Capítulo 55
TAUMATURGIA PAGANA
Todo esto denota la verdadera causa del odio que los cristianos primitivos y medioevales sintieron hacia sus hermanos y peligrosos émulos gentiles. Únicamente se odia lo que se teme. Los taumaturgos cristianos, una vez rota toda relación con los Misterios de los templos y las renombradas escuelas de magia a que San Hilarión alude ( 111), podían tener muy pocas esperanzas de rivalizar con los taumaturgos paganos. Ningún apóstol igualó en poder teúrgico a Apolonio de Tyana, excepto en las curaciones hipnóticas (112). A este propósito, pregunta San Justino Mártir con evidente zozobra:
¿Cómo es que los talismanes (...) de Apolonio tienen poder sobre los elementos, pues, según vemos, aplacan la furia de las olas y la violencia del viento y repelen las acometidas de las fieras? Mientras que los milagros de Nuestro Señor Jesucristo se conocen tan sólo por tradición, los de Apolonio son muy numerosos y tan evidentes que extravían a cuantos los presencian (113).
A pesar de su perplejidad, acierta este autor al atribuir la virtud taumatúrgica de Apolonio a su profundo conocimiento de la ley reguladora de las simpatías y antipatías de la Naturaleza.
Incapaces los Padres de la Iglesia de negar la evidente superioridad taumatúrgica de sus émulos, recurrieron al viejo pero siempre eficaz procedimiento de la calumnia, y echaron en cara a los teurgos la misma imputación de los fariseos a Jesús cuando le decían: Demonio tienes. Los Padres repitieron Demonio tienes, frente a los teurgos paganos, logrando que como artículo de fe prevaleciese acusación tan calumniosa. Los actuales herederos de aquellos sofisticadores eclesiásticos achacan también a obra del demonio la magia, el espiritismo y aun el hipnotismo, sin tomarse el trabajo de leer a los autores antiguos. Ningún mojigato contemporáneo aventaja a los iniciados de la antigüedad en abominar de los abusos a la magia. No hubo ley medioeval ni la hay moderna más rigurosa en este punto que la de los hierofantes, cuya justicia se mantenía inflexible contra los hechiceros que conscientemente empleaban sus facultades en daño de la humanidad, al paso que si bien expulsaban del sagrado recinto al hechicero inconsciente, al poseído y al obseso, le cuidaban en los hospitales anexos al templo hasta que recobraba la salud. Con arreglo a la ley, quedaban excluídos de los Misterios el criminal convicto y el mago negro (114).
No necesita comentarios esta ley, que mencionan cuantos autores trataron de la antigua iniciación. Es absurdo suponer, como supuso San Agustín, que los neoplatónicos inventaran la explicación de su doctrina, porque el mismo Platón, más o menos encubiertamente, expone casi todas las ceremonias en su verdadero y sucesivo orden. Los Misterios son tan antiguos como el mundo, y quienquiera que esté versado en simbología puede seguir sus huellas hasta llegar a la época prevédica de la India. En este país se le exige al candidato (vatu) la virtud y pureza más excelentes antes de ser admitido a la iniciación, ya como mero fakir, ya como purohita (sacerdote secular) o como sannyâsi (115). Después de triunfar de las tremendas pruebas que preceden a la admisión en el círculo interno de las criptas, el sannyâsi pasa su vida en el templo entregado a la observancia de las ochenta y cuatro reglas y diez virtudes prescritas a los yoguis. Dicen los libros indos de iniciación que “sin practicar durante toda la vida las diez virtudes ordenadas por el divino Manú, nadie puede ser iniciado en los misterios del consejo"” estas virtudes son resignación (116), templanza, probidad, castidad, continencia (117), veracidad, paciencia, conocimiento (118), sabiduría (119) y caridad. Estas virtudes han de resplandecer en el verdadero yogui, y ningún adepto indigno (120) debe deshonrar las filas de los iniciados ni un día siquiera. Verdaderamente es preciso reconocer que el ejercicio de estas virtudes es de todo punto incompatible con las obscenidades del culto diabólico y con cualquier finalidad lasciva.
Uno de los principales objetos de la presente obra es demostrar que en todas las religiones populares subyace la antiquísima doctrina de sabiduría, una e idéntica, profesada prácticamente por los iniciados de todos los países, únicos que comprendían su importancia. Por ahora cae fuera de la posibilidad humana averiguar el origen de esta doctrina de sabiduría, ni tampoco colegir la época de su plenitud. Sin embargo, basta el simple examen para convencerse que fueron necesarios largos siglos para que alcanzara la maravillosa perfección que revelan los remanentes de los distintos sistemas esotéricos. Tan profunda filosofía, tan sublime código de moral y tan concluyentes resultados prácticos no han podido derivarse de una sola generación ni de una sola época.