Capítulo 59
GRADOS DE COMUNICACIÓN
Dice Vrihaspati que en la antigua India estaba prohibido, bajo pena de muerte, revelar al vulgo el misterio de la Tríada. Tampoco era lícito revelarlo en Eleusis y Samotracia, ni en la actualidad, pues debe seguir siendo un misterio confiado a los adeptos, mientras la ciencia materialista lo tenga por quimérico y la teología dogmática por diabólico.
La comunicación subjetiva con las entidades humanas de índole divina que nos han precedido en el logro de la bienaventuranza, comprende en la India tres grados; conviene a saber: presenciente, auditivo y volitivo.
Bajo la dirección espiritual del gurú o sannyâsi, el neófito (vatu) acaba por tener el incipiente presentimiento de las entidades espirituales. Si no estuviese dirigido por un adepto, quedaría a merced de las entidades inferiores por no saber distinguirlas de las superiores. ¡Felix el sensitivo que sabe espiritualizar su ambiente!
Al cabo de algún tiempo progresa el neófito hasta el segundo grado de comunicación en que adquiere la clariaudiencia (165) y oye las voces del mundo superior; pero como todavía no es capaz de discernir, necesita quien le enseñe a precaverse de las astutas entidades maléficas del aire, que tratarían de engañarle con falaces voces si no estuviera protegido por la influencia del gurú, que le pone en condiciones de consagrarse a los puros y celestiales pitris humanos.
En el tercer grado, el candidato presiente, oye y ve al mismo tiempo y puede determinar a voluntad el reflejo de los pitris en la luz astral. Todo dependen de sus facultades psíquicas e hipnóticas, que a su vez están en función de la voluntad. Sin embargo, el fakir nunca llegará a dominar el akâsa (el principio de vida espiritual y omnipotente agencia de todo fenómeno) en el mismo grado que los adeptos, pues los fenómenos operados por la voluntad de estos últimos no sirven para embobar a los mirones en la plaza pública.
Los dogmas fundamentales de la religión de Sabiduría, que constituyen la base de todas las religiones culturales son: unidad de Dios, inmortalidad del espíritu y salvación por los personales merecimientos de las buenas obras. Estos dogmas alientan en el induismo, budismo y mazdeísmo, así como también en el antiguo sabeísmo, pues si dejamos la adoración del sol a la ignorancia del vulgo, veremos que dicen los Libros de Hermes:
El pensamiento se ocultaba tras el silencio y obscuridad del mundo... Después, el Señor que existe por Sí mismo y no puede percibir los sentidos externos del hombre, disipó las tinieblas y puso de manifiesto el mundo objetivo.
Por otra parte, corroboran esta enseñanza los siguientes pasajes:
Aquel que sólo el espíritu puede percibir y nadie puede comprender, que escapa a los órganos del sentido y no tiene partes visibles y es eterno y el alma de todos los seres, desplegó su propio esplendor (166).
Tal es el concepto que de la suprema Divinidad tuvieron siempre los filósofos indos.
En cuanto a la inmortalidad del espíritu, nos dice Manú:
El principal deber es adquirir la ciencia del alma suprema (el espíritu), porque es la única ciencia capaz de conferir la inmortalidad (167).
Después de esto, ya no pueden afirmar los eruditos que el nirvana de los budistas y el moksha de los induistas equivalgan a la total aniquilación, interpretando torcidamente este pasaje:
Quien reconoce el alma suprema en su propia alma y en la de todos los seres, y con todos obra en justicia sean hombres o animales, alcanza la suprema felicidad de quedar absorbido en el seno de Brahma (168).
El concepto que del moksha y el nirvana tiene la escuela de Max Müller no resiste la confrontación con los numerosos textos que lo refutan, aparte de la documentación escultórica de muchas pagodas que abiertamente lo contradice. Si le preguntáis a un brahmán el significado de moksha a un budista el del nirvana, ambos responderán que simbolizan la inmortalidad del espíritu, o sea aquel estado en que el espíritu individual se identifica con el Espíritu universal (169), de suerte que se convierte en parte integrante del Todo, pero sin perder su conciencia individual. En tan inefable estado, el espíritu del hombre que lo alcanza vive exento del temor a las modificaciones de la forma, pues queda definitivamente emancipado aun de las más sutiles formas de la materia.