Capítulo 104
ESOTERISMO CRISTIANO
Lo que plenamente demuestran las Homilías es que, aparte de la predicación pública, enseñaba Jesús secretamente a los contados discípulos merecedores de recibirla. Así pone el autor en boca de Pedro estas palabras:
Recordamos que nuestro señor y Maestro nos mandó diciendo: “Guardad los misterios para mí y los hijos de mi casa”. Por lo que también explicaba secretamente a sus discípulos los misterios del reino de los cielos (98).
Fácil es de comprender el sentido de la frase: “guardad los misterios para mí y los hijos de mi casa”, si por misterio entendemos la doctrina secreta que, según el original del Evangelio de San Mateo (99), enseñaba Jesús en la logia (100), análogamente a los ... (aporrheta) o lecciones secretas de los Misterios paganos, que tan sólo podían recibir los discípulos del círculo interno, elegidos para ejercer el sacerdocio. De esto cabe inferir que la doctrina secreta de Jesús, con toda su terminología, era substancialmente idéntica a la de los neoplatónicos y se apoyaba en la gnosis oriental, como todas las religiones primitivas. Posteriormente el fanatismo sacerdotal adulteró esta doctrina con interpolaciones y amaños contradictorios para conciliar los progresos de cada siglo con los errores del precedente. En algunos manuscritos hay conceptos tan groseros, que se delatan por sí mismos y demuestran la ignorancia en que los Padres de la Iglesia estaban del Evangelio que pretendían defender. Ejemplo de ello tenemos en que, según ya dijimos, Tertuliano y Epifanio acusaron a Marción de haber eliminado del Evangelio de San Lucas un pasaje que nunca estuvo en el texto original.
Uno de los errores más notorios es el de atribuir al profeta Isaías el vaticinio de que Jesús se valdría de parábolas al predicar a las gentes. Sobre esto, ponen las Homilías en labios de Pedro las siguientes palabras:
Pues Isaías dijo: Abriré mi boca con parábolas y revelaré lo que estuvo secreto desde el principio del mundo (101).
El autor de Religión sobrenatural dice a este propósito:
En el siglo III echó Porfirio en cara a los cristianos el error de atribuir a Isaías una frase de los Salmos, que puso en grave aprieto a los Padres de la Iglesia (102).
Eusebio y Jerónimo intentaron salir del paso achacando el error a torpeza del copista. Jerónimo va más allá y dice que en los primeros manuscritos no aparecía el nombre de Isaías en dicho pasaje, sino el de Asaph, que la ignorancia de los copistas substituyó por aquél... Pero contra esto vale advertir que en ningún manuscrito de los conocidos se ve el nombre de Asaph, aunque el de Isaías se ha ido borrando de todos ellos, excepto de algunos que escaparon a la rectificación. En el Código sinaítico, que probablemente es el manuscrito más antiguo de todos ellos, pues data del siglo IV, hay una nota que dice: “El profeta Isaías figuró en el texto por haberlo puesto la primera mano, pero lo borró la segunda” (103).
Es muy significativo que nada pruebe en el Nuevo Testamento la divinidad de Jesucristo a los ojos de sus discípulos, quienes ni antes ni después de su muerte le tributaron honores divinos, sino que sencillamente le llamaban “maestro”, o sea el mismo título con que a Pitágoras y Platón honraban los suyos.
En cuantas palabras se han puesto en boca de Jesús y los apóstoles no se advierte en estos la más leve señal de adoración divina ni Jesús se proclamó jamás idéntico a su Padre (104) y, aunque se llamaba hijo de Dios, añadía que “todos los hombres eran hijos del Padre celestial”. Esta doctrina derivaba legítimamente de la enseñada muchos siglos antes por Hermes, Platón y otros filósofos.