Capítulo 173
CELSO Y SPRENGEL
Atacaron los cristianos a Celso porque les reconvenía diciendo que su religión era un desgraciado remedo de las doctrinas platónicas; y sin embargo, diecisiete siglos después, corrobora Sprengel el juicio de Celso en el siguiente pasaje:
No solamente creyeron descubrir los cristianos la filosofía de Platón en los libros de Moisés, sino que esperaban elevar la dignidad de su religión y difundirla más rápidamente entre las gentes (103).
Y de tal modo infundieron los cristianos en su religión el espíritu platónico, que no sólo tomaron de esta filosofía el concepto de la Trinidad, sino las fábulas y leyendas míticas que de los héroes se transfirieron a los santos. Sin necesidad de recurrir los cristianos a países tan distantes como la India, tuvieron el modelo de la concepción de la Virgen en la leyenda de Periktioné, la madre de Platón, quien, según creencia popular, había sido engendrado por obra de Apolo sin detrimento de la pureza virginal de la doncella. La aparición del ángel a José en sueños es una copia del aviso que Apolo le da a Aristón, marido de Periktioné, diciéndole que el fruto de su mujer era obra de Apolo. Asimismo, se refería de Rómulo que era hijo de Marte y de la virgen Rhea Silvia.
La mayoría de simbologistas acusan a los ofitas de entregarse a licenciosas obscenas prácticas en sus asambleas religiosas; y la misma acusación recayó sucesivamente en los maniqueos, carpocracianos, paulistas, albigenses y demás escuelas gnósticas que mantuvieron el derecho a la libertad de examen.
Actualmente, nadie se atreve a lanzar semejantes acusaciones contra las 160 sectas norteamericanas y las 125 inglesas, pues el en otro tiempo omnipotente clero romano no tiene más remedio que refrenar su lengua o probar sus imputaciones.
En las obras de Payne Knight, King y Holzhausen que tratan del asunto, así como en las de Ireneo, Tertuliano, Sozomeno y Teodoreto, no hay testimonio alguno directo de la obscenidad de los ofitas, pues todos sus acusadores se basan en las referencias del “se dice”, “se asegura” o “hemos oído”. Tan sólo Epifanio menudea en sus obras el relato de estos casos, que se complace en comentar.
Sin embargo, no es nuestro propósito defender a cuantas sectas brotaron en Europa durante el siglo XI y que tan extravagantes creencias sustentaron. Nos contraemos a la defensa de las sectas cristianas cuyas doctrinas, de filiación gnóstica, aparecieron inmediatamente después de la muerte de Jesús y se sostuvieron hasta disolverse por la presión del decreto de Constantino, pues la Iglesia oficial no podía conciliarse con el espíritu sincrético del gnosticismo ni cabía el triunfo de la verdad en aquella época de falacias, suplantaciones e imposturas.
Pero ¿quiénes eran los acusadores? ¿En qué funda la Iglesia romana la supremacía de sus doctrinas? Sin duda, en la sucesión apostólica, tradicionalmente derivada del apóstol Pedro; pero si demostramos que éste no recibió la jefatura de la Iglesia, se derrumbará todo el edificio tan falsamente apuntalado. En efecto, las afirmaciones de Ireneo no tienen otra prueba que su palabra, y para apoyarlas recurre a multitud de falsedades sin citar a ninguna autoridad en su auxilio. Ni siquiera tiene Ireneo la brutal pero sincera fe de Tertuliano, porque se contradice a cada punto y tan sólo argumenta con sutiles sofismas, resuelto a llevar adelante sus propósitos, aunque diese con ello a la posteridad suficiente motivo para dudar de su buen juicio, no obstante ser hombre culto y erudito. Al verse cercado por la finísima dialéctica de sus no menos eruditos adversarios los gnósticos, se abroquela Ireneo en la fe ciega y se guarece tras fantásticas tradiciones de su propia invención. Así dice muy acertadamente Reber que cuando de tal suerte vemos tergiversar a Ireneo la acepción de las palabras y el sentido de las frases, podríamos diputarle por mentecato si no supiéramos que merecía otro calificativo (104).