrado mundo; pero draper le sale al paso con las siguientes consideraciones críticas sobre la filosofía agustina:
¿Era posible desechar las obras de los filósofos griegos a cambio de un sistema descabelladamente engendrado por la ignorancia y la osadía? Mucho más pronto debieron de haber venido los eminentes críticos de la Reforma a colocar las obras de San agustín en su propio nivel, y enseñarnos a mirarlas con desprecio (72).
En cuanto a la acusación levantada contra Plotino, Porfirio, Jámblico, Apolonio y Smón el Mago (73) de que tenían hecho pacto con el diablo, no merece por absurda los honores de la refutación ni aun suponiendo cierta la existencia del precito personaje. La diferencia de opiniones religiosas, por grande que sea, no alcanza per se a que unos vayan al cielo y otros al infierno. Semejantes dogmas, incompatibles con la caridad, pudieron prevalecer en tiempos medioevales; pero ya es demasiado tarde para que nos intimide el tradicional espantajo (74).
El erudito autor de la Religión sobrenatural se esfuerza en demostrar la identidad de Simón el Mago con el apóstol San Pablo, cuyas Epístolas condenó públicamente San Pedro por contener enseñanzas heréticas. El apóstol de los gentiles era franco, elocuente, sincero y sabio. El apóstol de la circuncisión era por el contrario cobarde, receloso, falaz e ignorante. No cabe duda de que Pablo estaba iniciado, al menos parcialmente, en los misterios teúrgicos, como lo denotan su estilo con la terminología peculiar de los filósofos griegos y ciertas frases que únicamente empleaban los iniciados (75). A mayor abundamiento, tenemos el siguiente pasaje del apóstol:
...entre los perfectos hablamos sabiduría; mas no sabiduría de este mundo ni de los arcontes de este mundo, sino que hablamos Sabiduría de Dios en misterio, la que está encubierta..., la que no conoció ninguno de los arcontes de este mundo (76).