Capítulo 126
RESURRECCIÓN DE KALAVATTI
Quiso el rey Angashuna que se celebraran con gran pompa los desposorios de su hija, la hermosa Kalavatti, con Govinda, hijo de Vamadeva, el poderoso rey de Antarvédi. Pero mientras Kalavatti se solazaba en el bosque con sus compañeras, la mordió una culebra y murió de la mordedura. Angashuna rasgó sus vestiduras, cubrió de ceniza su cabeza y maldijo el día en que naciera.
De repente llegó a palacio el rumor de voces que repetían mil veces: ¡Pacya pitaram! ¡Pacya gurum! (¡El Padre! ¡El Maestro!). Entonces acercóse Krishna sonriente, apoyado en el brazo de Arjuna... ¡Maestro! –exclamó Angashuna arrojándose a sus pies y regándolos con sus lágrimas, -¡mira mi pobre hija!- Y le mostró el cuerpo de Kalavatti tendido sobre una estera.
-¿Por qué lloras? –preguntó entonces Krishna con suave acento. -¿No ves que duerme? Escucha el rumor de su hálito parecido al suspiro del viento de la noche que acaricia las hojas de los árboles. Mira cómo se colorean sus mejillas; cómo tiemblan sus párpados a punto de abrirse; cómo se estremecen sus labios prontos a soltar la palabra. Está dormida. Yo te lo digo. ¡Mira!, ya se mueve. ¡Kalavatti! ¡Levántate y anda!
Al punto recobró el cuerpo el aliento, el color y la vida, y obediente la doncella al mandato de Krishna, levantóse y fuése con sus compañeras.
La maravillada multitud exclamó: “Verdaderamente éste es un dios, puesto que la muerte es sueño para él” (157).
Los evangelistas introdujeron en el cristianismo éste y otros episodios, con añadidura de dogmas cuya extravagancia supera a los más delirantes conceptos del paganismo, pues necesitaron matar a su Dios para que de su muerte recibieran la vida espiritual, resultando de todo ello que la Iglesia ha convertido profanamente la corte celestial en una compañía de cómicos asalariados.
Seis siglos antes de la era cristiana zahirió ya Jenófanes la antropomorfización de Dios en una sátira citada por Clemente de Alejandría, que dice así:
Hay un Dios supremo sin forma ni naturaleza de hombre. Pero los engreídos mortales imaginan que los dioses tienen voz y cuerpo y sensaciones humanas. De la propia suerte, si los leones pudiesen valerse de manos como el hombre, pintarían a los dioses en figura de león y los caballos los pintarían en la de caballo y los bueyes en la de buey. Cada especie atribuiría a la Divinidad su propia forma y condición (158).
El panteísta poeta indo Vyasa (159) dice al tratar de la ilusión de los sentidos (Maya):
Los dogmas religiosos sólo sirven para ofuscar la razón humana... El culto de las divinidades, cuyas alegorías encubren el respeto que el hombre siente por las leyes naturales, prostituye la verdad en provecho de las más groseras supersticiones.
El arte cristiano pinta la figura del Todopoderoso según el cabalístico modelo del Anciano de los Días, como se ve en las pinturas y esculturas de los templos católicos, en las exornaciones de los misales y recientemente en los poéticos dibujos con que Gustavo Doré engalanó las páginas de la Biblia. La pavorosa majestad de Aquél a quien ningún pagano osó representar en figura concreta, toma bajo el lápiz de Doré la de un venerable anciano que, en el centro del caos y envuelto en nubes, ve el mundo a sus pies y con la mano izquierda recoge los pliegues de sus amplias vestiduras, mientras que mantiene la derecha levantada con imperioso ademásn. Acaba de pronunciar el Fiat y toda su excelsa persona irradia luz (160). Como alegoría gráfica honra esta composición al artista, pero no recibe Dios la misma honra. Vale más la abstención de los paganos en punto a representaciones, que las blasfemamente antropomórficas de la incognoscible Causa primaria. Si de este modo representan a Dios, no han de extrañarnos las más extravagantes iconografías de Cristo, los apóstoles y los santos (161).
En su afán de aducir purebas de la autenticidad del Nuevo Testamento, incurren aun los más sinceros y mejor intencionados exégetas y teólogos en deplorables engaños. No cabe suponer que un comentador tan erudito como el canónigo Westcott desconociese los textos talmúdicos y cabalísticos, pues cita párrafos enteros de la obra: El pastor de Hermas, para apuntar su sorprendente analogía con el Evangelio de San Juan, sin echar de ver que dichos párrafos están tomados de la literatura cabalística. Dice así Wescott:
El concepto que Hermas expone acerca de la naturaleza de Cristo y de la misión que trajo al mundo coincide con el de la doctrina apostólica y ofrece sorprendentes analogías con el Evangelio de San Juan. Para Hermas es Jesús comparable a una roca más alta que las montañas, capaz de sustentar el mundo... Es anterior a la creación y, sin embargo, abre nuevas puertas a la humanidad y recibe de su Padre consejos relativos a la creación... Nadie puede llegar al Padre sino por el Hijo (162).