Capítulo 84
JESÚS NO ALUDÍA A JEHOVAH
Marción no admitía otro Evangelio que las Epístolas de San Pablo (no en conjunto), repudiaba el antropomorfismo del Antiguo Testamento y distinguía divisoriamente entre el judaísmo y el cristianismo, considerando a Jesús no como el Mesías prometido ni como hijo de David ni como profeta ni como doctor de la ley, sino como un ser divino, enviado para revelar a los hombres una nueva religión espiritual que hermanase a todas las gentes, y declararles el concepto, hasta entonces desconocido, de un Dios de bondad y misericordia, tan distinto del Jehovah o Demiurgos de los judíos, como el espíritu de la materia y la corrupción de la pureza.
¿Se quivocaba Marción en esto? ¿Era blasfemo o intuitivo aquel concepto de Dios que late en toda mente ansiosa de verdad? El sincero deseo que Marción sentía de espiritualizar el cristianismo con entera separación de la ley mosaica, estaba apoyado en las mismas palabras de Cristo cuando decía:
Y ninguno echa remiendo de paño recio en vestido viejo, porque se lleva cuanto alcanza del vestido y se hace peor la rotura.
Ni echa vino nuevo en odres viejos. De otra manera se rompen los odres, y si vierte el vino y se pierden los odres. Mas echan vino nuevo en odres nuevos, y a sí se conserva lo uno y lo otro (163).
El vengativo, iracundo y celoso Dios de Israel no tiene ningún parecido psicológico con el misericordioso Dios de Jesús, el Padre común de todos los hombres, que está en los cielos, es un error comparar el puramente espiritual concepto del Padre con la caprichosa y subalterna deidad sinaítica. Jamás pronunció Jesús el nombre de Jehovah ni puso en parangón este juez implacable, cruel y vengativo con el Dios de misericordia, amor y justicia. Desde el memorable día en que predicó el Sermón de la Montaña, quedó abierto un abismo infranqueable entre el Dios de Jesús y la deidad que desde el Sinaí fulminó los mandamientos de la antigua ley. Las palabras de Jesús demuestran inequívocamente no sólo rectificación sino enmienda a los preceptos del “Señor Dios” de Israel, según se infiere de los siguientes pasajes:
Habéis oído que fue dicho: Ojo por ojo y diente por diente.
Mas yo os digo que no resistáis al mal; antes si alguno te hiriere en la mejilla derecha, párale también la otra.
Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo.
Mas yo os digo: Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen y rogad por los que os persiguen y calumnian (163).
Estos principios morales tienen su precedente en aquellos otros expuestos siglos antes por Manú, quien dijo:
En estas diez virtudes consiste el deber: resignación, templanza, probidad, pureza, continencia, veracidad, paciencia, conocimiento del supremo Espíritu, conocimiento de las sagradas Escrituras y devolución de bien por mal. Quienes mediten estas virtudes y a ellas ajusten su conducta, alcanzarán la condición suprema (164).
Análoga moral resplandece en los diez mandamientos de la religión budista:
1.º No matarás.
2.º No hurtarás.
3.º No fornicarás.
4.º No mentirás.
5.º No descubrirás los secretos del prójimo.
6.º No desearás la muerte de tus enemigos.
7.º No codiciarás los bienes ajenos.
8.º No dirás palabras torpes e injuriosas.
9.º No te entregarás a la ociosidad ni a la molicie.
10.º No recibirás en dádiva oro ni plata (165).
Otro motivo de cotejo nos ofrecen los dos pasajes siguientes:
Y vino uno y le dijo: Maestro bueno; ¿qué bien haré para conseguir la vida eterna?
Él le dijo:... guarda los mandamientos.
Él le dijo: ¿Cuáles?... No matarás, no adulterarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio (166).
-¿Qué haré yo para conocer la verdad eterna (bodhi)? ¿Cómo llegaré a ser upasaka?
-Guarda los mandamientos.
-¿Qué mandamientos?
-No mates, no robes, no forniques, no mientas (167).
Resulta evidente la identidad de ambos sistemas preceptivos, cuya práctica mejoraría a la humanidad. No son más divinos estos preceptos cuando salen de unos que de otros labios. El precepto de devolver bien por mal es tan sublime cuando lo predica un nazareno que si lo pregona un indo o un tibetano.
Ciertamente, no arranca de Jesús la Ley de Oro, sino de la India, pues no es posible negar que el buda o iluminado Sakya floreció muchos siglos antes de Jesucristo, cuya doctrina es continuación de la de aquél, pues el Fundador del cristianismo no buscó su modelo al pie del Sinaí sino al pie de los Himalayas. Su doctrina armoniza con las de Manú y Gautama, al paso que difiere de la de Moisés. Los induístas preceptuaban la devolución de bien por mal. Los hebreos decían: “Ojo por ojo y diente por diente”.